martes, 10 de julio de 2012

MIS ABEJAS Y LA DUQUESA DE ALBA.


Hace muchos años que tengo abejas. No soy un apasionado de la apicultura, pero me gusta tenerlas. Por eso mismo, porque no soy un apasionado, ni siquiera un entusiasta, en este montón de años solo tres o cuatro veces les habré quitado una cantidad de miel interesante. Pero al menos todos los años me doy el gusto de tener en mis manos un panal chorreante del dulce y rubio manjar para llevarme a la boca tal cual lo arranco de la colmena. Y peco de auténtica gula mordiendo lentamente una y otra vez aquellas celdillas repletas de ese elixir de dioses, que estallan entre mis dientes y emborrachan mis papilas de puro placer gustativo. Después escupo la cera virgen, y muerdo nuevo trozo de panal. Esto es gustar la miel, y lo demás son pamplinas. Es como comer en privado con los dedos las cosas que en público la cursilería del bien hacer te obliga al uso complicado de los cubiertos.

Con la llegada del verano la actividad del colmenar se intensifica. Es un desaforado ir y venir de abejas cargadas de néctar unas, y de polen en sus patas otras. En el aire son como motas de manchas negras que zumban a la altura de mis orejas como si ronronearan una canción monótona, y en la piquera dejan de batir sus alas transparentes, se serenan y penetran por la ranura oscura a su mundo misterioso.

Las visito con frecuencia. Creo que las abejas son mucho menos agresivas de lo que popularmente se cree. Lo único que se necesita para que te ignoren, es moverte entre ellas con mucha lentitud. Los movimientos bruscos las violentan, y entonces atacan únicamente por defender la colonia.

Es ahora la época de los enjambres., y el otro día mientras podaba en mi huerto unos tomates, un zumbido sordo e intenso me hizo levantar la vista. A diez metros de altura más o menos, como una pequeña nube negra que el viento empujara, se fueron alejando hasta perderse en la lejanía. Dos días más tarde cogí otro enjambre que tuvo el acierto de colarse dentro de mi casa, y pasados otros dos días cogí otro que como una piña enorme y negra colgaba en un avellano del huerto.
Fue justamente hace cuatro días cuando observé que la base de una de mis dos viejas colmenas estaba totalmente podrida, y no había otra solución más que ponerle otra base nueva. Para este menester, si. Preparé el fuelle de humo, y me puse guantes y careta. A pesar de ser de noche creo que fueron cientos de abejas las que volaban en torno mío con el zumbido cambiado. El volar de una abeja no es lo mismo cuando viaja que cuando ataca. El zumbido del viaje es sereno y monótono como el del avión que ya tomó la altura de crucero. El zumbido de la abeja dispuesta a atacar es potente y redoblado como el del avión que despega y pone toda su potencia en elevarse.

Son unas astutas estas abejas mías. En un par de minutos encontraron el hueco por donde pasar al único trozo desprotegido de mi piel. Con los agravantes de alevosía y nocturnidad se colaron al reverso de mi mano derecha entrando por la muñeca bajo el guante. Fueron tres, como las hijas de Elena, y las tres, como tres auténticas hijas de puta, me clavaron el aguijón.

Aquella noche me sorprendió el sueño sintiendo tirantez en la mano y un calor que me llegaba hasta el codo. Afortunadamente mi piel debe tener un antídoto contra el veneno de las abejas porque para mi nunca ha sido excesivo el dolor cuando me pican. Pero a la mañana siguiente cuando me desperté sentí acentuadísima la tirantez de la piel de mi mano, y cuando la miré así de hinchada, sin saber porqué me acordé de los morros de la Duquesa de Alba. Después pensé también en los de Tita Cervera y en los de Sara Montiel. ¿También a ellas les habrá picado una abeja? Oye, que yo tenía deformada la mano como si me hubieran inyectado toda la silicona que yo pensaba que ellas llevaban en la cara, y a lo mejor no es así, a lo mejor se estiran las arrugas con abejas licenciadas en estética facial….

Jesús González González ©

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