jueves, 18 de abril de 2013

DOBLANDO EL ECUADOR.





            Hoy miércoles empezamos el descenso. O sea, que contamos seis, cinco, cuatro, tres… hasta llegar al domingo  que tomamos de nuevo el avión para regresar a casa.

            Cerca de mi está Elena, que habla por teléfono, mientras que al mismo tiempo atiende a una señora que le pregunta casi a voces a que hora sale el autobús que va a Mahon.  (Lo pregunta con insistencia, a pesar de  que en el local hay cuatro o cinco carteles donde lo pone bien claro.) No se si lo pregunta porque no sabe leer,  porque se dejó en casa las gafas, o por dar la lata a los demás, que también pudiera ser, ya que tras ella hay una cola como de veinte personas, de las cuales puede que uno o dos pregunte algo necesario.
           
            Natalia está en el salón de al lado  “leyéndoles la cartilla”  a los componentes de un grupo que llegaron anoche: Horas a las  que viene el médico, recetas, hábitos del hotel, horario de autobuses, y sobre todo excursiones a realizar para conocer la  isla a profundidad… (Bueno, lo de profundidad, no es que les quiera hacer submarinismo, sino que la conozcan bien conocida).

            En un rincón  cercano hay un montón de maletas de otros  que se marchan hoy.  Ya me di cuenta esta mañana de que habría mudanza por el trasiego de cajas de ensaimadas.  Son  las mismas cajas octogonales  con las que todo dios carga con ellas cuando viene de Mallorca. Pero que aquí, para animar al comprador, le dicen que no son exactamente iguales, que las menorquinas tienen un toque distinto.  Las hay de todos los tamaños y de todos los precios: desde la más pequeña que cuesta, (no que vale), nueve euros, (¡hay que joderse, mil quinientas pesetas,  por una “tortuca” aplastada, mas chica que la boñiga  de una becerra!), hasta la más grande  valorada en  doce. (Dos mil pelas por el tamaño de la de una vaca, pero mucho más aplastada,  lo que quiere decir  mas chica).

            Y claro, como las compra el vecino, pues yo también, que no quiero que digan que soy un rácano. Luego llagas a casa, abres las cajas y descubres que todo es cartón, pues el contenido es siempre mucho más chico que el continente. Encima se las das a los nietos, y lo primero que dicen: “Pues vaya una mierda que me trajo mi abuela.  ¡Donde estén las palmeras del Carma…!”  Y es que casi siempre son las abuelas las que las  compran, aunque sean los abuelos los que cargan con ellas.

            Ya terminó Natalia su charla; ya regresó aquí, y tras ella el tropel de gente nueva para apuntarse deprisa y corriendo a las excursiones ofrecidas.  No se si es que todo el mundo habla a gritos, o que los techos son demasiado bajos y producen eco, el caso es que mis tímpanos, (que nunca fueron ellos muy resistentes), están aturdidos, como asustados de tanto ruido. Yo no hago más que mirar frente a mí,  bolsos de señora encima de las barrigas bien sujetos con las dos manos, y mariconeras de señores colgadas de los hombros,  y espero  que mengüe  la fila y acaben de una vez con la compra de los tiques  que les permitirán  en su día subir al bus correspondiente.

            Como la gente está toda en fila india y de perfil con relación a mi posición,  puedo hacer un estudio perfecto de sus siluetas: ¡Como escoña los cuerpos la edad!  Estómagos y más estómagos los hombres, ¡y que culos, las mujeres! ¡Madre, que culos! 

            Pero pensándolo bien, ¿qué importa? Les miras luego las caras, y ¡les ves tal gesto de felicidad…!  Además, a estas alturas ya se sabe, quien  no  lo lleva  en grasa, lo lleva en pellejos colgando. Lo importante es lo que se encierra dentro…

                                       Jesús González ©

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