miércoles, 27 de febrero de 2013

EL JANDALO (II parte)



El traqueteo del tren era casi imperceptible, lo que le provocó una leve sonrisa en su rostro recordando cuan diferente había sido su primer viaje en aquellos ruidosos trenes con asientos de madera de mediados de siglo. Se movían con el vapor de agua producido por la combustión del negro carbón con el que alimentaban las locomotoras. Recordaba cuan largo había resultado el viaje hasta Sevilla en uno de aquellos trenes que cada pocos kilómetros había de parar para recargar sus depósitos de agua. Se acordaba de como siendo aún un niño la imagen del maquinista y del fogonero cubiertos del polvo del carbón le había dificultado conciliar el sueño en más de una ocasión.

En su pueblo no había estación de tren. A pesar de ser cabecera comarcal la villa de San Vicente no disponía de estación, ni siquiera era atravesada por una sola vía ferroviaria. Es posible que las características orográficas dificultasen y encareciesen  en demasía  dicha infraestructura. Por eso cuando necesitaban viajar en tren habían de acercarse hasta La Acebosa, pedanía del Ayuntamiento de San Vicente de la Barquera, donde estaba ubicada la estación de FEVE que daba servicio a todo el municipio y a algunos pueblos  cercanos pertenecientes a otros Ayuntamientos. 

Él sabía que el viaje de vuelta  le resultaría penoso pues volvía sólo, después de muchos años haciéndolo en compañía de su mujer e hijos para pasar los veranos  en la casona familiar que habían reformado para su disfrute estival. Pero a pesar de eso, o quizás por eso mismo, no había querido viajar en avión, medio mucho más cómodo y rápido. No, necesitaba tiempo para ir haciéndose a la idea. Quería llegar fuerte ante su gente, entero, y dejar el sentimiento de derrota que sentía, esparcido por las vías del tren mientras cruzaba  España de un extremo a otro.  El pasado es un peso del que hay que saber liberarse para que no se convierta en tristeza.

Su hija había ido a despedirle a la estación y su nieto no quiso perderse la ocasión de pasar  unos minutos más con su abuelo preferido. La verdad es que para él, Rubén, también era su nieto preferido. ¡¡El “mozucu” era espabilado como el hambre  para sus  escasos once años!!
Su hija le prometió que para Semana Santa subirían a pasar unos días con él y esa promesa le alegró el ánimo pues faltaba apenas un mes para la fecha. Tendría oportunidad de seguir contándole a su nieto como era su vida cuando apenas contaba con  la edad que él tenía ahora.




Le explicaría como desde muy pequeño su padre le aficionó a la mar, a los barcos, a la pesca…… No sería mucho mayor que Rubén  cuando se levantaba de madrugada para ir de casa en casa de los marineros que faenaban en el mismo barco que su padre, despertándoles para salir a la mar. Le divertía recordar cómo se despertaban los marineros hasta no hace muchos años en que los relojes despertadores: hicieron su aparición. El chaval gritaba desde la calle:

-¡¡Fulanitoo!! ¡¡Hale!!

Y el marinero le contestaba:

-¡¡Vaaa!!

Cuando todos habían embarcado esperaba en el muelle a que los barcos hubiesen soltado amarras y salía corriendo hasta la capilla de La Barquera para, desde la orilla, verles salir a mar abierto. Cuando se perdían de vista en el horizonte se acercaba a la capilla y rezaba un par de rezos  a la Virgen para que les ayudara a volver sanos y salvos. A veces notaba un sentimiento de culpabilidad por no saber nada más que esas dos  oraciones y, para aliviarse un poco de ese sentimiento, las repetía varias veces sin despegar su mirada de la imagen que lucía en el altar, siempre iluminada por innumerables velas encendidas por las madres, esposas, hijas o hermanas de aquellos hombres de la mar que se jugaban la vida, a diario, para intentar ganar  el sustento de sus familias.

De regreso al muelle  se subía a su chalana. Sí, porque a pesar de su corta edad, aquella pequeña y destartalada embarcación era suya. Su abuelo se la había regalado después de sufrir el accidente que lo dejó impedido para volver a subirse a un barco. Le enseñó como repararla y como mantenerla a flote. Era la más vistosa de todo el puerto. Estaba pintada de cientos de colores, y eso no era un decir. Realmente la había pintado con todos los restos de pinturas que los patrones de los  pesqueros le regalaban después de pintar sus embarcaciones. Rojos, amarillos, verdes, azules, blancos y negros en sus diferentes tonalidades  hacían que su preciada chalana fuera reconocida desde larga distancia.

Dependiendo de las mareas y  de la época del año que fuese, hacía sus capturas de : “jugalas”, “birgüetos”,  “jargüetas”, “muergos” …… La Playona que quedaba al descubierto en la bajamar, en medio de la ría, era un auténtico  oasis para recoger sabrosos moluscos, y los pilares del puente de La Maza, con los veintiocho ojos que le gustaba contar casi a diario,  eran un buen lugar para que criasen los “mortajones”. Todas estas especies ayudaban al sustento de la familia y eso le hacía sentirse una persona útil e importante.






