Me miraban con ojos redondos y desorbitados, parecían astronautas.
Llevaban cascos, bombonas de oxigeno y muchos tubos. Les colgaban por debajo, dos tuberías alargadas y negras que acababan en pies muy extraños, amarillos, ensanchados y planos.
Les dije que me llamaba Dorada pero, no hablaban, se comunicaban con gestos y soltaban burbujas que se elevaban.
Intentaron tocarme pero, huí con rapidez escondiéndome en casa; volví a salir enseguida.
Ellos también se habían asustado. Inmovilizados, nos observábamos mutuamente.
Les enseñé donde había almejas y no las quisieron; a lo mejor no tenían ni boca ni culete porque, no les vi ningún agujero. A cada lado del cuerpo otros tubos negros y largos, salían de cada uno cinco tubitos de color crema.
Mi piel tiene escamas, sin embargo, la suya era lisa, brillante y negra, la recorría una raya amarilla, como la marca que tengo en la nariz.
El color de los ojos de uno de ellos, eran transparentes como mis aletas. Cerró uno y me asusté.
Eran seres preciosos pero, ¡rarísimos!
Mi madre me contó que a veces, en verano, nadaban por allí. Hacían destellar luces y no parecían peligrosos.
Venían en un barco que ponía: “Fotografía y submarina”...
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
26-IV-2012
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