miércoles, 26 de septiembre de 2012

SIN PALADAR


En algún sitio dije hace poco que ando mal de la oreja. Vamos, que estoy a punto de oír menos que una lombriz de tierra metida en un litro de aguardiente. Pues bien, de paladar, a juzgar por el que tienen otras personas, me está ocurriendo lo mismo.


Me estoy quedando sin gusto. No sin gustirrinín, que eso es otra cosa que también perdí hace tiempo. Es simplemente que me fallan las papilas gustativas. Me fallan, o nací con ellas defectuosas, porque yo soy incapaz de apreciar las exquisiteces de que presumen la mayoría de los humanos.


Hay cosas que me gustan mucho. Otras que simplemente me gustan, y las hay que no me gustan. Las hay que ni fu ni fa. Y otras que nunca sabré si me gustan, porque soy incapaz de probarlas. Por ejemplo los caracoles. Por muy relimpios que estén, por bien guisados que los hayan puestos, ni siquiera la salsa me decido a catar. Y es inútil que alguien insista, porque no los voy a probar. Es que solo de pensar que son máquinas de producir babas pegajosas y repugnantes, me dan nauseas. Un trombo más, del cacao mental de mi cerebro.

Respeto muchísimo el gusto de cada cual, pero que también respeten el mío.


Hombre, todos sabemos que hay aberraciones gastronómicas. Recordad por ejemplo la noticia publicada no hace mucho tiempo en todos los medios de comunicación de aquel alemán que mató a su amigo y le iba comiendo poquito a poquito… Con eso, claro, ni estoy de acuerdo, ni lo respeto.


Luego hay otros deleites bucales que le llamamos aberraciones cuando los hacen los demás, y nos parecen el séptimo cielo cuando lo hacemos nosotros. A eso le llamo yo la ley del embudo, y lo respeto muchísimo, aún cuando muchos pretendan escandalizarse.


Lo de pensar que no tengo paladar es realmente cuando escucho a otras personas matizar sabores y aromas. Cuando alguien es capaz de descubrir hasta la sexta esencia de un manjar. O cuando refiriéndose al olor de un buen vino, le llama al aroma “buqué”, que al fin y al cabo no es más que un galicismo de la palabra francesa “bouquet”, que quiere decir lo mismo, “aroma”. Pero da empaque de entendido.


Las mejores, las angulas de Aguinaga. ¡Vamos! Que al comerlas vas a distinguir tú si se pescaron en la ria de Aguinaga, o en la del Nansa aquí, en Pesués.


Para lechazos Castilla. Por supuesto, porque hay muchos. Pero que me den a mi uno tostado y jugoso, que esté de todo en su punto, (en el punto que a mi me gusta,) y verás como no le pido el DNI para saber su procedencia.


Repito que lo mío es falta de paladar. Si me dan a comer una lubina de mar, (los restauradores le dicen “salvaje”, para impresionar), podré decir, “!qué buena está!”, si es que me gustó; Pero nunca me atreveré a decir que es pescada en el mar, (los hay que se aventuran a afirmar que además ni siquiera ha pasado por cámara frigorífica), porque pudiera ocurrir que otra de factoría mejor cocinada, resultara más sabrosa. Ahí es a donde mi paladar no llega.


Hay gente que comiendo un chuletón, sabe distinguir si el buey del que procede, pastó en tierras de regadío o de secano, y según la textura de la carne, los días que permaneció en estabulación, y los que anduvo suelto a la sombra de las encinas. Te juro que de esta gente no me da envidia, me da una risa interior, que hace que me lo pase muy bien en secreto.


Hace muchos años compré en un pueblo de Portugal el orujo más barato que he comprado en mi vida. Fueron cinco litros que se consumieron poco a poco con amigos en mi casa, y todos coincidieron más o menos en sus comentarios: ¡Vaya orujo! ¡Como se ve que tienes buenos amigos lebaniegos!. ¿Verdad que hice bien guardando silencio al respecto? Mejor era eso que hacerles reconocer que estaban tan faltos de paladar como yo.


Sólo se lo que me gusta mucho, lo que me gusta menos, y lo que no me gusta; pero no tengo paladar para atreverme a matizar…


Jesús González González ©

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