Estas actividades las disfrutaba sobre todo en los veranos cuando el tiempo era más apacible y  las vacaciones escolares le dejaban  tiempo libre. 

A Elías la escuela no le gustaba demasiado pero su madre, a pesar del poco tiempo que tenía libre, siempre encontraba un “ratucu” para explicarle, con gran paciencia, lo necesario  que  era estudiar y aprender  muchas cosas para llegar a tener la oportunidad de salir de aquella vida de miserias y sobresaltos.
Lo que su madre le quería decir con eso de los sobresaltos no lo entendía muy bien. Para él salir a la mar era una gran aventura. Su abuelo le contaba muchas historias de cuando  navegaba y tardaba varios meses en regresar a puerto. El barco donde estaba enrolado era mucho más grande que todos  los  de San Vicente  juntos y recorría los  cinco continentes, surcando mares y océanos, salvando los innumerables peligros que les acechaban, sin inmutarse. Su abuelo nunca había estudiado en una escuela y, sin embargo, sabía muchas cosas de cualquier tema que se le preguntase. Elías cuando fuese mayor quería ser como él y viviría las mismas aventuras que cada noche, antes de dormirse, escuchaba al gran héroe que era su abuelo.
Lo de las miserias sí que lo entendía un poco más porque se daba cuenta de la diferencia que había entre las casas de las personas importantes  y los edificios donde vivían los pescadores. Sus padres no tenían una casa entera para ellos solos, hecha de piedras y adornada con grandes escudos, como había en la zona alta de la villa. Incluso, según  les había oído comentar a su madre y a las vecinas, alguna de esas casonas tenía dentro su pozo de agua y lavadero privados. Las mujeres de los marineros tenían que ir a buscar el agua, para las necesidades de la familia, a alguna de las fuentes que había repartidas por la villa. Él casi siempre iban a la del muelle, que era la más cercana a la casa, y para lavar la ropa, las mujeres cruzaban la ría hasta el lavadero de la Fuente Nueva donde, mientras frotaban la ropa, aprovechaban para comentar un poco de sus cosas y un poco más de las cosas de los demás.  Transportaban la ropa en bateas que colocaban sobre un rueño de tela que ponían sobre la cabeza y en cada mano, cuando la colada era abundante, llevaban un caldero también rebosando de ropa recién lavada. Varias veces había intentado Elías sostener en la cabeza con cierto equilibrio aquellas bateas pero sus intentos siempre resultaron infructuosos y por eso las miraba con admiración cuando iban o venían del lavadero.




En algún sitio había leído que el olfato es el único sentido que no se altera a lo largo de la vida y que es por eso que los olores de la infancia nos acompañan siempre. A Elías todavía le parecía estar oliendo el aceite de linaza sin refinar con el que su madre preparaba la ropa de agua para el trabajo de su padre en el barco.  Empapaba en ese aceite camisas y pantalones que al secarse  quedaban tiesos, duros y ásperos, atenuando de esa manera los fríos y las humedades de la mar. Aunque ese aceite le linaza  se usase solamente en una habitación, el fuerte olor impregnaba por completo las casas de los pescadores. Porque en aquella época  las viviendas de los marineros eran edificios de varias plantas donde convivían varias familias, por regla general numerosas, con fachadas estrechas y mucha profundidad. Eran casas unidas unas a otras por una pared medianera, por lo que sólo disponían de luz y ventilación del exterior en la habitación delantera y en la trasera. Generalmente destinaban esas estancias ventiladas a la cocina, por un lado, y al comedor, por el otro. Una y otra estancia estaban unidas por un largo y estrecho pasillo que daba paso a un dormitorio si era grande, o dos pequeños donde debían acomodarse como podían todos los miembros de una familia. 
En casa de Elías sus padres ocupaban  una de las habitaciones y sus hermanas la otra. Su abuelo y él tenían que acomodarse en la estancia que servía de sala-comedor-habitación por eso, cuando todos dormían, ellos podían  comentar sus aventuras por lo largo y ancho del mundo. Ese era el mejor momento del día para Elías porque, además de divertirse, casi aprendía más  cosas que en la escuela, y sin tener que estudiar ese libro tan viejo y estropeado que había heredado de sus hermanas mayores. A veces su abuelo le dejaba leer unos bonitos libros con muchas fotografías que había traído de sus viajes por el mundo. ¡Esos sí que le gustaban un montón! Y además estaban casi nuevos porque los tenía muy guardados y no los podía tocar nadie más que él, aunque  algunas  noches se los prestaba un “ratucu” para que fuese practicando la lectura. ¡En ellos sí que se aprendía a leer muy requetebién!  

Laura González ©

(Continuará)... 

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