Hoy
miércoles empezamos el descenso. O sea, que contamos seis, cinco, cuatro, tres…
hasta llegar al domingo que tomamos de
nuevo el avión para regresar a casa.
Cerca
de mi está Elena, que habla por teléfono, mientras que al mismo tiempo atiende
a una señora que le pregunta casi a voces a que hora sale el autobús que va a
Mahon. (Lo pregunta con insistencia, a
pesar de que en el local hay cuatro o
cinco carteles donde lo pone bien claro.) No se si lo pregunta porque no sabe
leer, porque se dejó en casa las gafas,
o por dar la lata a los demás, que también pudiera ser, ya que tras ella hay
una cola como de veinte personas, de las cuales puede que uno o dos pregunte
algo necesario.
Natalia
está en el salón de al lado “leyéndoles
la cartilla” a los componentes de un
grupo que llegaron anoche: Horas a las
que viene el médico, recetas, hábitos del hotel, horario de autobuses, y
sobre todo excursiones a realizar para conocer la isla a profundidad… (Bueno, lo de
profundidad, no es que les quiera hacer submarinismo, sino que la conozcan bien
conocida).
En
un rincón cercano hay un montón de
maletas de otros que se marchan
hoy. Ya me di cuenta esta mañana de que
habría mudanza por el trasiego de cajas de ensaimadas. Son las mismas cajas octogonales con las que todo dios carga con ellas cuando
viene de Mallorca. Pero que aquí, para animar al comprador, le dicen que no son
exactamente iguales, que las menorquinas tienen un toque distinto. Las hay de todos los tamaños y de todos los
precios: desde la más pequeña que cuesta, (no que vale), nueve euros, (¡hay que
joderse, mil quinientas pesetas, por una
“tortuca” aplastada, mas chica que la boñiga
de una becerra!), hasta la más grande
valorada en doce. (Dos mil pelas
por el tamaño de la de una vaca, pero mucho más aplastada, lo que quiere decir mas chica).
Y
claro, como las compra el vecino, pues yo también, que no quiero que digan que
soy un rácano. Luego llagas a casa, abres las cajas y descubres que todo es
cartón, pues el contenido es siempre mucho más chico que el continente. Encima
se las das a los nietos, y lo primero que dicen: “Pues vaya una mierda que me
trajo mi abuela. ¡Donde estén las
palmeras del Carma…!” Y es que casi
siempre son las abuelas las que las compran,
aunque sean los abuelos los que cargan con ellas.
Ya
terminó Natalia su charla; ya regresó aquí, y tras ella el tropel de gente
nueva para apuntarse deprisa y corriendo a las excursiones ofrecidas. No se si es que todo el mundo habla a gritos,
o que los techos son demasiado bajos y producen eco, el caso es que mis
tímpanos, (que nunca fueron ellos muy resistentes), están aturdidos, como
asustados de tanto ruido. Yo no hago más que mirar frente a mí, bolsos de señora encima de las barrigas bien
sujetos con las dos manos, y mariconeras de señores colgadas de los
hombros, y espero que mengüe
la fila y acaben de una vez con la compra de los tiques que les permitirán en su día subir al bus correspondiente.
Como
la gente está toda en fila india y de perfil con relación a mi posición, puedo hacer un estudio perfecto de sus
siluetas: ¡Como escoña los cuerpos la edad!
Estómagos y más estómagos los hombres, ¡y que culos, las mujeres!
¡Madre, que culos!
Pero
pensándolo bien, ¿qué importa? Les miras luego las caras, y ¡les ves tal gesto
de felicidad…! Además, a estas alturas
ya se sabe, quien no lo lleva
en grasa, lo lleva en pellejos colgando. Lo importante es lo que se
encierra dentro…
Jesús González ©
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