Estaba mezclando la carne picada con la cebolla y el ajo, previamente sofrito, añadió el huevo, la miga de pan mojada en leche, el perejil y la sal. Lo volvió a mezclar hasta conseguir una masa compacta y así poder moldearla con facilidad.
La vida hogareña se había convertido en una rutina agradable. Su antiguo trabajo era apenas un recuerdo y la jubilación anticipada fue un sueño hecho realidad. El constante viajar acabó por agotarle.
Sonó el teléfono. Se secó las manos y salió al recibidor; descolgó el receptor y tomó un recado para su hija mayor. Presidía el largo pasillo un pequeño cuadro que enmarcaba su fotografía con el vistoso uniforme de capitán de la marina mercante. A pesar de sus 57 años, aún lucía una buena planta y sus canas en la sien, según decía su esposa, resaltaban unos ojos negrísimos y penetrantes. Retornó a su labor y se dispuso a moldear las albóndigas; esa receta era su especialidad.
Pensó que la vida se parecía bastante a aquella combinación de ingredientes. La carne, eso somos, una parte de cebolla equiparable al sollozo, los ajos para dar un toque picantillo, el perejil más la sal necesaria que proporciona el colorido y la alegría; miga de pan remojada en leche que aporta la jugosidad, y el huevo para reforzar y conjuntar. La harina que envuelve estos sueños redondos, sería la cubierta que mantiene indemnes nuestra sensibilidad y la intimidad. El aceite consigue al freír que las formas permanezcan estables para seguir adelante y así finalizar este plato, o la vida. Por último, se elabora una salsa condimentada al gusto de cada cocinero, para cocerlas lentamente, al igual que nosotros maduramos en “nuestra propia salsa”.
Las albóndigas, pensó, serían desde ese momento, los sueños y las ilusiones cumplidas.
Comenzó a darles forma. Algunas más grandes, otras quedaron menos doradas, pero todas ellas perfectas.
La primera que formó imaginó que fue el sueño conseguido de sus padres al nacer él. Aunque no le perteneciera como propio, entró a formar parte de esta masa-mundo que ahora tenía entre manos. La segunda, sus primeros pasos. Hizo otra bolita-sueño para conmemorar la raya inmensa y roja que dibujó en la pared, y que según su madre, admiró hasta que ella la limpió. Hizo varias albóndigas-sueño consecutivas: la de sus primeras letras formando frases con cierto sentido, o, cuando le trajeron los Reyes Magos el juego de química para inventar formulas que acabaran con las enfermedades para que ningún abuelo más se muriera.
Consiguió que sus padres le concedieran el sueño de traer dos hermanos para jugar con ellos, a pesar de que no pudo utilizar el juego de química más que cuando los bebés dormían la siesta. Iba consiguiendo albóndigas en las que conquistó otros sueños tales como, veranear con sus abuelos, cebar a los animales, bañarse en el río, recoger las cerezas maduras y comer, únicamente esos frutos carmesíes durante todo un día; e incluso, formó la albóndiga-sueño de besar a su primera novia, Blanca. Tenían 7 años y era una auténtica princesa de cuento.
Se quedó pensativo. Hubo albóndigas que se abrieron al freír, quizá fueran de los sueños que se rompieron en lágrimas. El fallecimiento de su hermano menor en un accidente de tráfico, la muerte de su padre y la de su madre, a quien primero se le rompió el alma, luego la mente y en enseguida la vida... Las estropeadas las apartaría una vez fritas. Le tocaba comerlas a él, únicamente a él, tan secas y duras que al tragarlas le lastimarían el gaznate. Pero, eran los sueños rotos. Y le pertenecían.
Siguió moldeando albóndigas de sueños conseguidos. Uno de ellos, fue en la pubertad: Dejarse crecer bigote e ir al instituto con los mayores, y que sin apenas darse cuenta, también lo logró. Pretendía estudiar Náutica y capitanear grandes barcos de pasajeros, y se hizo realidad, inclusive el sueño de comprar aquella vieja Lambretta... Se enamoró de una chica, que ni soñando, podría haber sido más inteligente, buena y guapa y ese sueño seguía vivo en su compañía. Sin querer, hizo una albóndiga especial, hermosa y sin defectos; decidió que era la perfecta representación de su esposa.
Y cumplió el sueño de tener hijos por tres veces. Hizo prolongar en ellos parte de sus ilusiones; claro que, eso aconteció hasta que cumplieron los catorce años. A partir de ahí, pensaron por sí mismos y comenzaron a tener sueños propios: estudios, amores, etc. Formó una albóndiga pequeñita de un sueño que consiguió a costa de sus hijos; al hacerse mayores pudo dormir de nuevo una noche entera, sin llantos sobresaltados, despreocupado de sus tres adolescencias, sus horarios y los riesgos que hubieron de correr solos para aprender de la vida. Sí, era una albóndiga pequeña pero la frió con mimo. Dormir la noche de un tirón y levantarse de la cama descansado, no tenia precio.
La masa de carne había menguando como la misma vida.
A uno de sus invitados no le gustaban las albóndigas, así que había reservado una gran cantidad de mezcla; hizo una bola monumental que apenas abarcaba con las manos. Acto seguido, la aplastó contra el fogón; quedó convertida en hamburguesa. Aquel amasijo aplastado definía muy bien el carácter insulso y realista de su amigo. Sonreía. Mucho. Acabó por reírse a carcajadas. Aquella representación era un acierto.
Quedaban pegados en el interior del bol, restos de la harina y de todos los ingredientes, quizá fuera aquel amor que nunca consiguió y por el que hubiera muerto por vivir, las envidias, las enfermedades, la locura... Lavó muy bien el recipiente con el agua de la sonrisa, el jabón de la positividad y lo secó con el paño del buen humor, quedaría atrás lo indeseado y los sentimientos enquistados.
Retomaría de nuevo aquella nueva receta de “Albóndigas de sueños” y con cada una de ellas, soñar que subsistirán las emociones en su alma. Sentimientos que le acompañaron siempre y con los que sentía feliz.
Se planteó retomar un viejo sueño: Escribir.
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
10-XI-2012
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