miércoles, 8 de febrero de 2012

RECUERDOS AJADOS (VIII)


(DE LA GENTE) LA COTERA II


En otra calle, si es que se le puede llamar calle a lo que no es más que una fila de de dos a seis casas, estaba la de mi tía Mena la de Cádiz, cuya casa conocí muchos años cerrada. Me gustaba acompañar a mi madre cuando de vez en cuando iba a abrirla para que se ventilara, porque me entretenía mirando fotos antiguas de la familia. Frente a la casa unas escaleras de piedra daban acceso a un huerto con árboles frutales, y durante algún tiempo tuvimos también en él, gallinas y conejos… Años más tarde, cuando se casó Eugenio, el de Daniela, con Manolita la de Castaño, la alquilaron para vivir en ella, y muy poco tiempo después la compraron.

Estaba después la casa de Basilia y Paco Rubín, que tuvieron cuatro hijos, Evaristo, Carmen, Paca, y otra niña cuyo nombre no recuerdo. El marido murió joven, y Basilia fue sacando como pudo adelante a la familia…

Después, la casa de Luisa. Conocí a Luisa viviendo con sus padres. El hombre se llamaba Antonio, pero olvidé el nombre de la esposa. En aquella época venían por los pueblos muchos quinquilleros a vender su mercancía. No se porqué, pero resulta curioso que todos los quinquilleros, al igual que todos los afiladores que venían entonces por nuestros pueblos, fueran gallegos. Los más humildes traían unos cajones de madera poco más grandes que un acordeón, con correas para cargarlos a la espalda a guisa de mochila, y dentro del cajón grande, infinidad de cajoncitos pequeños donde estaba seleccionada la mercancía. Rogelio fue un quinquillero de más categoría. En vez de un cajón, eran dos grandes cajones a lomos de un caballo. Pues bien, Rogelio se casó con Luisa, y a partir de aquél día fue un vecino más de Caviedes. Dejó su oficio de quinquillero, y trabajó como un campesino más del pueblo, en las tierras y prados que sus suegros tenían.

Rogelio sorprendió a la gente de Caviedes con una innovación que trajo de Galicia, plantando a escajos un cierro que tenían.

Los brotes nuevos y tiernos de escajos se daban entonces de comida a las vacas. Se necesitaba para ello, una laboriosa tarea: Se cortaban brotes como de un metro más o menos de largos. (En el momento de ser cortados, automáticamente cambiaban de nombre, y en vez de llamarse escajos, en plural, se llamaba “árguma”, en singular.) Se iba amontonando el “árguma” hasta formar un “coloño” que generalmente se transportaba a hombros hasta la cuadra. Allí se echaba a un gran “cocino” preparado para ello, y con pesadas “picas” se picaba y repicaba hasta que al coger y apretar un puñado, no pinchara las manos. Entonces estaba en condiciones de darlo como pienso a las vacas. Las vacas que tenían suerte de pertenecer a una cuadra de gente un poco pudiente, lo comían sazonado con unos puñados de harina de maíz, y las que no, lo comían sin harina. Lo mismo que los dueños, que los pudientes comían las berzas untadas con tocino, y el que no podía, las comía sin untar.

Lo que no sabía Rogelio es que en La Montaña, o al menos en esta parte de la Montaña, no hacía ninguna falta perder el tiempo ni el terreno en plantar escajos. La naturaleza nos los daba gratis a montones en las sierras de Las Espinas y la Jerra…

Poco más arriba estaba la casa de Manuel Rubín. A Rubín, que era viudo, yo le conocí ya casado por segunda vez con una sobrina carnal, hija de un hermano suyo. La mujer se llamaba Adela, aunque en el pueblo se la conocía popularmente por el sobrenombre de “La Mocha”. Tuvieron tres hijos, Isabel, Aurelio, y Encarnación. (“Sabel”, “Yeyo” y “La Nina”.) Sabel y Yeyo, como se decía entonces, tenían un “ramalazu”. Otros decían que “les falta un veranu”, y mi madre decía, que “no tenían “toas” las de Salomón”. No, ¡Cuidado! No quiero decir que no fueran normales, quiero decir solamente, que, como dicen los canarios,”les faltaba un agüíta”. Vamos, que tenían un algo, que… ¿La consanguinidad? ¡Phhhch….! Puede ser. Pero lo curioso es que al resto de la gente del pueblo, yo no les noté nunca lo de “el ramalazu”, y hay consanguinidad “a dar con un palu”. Somos multitud de ellos hijos de primos carnales y, si me apuran un poco digo que todos, o casi todos, en mayor o menor grado, somos parientes.

