La
camarera de la cola de caballo, también curra de lo lindo. Por tanto retiro
aquella sospecha que yo tenía de que fuera la protegida de alguien. Esta mañana
en los desayunos, y en la comida del mediodía, se movió a una velocidad de
vértigo. Se ve que el día aquél que la observe, tenía un día tontorrón, (ella,
no yo), o los músculos atrofiados. Lo de estar o no estar liada con el maitre
del hotel ya no tiene importancia, porque no existe tráfico de influencias. Y cualquiera se puede liar con quien le
apetezca. Como si es con una manta a la cabeza.
Me
queda otra rectificación mucho más importante: Dije que el día que Samuel me
dio en la Biblioteca el libro “Solar”, le eché un vistazo, y al “vistacearle”,
sospeché que sería un coñazo. Lo sospeché,
si. Seguramente fue porque le (h)ojeé muy deprisa dos veces al mismo tiempo. Una
vez con hache y otra sin ella Esto es,
que pasé muy de prisa las hojas, (esta vez con hache), y tras
ellas muy deprisa los ojos. (esta vez sin ella).
Como la escritura me pareció
densa y con escasos “punto, y a
parte”, (Que es como nos solía decir el
maestro cuando de críos escribíamos al
dictado), pues rememoré de pronto
a Saramago, que escribía todo seguido, como si no levantara la pluma del papel
desde que empezaba a escribir el libro hasta que le terminaba, ¡Y Saramago, para mí, sí que es un plomo!
Pero
nada que ver con Saramago. Desde hoy, Ian McEWAN es mi autor preferido. Y su libro “Solar”, me parece una joya. Nunca
encontré libro alguno más interesante. Me parece que está construido a un ritmo excelente, y que una vez
enganchado a él, no se le suelta. También pienso que bien el autor, o bien su
editorial, encontraron un traductor de léxico extraordinario.
Como
de momento se acabaron las rectificaciones, continúo con las cosas del hotel:
Cada dos días se va una tanda de viejos, y viene otra. Este trasiego le tiene
el inserso perfectamente organizado.
Ya he visto caerse a tres personas al subir
las escaleras de recepción, y esto me
consuela un poco pensando que no sólo soy yo
quien va a tierra a causa de un tropezón. (Ya lo dice el refrán: “Mal de
muchos, consuelo de tontos”). Pero qué
quieres; no lo puedo evitar. “Mira, también ese se cayó”. Afortunadamente
ninguno cayó con tan mala suerte como la mía: hasta el momento nadie se ha roto
un tobillo.
La
sala de recepción es inmensa, pero a pesar de ello, no hay muchos enchufes donde pueda conectar el
ordenador. Más como toda esta gente es muy amable, me hicieron un sitio en el
despacho donde dos señoritas empleadas del Inserso, atienden mañana y
tarde a los residentes. La morena es
Natalia, y la rubia es Elena. ¡Que
paciencia, Dios mío, que paciencia! ¡Que
cantidad de veces tienen que repetir las mismas cosas! (Claro, que si no fueran
las mismas cosas, tampoco sería repetir). Y la mitad de las veces, las
preguntas son tontísimas. Y la otra
mitad, casi.
En
el hotel hay más salones que el de recepción,
más grandes y más cómodos. Pero me gusta este porque tiene vida
continua; siempre hay gente que entra o sale, o ambas cosas al mismo tiempo.
Aquí, además del lugar donde yo estoy, hay cinco mesas con cuatro butacas cada
una, y mucho movimiento y mucho reposo al mismo tiempo sobre ellas. Vamos, que
unos se levantan, y otros se sientan.
Pues
verás: Después del desayuno, esto se
queda desierto: Excusiones, paseos, playa o piscinas, todo el mundo
desaparece. Únicamente los
recepcionistas tras el mostrador, y en una butaca el cliente del tobillo
roto con el libro de McEUWAN en las manos.
Llegaron dos señoras que ocuparon dos butacas
de la mesa que estaba a mi lado, dejan un bolso sobre su mesa, y se entretienen
mirando cada una, una revista.
Entran a continuación tres señoras y un
¿señor?, que ocupan las dos butacas vacías que quedaban en la
mesa de las señoras, y acercan otras dos butacas para terminar de sentarse
todos.
Las
dos primeras señoras se repliegan un poco para facilitarles el asentamiento, y
los recién llegados, sin más, sacan
una baraja y se ponen a jugar a las cartas. Como el bolso de la primera señora
les estorba un poco, le apartan hasta el filo de la mesa. La dueña del bolso le
coge, y se vuelve hacia mí, como
interrogándome con la mirada.
!Un
par de ostias bien dadas, señora! –Fue lo que me dieron ganas de aconsejarle.
Pero el consejo le guarde para cuando la usurpación sea algo más valioso que la
mesa de un hotel. ¡Pero se ve cada cosa…!
Jesús González González ©
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