El traqueteo del tren era casi imperceptible, lo que
le provocó una leve sonrisa en su rostro recordando cuan diferente había sido
su primer viaje en aquellos ruidosos trenes con asientos de madera de mediados
de siglo. Se movían con el vapor de agua producido por la combustión del negro
carbón con el que alimentaban las locomotoras. Recordaba cuan largo había
resultado el viaje hasta Sevilla en uno de aquellos trenes que cada pocos
kilómetros había de parar para recargar sus depósitos de agua. Se acordaba de
como siendo aún un niño la imagen del maquinista y del fogonero cubiertos del
polvo del carbón le había dificultado conciliar el sueño en más de una ocasión.
En su pueblo no había estación de tren. A pesar de
ser cabecera comarcal la villa de San Vicente no disponía de estación, ni
siquiera era atravesada por una sola vía ferroviaria. Es posible que las
características orográficas dificultasen y encareciesen en demasía
dicha infraestructura. Por eso cuando necesitaban viajar en tren habían
de acercarse hasta La Acebosa, pedanía del Ayuntamiento de San Vicente de la
Barquera, donde estaba ubicada la estación de FEVE que daba servicio a todo el
municipio y a algunos pueblos cercanos
pertenecientes a otros Ayuntamientos.
Él sabía que el viaje de vuelta le resultaría penoso pues volvía sólo,
después de muchos años haciéndolo en compañía de su mujer e hijos para pasar
los veranos en la casona familiar que
habían reformado para su disfrute estival. Pero a pesar de eso, o quizás por
eso mismo, no había querido viajar en avión, medio mucho más cómodo y rápido.
No, necesitaba tiempo para ir haciéndose a la idea. Quería llegar fuerte ante
su gente, entero, y dejar el sentimiento de derrota que sentía, esparcido por
las vías del tren mientras cruzaba España
de un extremo a otro. El pasado es un
peso del que hay que saber liberarse para que no se convierta en tristeza.
Su hija había ido a despedirle a la estación y su
nieto no quiso perderse la ocasión de pasar
unos minutos más con su abuelo preferido. La verdad es que para él,
Rubén, también era su nieto preferido. ¡¡El “mozucu” era espabilado como el
hambre para sus escasos once años!!
Su hija le prometió que para Semana Santa subirían a
pasar unos días con él y esa promesa le alegró el ánimo pues faltaba apenas un
mes para la fecha. Tendría oportunidad de seguir contándole a su nieto como era
su vida cuando apenas contaba con la
edad que él tenía ahora.
Le explicaría como desde muy pequeño su padre le
aficionó a la mar, a los barcos, a la pesca…… No sería mucho mayor que
Rubén cuando se levantaba de madrugada
para ir de casa en casa de los marineros que faenaban en el mismo barco que su
padre, despertándoles para salir a la mar. Le divertía recordar cómo se
despertaban los marineros hasta no hace muchos años en que los relojes
despertadores: hicieron su aparición. El chaval gritaba desde la calle:
-¡¡Fulanitoo!! ¡¡Hale!!
Y el marinero le contestaba:
-¡¡Vaaa!!
Cuando todos habían embarcado esperaba en el muelle
a que los barcos hubiesen soltado amarras y salía corriendo hasta la capilla de
La Barquera para, desde la orilla, verles salir a mar abierto. Cuando se
perdían de vista en el horizonte se acercaba a la capilla y rezaba un par de
rezos a la Virgen para que les ayudara a
volver sanos y salvos. A veces notaba un sentimiento de culpabilidad por no
saber nada más que esas dos oraciones y,
para aliviarse un poco de ese sentimiento, las repetía varias veces sin
despegar su mirada de la imagen que lucía en el altar, siempre iluminada por
innumerables velas encendidas por las madres, esposas, hijas o hermanas de
aquellos hombres de la mar que se jugaban la vida, a diario, para intentar
ganar el sustento de sus familias.
De regreso al muelle
se subía a su chalana. Sí, porque a pesar de su corta edad, aquella
pequeña y destartalada embarcación era suya. Su abuelo se la había regalado
después de sufrir el accidente que lo dejó impedido para volver a subirse a un
barco. Le enseñó como repararla y como mantenerla a flote. Era la más vistosa
de todo el puerto. Estaba pintada de cientos de colores, y eso no era un decir.
Realmente la había pintado con todos los restos de pinturas que los patrones de
los pesqueros le regalaban después de
pintar sus embarcaciones. Rojos, amarillos, verdes, azules, blancos y negros en
sus diferentes tonalidades hacían que su
preciada chalana fuera reconocida desde larga distancia.
Dependiendo de las mareas y de la época del año que fuese, hacía sus
capturas de : “jugalas”, “birgüetos”,
“jargüetas”, “muergos” …… La Playona que quedaba al descubierto en la
bajamar, en medio de la ría, era un auténtico
oasis para recoger sabrosos moluscos, y los pilares del puente de La
Maza, con los veintiocho ojos que le gustaba contar casi a diario, eran un buen lugar para que criasen los
“mortajones”. Todas estas especies ayudaban al sustento de la familia y eso le
hacía sentirse una persona útil e importante.
