domingo, 15 de julio de 2012

PESTAÑEO



León estaba pensando que la vida es un pestañeo, -recapacitó-, uno o varios, pero, que es, simplemente, una amplia mirada.

Según nacemos ya estamos obligados a abrir los ojos y, por estar acostumbrados a la oscuridad en el interior de la barriga materna, nos deslumbra el alumbrado de los paritorios y pestañeamos por primera vez, quizá también por el azote de la matrona; antaño lo harían a causa de las hogueras o del sol.

Y mira, en un par de pestañadas, dices papá y mamá y dejas atrás el andar a gatas para subirte a los columpios de los mayores, y claro, al caerte de ellos, cerraste los ojos hasta que terminaron de ponerte los cinco puntos de sutura en la frente, y, menos mal que los dientes rotos eran de los llamados de leche.

Pestañeas un par de veces más y ya te gusta la niña del pupitre de enfrente, esa que tiene once años y ha repetido curso, bellísima, rubísima y “desarrolladísima”, hasta el aparato de la boca le brilla como a nadie, además, ya te habías desengañado de que aquella maestra alta y esbelta, era algo mayor para ti, sobre todo cuando te dijo que lo vuestro era imposible porque ella tenía novia...

En fin... En la llegada y salida del instituto, ni pestañeabas porque las hormonas dejaban tus párpados a medio abrir, es decir, llevabas sobre los hombros una carga hormonal que te hacía joroba, impedía que se cerrara del todo tu boca e imprimía en tu estado general, un déjame estar, que de ninguna manera pestañearías, sencillamente, por ahorrarte el esfuerzo de volver a abrir los ojos.

Y nada, pestañeaste de nuevo y estabas en la Universidad, en un trabajo, o peor aún, en casa mirando las musarañas y comiendo la sopa boba, arreglándote con cuatro perras que ganabas en la descarga del pescado, para alternar de nocturno y beber alguna cerveza, por supuesto, a morro, que ponerla en el vaso costaba mucho esfuerzo. Lo único que te sacaba de quicio era una chica, pero, lo justo para decir, casi babeando, ¡te quiero Luchi! En esa época, los padres quisieron abofetear al susodicho, a ver si así dejaba la almohada y abría los ojos.

Nada, que sin darte cuenta, al despertar de ese dormir insaciable, estabas trabajando a bordo de un barco o en la construcción, casado y con un berrador a cada lado de la cama. Y ahí es donde comprendió a su madre, -Mira Leoncito, cuando seas padre te enterarás de lo que te digo-. ¡Vaya si se enteró!, no tuvo oportunidad de pestañear, es decir, se mantuvo despierto la friolera de cuatro años, pues sus hijos se llevaban veinticinco meses. ¡Qué noches, qué días!

Ay, Dios!, la historia parecía repetirse, pero él, no recordaba nada de aquello. Y sus hijos pestañearon de nuevo y se hicieron adultos, pero antes, se les ocurrió pasar por una adolescencia, esa en la que habías adoptado un nuevo apellido, León "Papá no sabes nada"; en esa pubertad se creyeron mayores y no tenían ni hora, ni idea de conducir un coche o una moto, ni conocimiento para regresar a casa a una hora prudencial, y León, pensó volverse loco. Tan pronto se dormía como se despertaba y si era una hora tardía y sus hijos no estaban en la cama, se pasaba la noche pestañeando sentado en una silla al lado de la puerta, que como es normal, a eso de las ocho de la mañana, le vencía el sueño, quedándose más que frito sobre el incómodo respaldo y los muy ladinos, sus muchachos, llegaban a casa y entraban sin hacer ruido hasta sus habitaciones. Las consecuencias: le salían grandes y azules ojeras y al llegar el día, no hacía más que pestañear para no dormirse de pie.

Y el mundo siguió rodando de pestañeo en pestañeo, y sus hijos se hicieron mayores, se independizaron y formaron una familia.Se vio libre de preocupaciones, de responsabilidades y tuvo, al fin, la oportunidad de dormir a pierna suelta, pero..., un pestañeo a destiempo le colocó en los brazos a dos nietos preciosos, y claro, hubo de cuidarles para que trabajaran las dos parejas, y volvió a pasar por el duermevela, la falta de siesta, las ojeras y el continuo pestañeo, que según decía su oftalmólogo, “Leoncio, no se apure, esos cercos azulados serán de otra cosa porque, sus ojos están perfectos”.

Nunca comprendió como es que con ese exceso de pestañeo, no tenía los ojos fuera del sitio...

Total, que ahora León es mayor, tiene 99 años y sigue pestañeando. A veces se aburre solo, pero ojo, no tanto como para pedir repetir alguna de sus etapas; sus tataranietos viven en Francia, su mujer dejó de pestañear hacía cinco años y sus hijos, veraneaban lejos de todos.

Pretende seguir abriendo y cerrando los ojos a la vida, y a pesar de que parezca repetirse, es bella y le encanta secarse las lágrimas al ver el amanecer de cada día, aunque deba pestañear cuando mira al sol de frente y le deslumbra.

León se quedó pensativo, iba a resultar que acababa de desarrollar algo filosófico, quizá fuera eso lo que le quiso decir su madre de pequeño, ¡Leoncito, eres tan listo que cuando seas mayor, sabrás decir palabras de las largas!

En fin, la vida es un pestañeo y León, no quiere perder las pestañas en ella, porque había disfrutado y reído sin pestañear, hasta caérsele las lágrimas.

Ángeles Sánchez Gandarillas ©
15-VII-2012

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