Confiaba
plenamente en Lucas. Confiaba ciegamente, porque estaba convencido de que él me
sacaría de la cárcel. Lucas, que era el mejor amigo que había tenido en mi infancia, era así mismo uno de los mejores abogados
criminalistas del país. Cuando supo que le necesitaba, le faltó tiempo para ocuparse de mi caso. Por
eso, contaba con ansiedad uno a uno los minutos que faltaban para su llegada a
la cárcel con el fin de intercambiar las primeras impresiones.
Llevaba
tres días encerrado y me sentía como una fiera enjaulada. También llevaba tres
noches sin dormir, intentando inútilmente
recordar y ordenar el cúmulo de pensamientos que martilleaba sin
cesar mi cerebro. Apenas recordaba nada.
Sucedió todo como en un sueño. Hasta
aquel maldito momento todos mis robos
habían salido a la perfección, sin
necesidad de hace el menor de los rasguños a persona alguna. Bastaba la pistola
de fogueo para aterrorizar a los cajeros encañonados, que en un principio
levantaban los brazos y dejaban de
pestañear, para después, como máquinas
automáticas, ir poniendo a mi alcance los
billetes exigidos.
Quizás
fue la autenticidad de la pistola
automática que acababa de adquirir, la que me puso nervioso cuando aquella mujer espantada comenzó a gritar como una loca, dentro
del banco. Intenté hacerla callar, y como sus gritos iban en aumento, con la
culata de mi pistola nueva le eché abajo
una ceja. Yo no quería herir a nadie.
Fue un acto mecánico que hizo mi mano
derecha sin pararse a consultar con la voluntad de mi cerebro.
Saltó de su frente la sangre, y
entonces el cajero intentó ayudarla. No lo pensé, ni recuerdo como sucedió. Solo sé
que le retuve en su puesto metiéndole una bala en el corazón. Cayó de
bruces sobre la mesa de su despacho sin
proferir el menor quejido. Sentí como si de pronto se taponaran mis oídos, y un
zumbido sordo se hizo constante en mi cabeza. Esto no impidió que viera como
dos nuevos clientes que entraban al banco, se dieran media vuelta
con la intención de salir corriendo de nuevo a la calle. Creo que la flamante automática se disparó
sola. Los cristales de la puerta giratoria saltaron hechos añicos, y entre
ellos cayeron al suelo los dos cuerpos que empezaron a manar sangre. El zumbido
que embotaba mi cerebro estuvo a punto
de reventar mis oídos, y cuando quise tener conciencia de mi situación, dos
guardias civiles me metían esposado en un coche verde…
El
oficial de prisiones me condujo esposado hasta el locutorio, y allí me quitó
los grillos. Hacía años que no veía a Lucas, pero le hubiera reconocido entre un batallón. Su
eterna sonrisa no había sufrido cambio alguno con el paso del tiempo. Era dulce
e ingenua como en los años de la infancia, y como si no hubiera cosa más importante que tratar, mi mente retrocedió
de pronto cuarenta años:
-¿Te
acuerdas Lucas de nuestras travesuras de críos? – Dije por todo saludo.- Cuando
robamos seis huevos en el gallinero de Laura la tuerta. Tu te llevaste tres
para tu casa, y yo otros tres para la
mía…
-
Sí, y también recuerdo el par de azotes que me dio en el culo mi madre antes de
obligarme a devolverlos al corral donde los cogimos.
De
repente descubrí la raíz de mi vida
desgraciada. Sentí un nudo en la garganta como si en ella se hubiera atorado la
tortilla de tres huevos que con los robados había hecho mi vieja aquella noche,
y empecé a odiar para siempre a mi madre por los dos azotes en el culo que
nunca me dio.
Jesús González ©
2 comentarios:
Excelente,te superas en cada escrito,"artista" de las letras.
Te hisite atracador por un momento y me llevaste a su cabeza. Me gusta. ¡Enhorabuena!
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