miércoles, 17 de abril de 2013

RECTIFICANDO







            La camarera de la cola de caballo, también curra de lo lindo. Por tanto retiro aquella sospecha que yo tenía de que fuera la protegida de alguien. Esta mañana en los desayunos, y en la comida del mediodía, se movió a una velocidad de vértigo. Se ve que el día aquél que la observe, tenía un día tontorrón, (ella, no yo),  o los músculos atrofiados.  Lo de estar o no estar liada con el maitre del hotel ya no tiene importancia, porque no existe tráfico de influencias.  Y cualquiera se puede liar con quien le apetezca. Como si es con una manta a la cabeza.

            Me queda otra rectificación mucho más importante: Dije que el día que Samuel me dio en la Biblioteca el libro “Solar”, le eché un vistazo, y al “vistacearle”, sospeché que sería un coñazo.  Lo sospeché, si. Seguramente fue  porque  le  (h)ojeé  muy deprisa dos veces al mismo tiempo. Una vez con hache y otra sin ella  Esto es, que pasé muy de prisa las hojas, (esta vez con hache),  y  tras ellas muy deprisa los ojos. (esta vez  sin ella).  Como  la escritura me pareció densa y con escasos  “punto, y a parte”,  (Que es como nos solía decir el maestro cuando de críos escribíamos al  dictado),  pues rememoré de pronto a Saramago, que escribía todo seguido, como si no levantara la pluma del papel desde que empezaba a escribir el libro hasta que le terminaba,  ¡Y Saramago, para mí, sí que es un plomo!

            Pero nada que ver con Saramago. Desde hoy, Ian McEWAN es mi autor preferido.  Y su libro “Solar”, me parece una joya. Nunca encontré libro alguno más interesante. Me parece que está construido  a un ritmo excelente, y que una vez enganchado a él, no se le suelta. También pienso que bien el autor, o bien su editorial, encontraron un traductor de léxico extraordinario.

            Como de momento se acabaron las rectificaciones, continúo con las cosas del hotel: Cada dos días se va una tanda de viejos, y viene otra. Este trasiego le tiene el inserso  perfectamente organizado.

             Ya he visto caerse a tres personas al subir las escaleras de recepción,  y esto me consuela un poco pensando que no sólo soy yo  quien va a tierra a causa de un tropezón. (Ya lo dice el refrán: “Mal de muchos, consuelo de tontos”).  Pero qué quieres; no lo puedo evitar. “Mira, también ese se cayó”. Afortunadamente ninguno cayó con tan mala suerte como la mía: hasta el momento nadie se ha roto un tobillo.

            La sala de recepción es inmensa, pero a pesar de ello, no hay  muchos enchufes donde pueda conectar el ordenador. Más como toda esta gente es muy amable, me hicieron un sitio en el despacho donde dos señoritas empleadas del Inserso, atienden mañana y tarde  a los residentes. La morena es Natalia, y la rubia  es Elena. ¡Que paciencia, Dios mío, que paciencia!  ¡Que cantidad de veces tienen que repetir las mismas cosas! (Claro, que si no fueran las mismas cosas, tampoco sería repetir). Y la mitad de las veces, las preguntas son tontísimas.  Y la otra mitad, casi.

            En el hotel hay más salones que el de recepción,  más grandes y más cómodos. Pero me gusta este porque tiene vida continua; siempre hay gente que entra o sale, o ambas cosas al mismo tiempo. Aquí, además del lugar donde yo estoy, hay cinco mesas con cuatro butacas cada una, y mucho movimiento y mucho reposo al mismo tiempo sobre ellas. Vamos, que unos se levantan, y otros se sientan.
           
            Pues verás:  Después del desayuno, esto se queda desierto: Excusiones, paseos, playa o piscinas, todo el mundo desaparece.  Únicamente los recepcionistas tras el mostrador, y en una butaca el cliente del tobillo roto  con el libro  de McEUWAN en las manos. 
           
             Llegaron dos señoras que ocuparon dos butacas de la mesa que estaba a mi lado, dejan un bolso sobre su mesa, y se entretienen mirando cada una,  una revista. 

             Entran a continuación tres señoras y un ¿señor?,  que ocupan  las dos butacas vacías que quedaban en la mesa de las señoras, y acercan otras dos butacas para terminar de sentarse todos. 

            Las dos primeras señoras se repliegan un poco para facilitarles el asentamiento, y los recién llegados, sin más,   sacan una baraja y se ponen a jugar a las cartas. Como el bolso de la primera señora les estorba un poco, le apartan hasta el filo de la mesa. La dueña del bolso le coge, y se vuelve hacia  mí, como interrogándome   con la mirada.

            !Un par de ostias bien dadas, señora! –Fue lo que me dieron ganas de aconsejarle. Pero el consejo le guarde para cuando la usurpación sea algo más valioso que la mesa de un hotel. ¡Pero se ve cada cosa…!

                            Jesús González González ©

          


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