Estas actividades las disfrutaba sobre todo en los
veranos cuando el tiempo era más apacible y
las vacaciones escolares le dejaban
tiempo libre.
A Elías la escuela no le gustaba demasiado pero su
madre, a pesar del poco tiempo que tenía libre, siempre encontraba un “ratucu”
para explicarle, con gran paciencia, lo necesario que
era estudiar y aprender muchas
cosas para llegar a tener la oportunidad de salir de aquella vida de miserias y
sobresaltos.
Lo que su madre le quería decir con eso de los
sobresaltos no lo entendía muy bien. Para él salir a la mar era una gran
aventura. Su abuelo le contaba muchas historias de cuando navegaba y tardaba varios meses en regresar a
puerto. El barco donde estaba enrolado era mucho más grande que todos los de
San Vicente juntos y recorría los cinco continentes, surcando mares y océanos,
salvando los innumerables peligros que les acechaban, sin inmutarse. Su abuelo
nunca había estudiado en una escuela y, sin embargo, sabía muchas cosas de
cualquier tema que se le preguntase. Elías cuando fuese mayor quería ser como
él y viviría las mismas aventuras que cada noche, antes de dormirse, escuchaba
al gran héroe que era su abuelo.
Lo de las miserias sí que lo entendía un poco más
porque se daba cuenta de la diferencia que había entre las casas de las
personas importantes y los edificios
donde vivían los pescadores. Sus padres no tenían una casa entera para ellos
solos, hecha de piedras y adornada con grandes escudos, como había en la zona
alta de la villa. Incluso, según les
había oído comentar a su madre y a las vecinas, alguna de esas casonas tenía
dentro su pozo de agua y lavadero privados. Las mujeres de los marineros tenían
que ir a buscar el agua, para las necesidades de la familia, a alguna de las
fuentes que había repartidas por la villa. Él casi siempre iban a la del
muelle, que era la más cercana a la casa, y para lavar la ropa, las mujeres
cruzaban la ría hasta el lavadero de la Fuente Nueva donde, mientras frotaban
la ropa, aprovechaban para comentar un poco de sus cosas y un poco más de las
cosas de los demás. Transportaban la
ropa en bateas que colocaban sobre un rueño de tela que ponían sobre la cabeza
y en cada mano, cuando la colada era abundante, llevaban un caldero también
rebosando de ropa recién lavada. Varias veces había intentado Elías sostener en
la cabeza con cierto equilibrio aquellas bateas pero sus intentos siempre
resultaron infructuosos y por eso las miraba con admiración cuando iban o
venían del lavadero.
En algún sitio había leído que el olfato es el único
sentido que no se altera a lo largo de la vida y que es por eso que los olores
de la infancia nos acompañan siempre. A Elías todavía le parecía estar oliendo
el aceite de linaza sin refinar con el que su madre preparaba la ropa de agua
para el trabajo de su padre en el barco.
Empapaba en ese aceite camisas y pantalones que al secarse quedaban tiesos, duros y ásperos, atenuando
de esa manera los fríos y las humedades de la mar. Aunque ese aceite le
linaza se usase solamente en una
habitación, el fuerte olor impregnaba por completo las casas de los pescadores.
Porque en aquella época las viviendas de
los marineros eran edificios de varias plantas donde convivían varias familias,
por regla general numerosas, con fachadas estrechas y mucha profundidad. Eran
casas unidas unas a otras por una pared medianera, por lo que sólo disponían de
luz y ventilación del exterior en la habitación delantera y en la trasera.
Generalmente destinaban esas estancias ventiladas a la cocina, por un lado, y
al comedor, por el otro. Una y otra estancia estaban unidas por un largo y
estrecho pasillo que daba paso a un dormitorio si era grande, o dos pequeños
donde debían acomodarse como podían todos los miembros de una familia.
En casa de Elías sus padres ocupaban una de las habitaciones y sus hermanas la
otra. Su abuelo y él tenían que acomodarse en la estancia que servía de
sala-comedor-habitación por eso, cuando todos dormían, ellos podían comentar sus aventuras por lo largo y ancho
del mundo. Ese era el mejor momento del día para Elías porque, además de
divertirse, casi aprendía más cosas que
en la escuela, y sin tener que estudiar ese libro tan viejo y estropeado que
había heredado de sus hermanas mayores. A veces su abuelo le dejaba leer unos
bonitos libros con muchas fotografías que había traído de sus viajes por el
mundo. ¡Esos sí que le gustaban un montón! Y además estaban casi nuevos porque
los tenía muy guardados y no los podía tocar nadie más que él, aunque algunas
noches se los prestaba un “ratucu” para que fuese practicando la lectura.
¡En ellos sí que se aprendía a leer muy requetebién!
Laura González ©
(Continuará)...
Laura González ©
(Continuará)...
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