miércoles, 5 de junio de 2013

ATRACO




            Confiaba plenamente en Lucas. Confiaba ciegamente, porque estaba convencido de que él me sacaría de la cárcel. Lucas, que era el mejor amigo que había tenido en  mi infancia,  era así mismo uno de los mejores abogados criminalistas del país. Cuando supo que le necesitaba, le  faltó tiempo para ocuparse de mi caso. Por eso, contaba con ansiedad uno a uno los minutos que faltaban para su llegada a la cárcel con el fin de intercambiar las primeras impresiones.

            Llevaba tres días encerrado y me sentía como una fiera enjaulada. También llevaba tres noches sin dormir, intentando inútilmente  recordar y ordenar el cúmulo de pensamientos que martilleaba sin cesar mi cerebro. Apenas recordaba nada. Sucedió todo como en un sueño.  Hasta aquel maldito momento todos mis robos habían salido a la  perfección, sin necesidad de hace el menor de los rasguños a persona alguna. Bastaba la pistola de fogueo para aterrorizar a los cajeros encañonados, que en un principio levantaban los brazos y dejaban de  pestañear, para después, como máquinas  automáticas, ir poniendo a mi alcance los  billetes exigidos.

            Quizás fue la autenticidad de la    pistola automática que acababa de adquirir, la que me puso nervioso cuando aquella  mujer espantada comenzó a gritar como una loca, dentro del banco. Intenté hacerla callar, y como sus gritos iban en aumento, con la culata de mi pistola nueva  le eché abajo una ceja. Yo no quería herir a nadie. Fue un  acto mecánico que hizo mi mano derecha sin pararse a consultar con la voluntad de mi  cerebro.  Saltó de su frente  la sangre, y entonces el cajero intentó ayudarla. No lo pensé, ni recuerdo como sucedió.  Solo sé  que le retuve en su puesto metiéndole una bala en el corazón. Cayó de bruces sobre la mesa   de su despacho sin proferir el menor quejido. Sentí como si de pronto se taponaran mis oídos, y un zumbido sordo se hizo constante en mi cabeza. Esto no impidió que viera como dos nuevos clientes que entraban al banco, se dieran media  vuelta  con la intención de salir corriendo de nuevo a la calle.  Creo que la flamante automática se disparó sola. Los cristales de la puerta giratoria saltaron hechos añicos, y entre ellos cayeron al suelo los dos cuerpos que empezaron a manar sangre. El zumbido que embotaba mi cerebro estuvo  a punto de reventar mis oídos, y cuando quise tener conciencia de mi situación, dos guardias civiles me metían esposado en un coche verde…
           
            El oficial de prisiones me condujo esposado hasta el locutorio, y allí me quitó los grillos. Hacía años que no veía a Lucas, pero le hubiera reconocido entre un batallón. Su eterna sonrisa no había sufrido cambio alguno con el paso del tiempo. Era dulce e ingenua como en los años de la infancia, y como si no hubiera cosa  más importante que tratar, mi mente retrocedió de pronto cuarenta años:
           
            -¿Te acuerdas Lucas de nuestras travesuras de críos? – Dije por todo saludo.- Cuando robamos seis huevos en el gallinero de Laura la tuerta. Tu te llevaste tres para tu casa, y yo otros tres  para la mía…

            - Sí, y también recuerdo el par de azotes que me dio en el culo mi madre antes de obligarme a devolverlos al corral donde los cogimos.

            De repente descubrí  la raíz de mi vida desgraciada. Sentí un nudo en la garganta como si en ella se hubiera atorado la tortilla de tres huevos que con los robados había hecho mi vieja aquella noche, y empecé a odiar para siempre a mi madre por los dos azotes en el culo que nunca me dio.

                                       Jesús González ©

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente,te superas en cada escrito,"artista" de las letras.

lns Ángeles Sánchez Gandarillas dijo...

Te hisite atracador por un momento y me llevaste a su cabeza. Me gusta. ¡Enhorabuena!