Vivían
a doscientos metros escasos de los protagonistas de mi “Tonteras” de otro
capítulo. Y los aventajaban en todo. Sobre todo en número, porque era una
familia mucho más larga. Y en ·tonteras”, que eran mucho más tontas y numerosas
que las de sus vecinos.
El
padre, la madre, y una retahíla de
descendientes cuyo número no recuerdo.
Conocí al hombre poco antes de morirse. Gordo, con pintas de vago,
arrastraba consigo un “déjame estar”, que hacía sospechar si en el culo
tenía un imán capaz de atraer cualquier superficie plana sobre la que
descansar. La mujer, simple. Simplísima.
Con sonrisa también bobalicona como la señora de la historia anterior, pero
acentuada. No acentuada la sonrisa, sino la bobaliconería.
Después,
la descendencia. Conociendo al sopo y a la sapa, ¡imaginen ahora a los
“sapines”! El mayor de todos, que era el
más… Iba a decir avispado. Pero no. Que desfiguro el retrato. Digamos que era el menos “especial”, salió por
primera vez del pueblo para ir a cumplir el servicio militar.
El
primer día que regresó de permiso a casa, se vio en la necesidad de castigar a
su hermano menor que a lasazón tendría no más de cuatro
años, y lo hizo cogiéndole por los pies, y metiéndole de cabeza en un bidón de
doscientos litros lleno de agua hasta el borde. Le tuvo allí unos segundos, le
sacó chorreando y le volvió a meter.
Cuando la sacó de nuevo, el infante, que era un poco más “tontuco” que su
hermano mayor, le dijo:
-Más,
méteme más, que quiero ver como me ahogas.
Y
mientras el hermano mayor y el menor se divertían de esta guisa, el segundo con
edad que rondaría los diecisiete años, se vistió el uniforme militar del que acababa de llegar de permiso, se marchó a
Santander, y paseó arriba y abajo el Paseo de Pereda saludando “a tou dios”
militarmente.
No
tardó mucho en morir el hacedor de semejantes criaturas. A la de la sonrisa
boba se le congeló ésta un corto período de tiempo. Después volvió a sonreír
cuando se cumplió lo del refrán que
dice, “a rey muerto, rey puesto” .
Porque había un vecino viudo, que halló en ella solución a sus
necesidades, y ella encontró en él el consuelo de su desconsuelo.
Para
entonces ya se le había presentado a otro hermano el síndrome de perro que le
acompañó año y medio. Dejó de pronunciar palabras, y a todo saludo o
comentario respondía con un ladrido.
Un día se acercó al lugar de mi trabajo, y
mandé que le echaran, porque los lugres de trabajo no son lugres de niños, y
menos de niños que no razonan. Se refugió entre la pared del recinto y los
arbustos que le decoraban. No había forma de sacarle de allí. Agarrado a los
troncos mordía con fiereza las manos que
intentaban agarrarle, y entre
dentellada y dentellada aullaba como un lobo. Se le sacó impulsado por el chorro
de agua de una maguera a presión.
El
viudo frecuentaba cada vez más las
visitas a la que ya no era tan desconsolada esposa. Un día estaba otro de los
niños junto a un grupo de hombres, cuando pasó
este individuo en dirección a
casa de ella. Algún malasombra del grupo comentó al crío.
-Ahí
va tu padre.
-Ese
no es mi papa. Es el novio de mi mama.- Y resplandeciéndole de contento la cara, añadió:
-
Me voy a casa. Que ahora él me da dinero para que me vaya a la taberna y compre
caramelos, y no vuelva hasta que los
coma todos. Me dice que me quede un rato
jugando por la carretera con el
perro.
-
¿Y tu te quedas?
-
A veces no. A veces me escondo en la cuadra, para ver como monta a mi mama por
la espalda.. Y cuando él está así, resoplando
y “anjeando” como un perro cansado, salgo yo, y les digo: “Je, je, que estoy
aquí.” ¡Y se lleva unos sustos mi mama,
que salta y sale corriendo…!
-Tonteras…
¡”Na” más que tonteras! –Diría Rubín el de mi pueblo.
Jesús
González ©
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