De quienes hablamos mal, se suele decir vulgarmente que “le damos patadas al diccionario de la Real Academia”. Pues bien, los Rubines de mi pueblo, además de darle patadas, le hinchaban a hostias, porque entre otras muchas cosas que ya no recuerdo, solían decir estas:

Del verbo traer, decían “trije” por traje. De probar, “aprobo” por pruebo. De ir, “indo” por yendo. “Estauta” por estatua. “Glárima” por lagrima….

Sabel estuvo sirviendo tres o cuatro años en Barcelona, y nunca aceptó que la provincia de Barcelona tuviera campo. Juraba y perjuraba que en Barcelona todo era ciudad.

-Si mujer, en la capital, todo es ciudad, pero la provincia…

-”Pos” te digo yo, que allí no hay provincia, ni “praos ni tierras”. Allí, “!tóo” es capital!

La Mocha era alta y plantada. No bien plantada, que eso es otra cosa. Era simplemente “plantá”, como se decía en el pueblo. Vamos, que se la veía bien de lejos. Solía ir y venir andando todos los meses al matadero de Comillas a comprar una cabeza de vaca, que traía en una triguera sobre su propia cabeza. La recuerdo con su carga, recortándose su figura sobre el firmamento, allá por el alto del Alberán, avanzando hacia el pueblo con unos pasos de triunfo como si trajera allí el sustento de todos los habitantes de Caviedes…

No es que además de alta fuera gorda, pero tenía una barriga abultada, como con un “preñau” permanente, y un delantal gris, y se arrimaba tanto a la persona con quien estuviera hablando, que nunca se sabía si era que quería darle un “barrigazu”, resobar el delantal, o escupirle en la cara. Porque a la mujer de vez en cuando algún “salibazu” pulverizado se le escapaba. Lo que sí se sabía es que cuando lo hacía, vamos, cuando se arrimaba, alguna historia nunca buena de cualquier vecino iba a contar. Deformada muchas veces, o supuesta otras muchas, contaba con pelos y señales como si acabara ella de verlo en aquél preciso momento…

Rubín se murió un seis de enero, y “la su Sabelina” se abrazó llorando a Yeyo, mientras gemía: “Manu, “mos” le llevaron los Reyes…”

En la corralada de al lado había dos casas con una gran portalada de piedra de sillería para ambas. En una vivió en un principio Mariana sola, que era una anciana la que por vestir bajo las faldas negras, un refajo colorado como el de Carolina, a mí se me antojaba que algún parentesco tendrían entre ambas; pero en realidad, no había ninguno. Con Mariana se vinieron a vivir más tarde una señora de Lamadrid llamada María, y su hija Anita. Como en las aldeas nos conocemos todos, y como en las aldeas se repiten mucho los nombres por aquello de perpetuar en nuestros hijos los nombres que llevaron nuestros padres o abuelos, es por lo que necesitamos buscar un apodo para distinguir las repeticiones. Así que como en Caviedes ya estaba mi tía María (la de la Corraliega,) María la del Cotero (la madre de Lisa,) y en Regoleño Marí-Alfonso y (Mari-Rufino), pues como la recién llegada era hija del “Santu de Lamadrid”, la llamaron “Mari-Santu”. (Esto sin contar otra María que vivió en el barrio de San Pedro, a la que se conoció como Mari-Muero, no me preguntéis porqué.)

En la otra casa vivía sola Asunción, que era hermana de María la del Cotero y de Felisuca la de Regoleño. Me parece a mi, aunque no estoy seguro de que sea así, que Asunción fue una de las pocas viejas de Caviedes que no vestía de negro. Salvo el pañuelo de la cabeza, sus blusas y faldas siempre fueron grises. Algún tiempo después se vinieron a vivir con ella su hermana María la del Cotero, y Elisa, que se había casado con Pedro, un albañil de La Revilla, y los hijos de éstos, Sunchi y Pedrín.

Otra fila de tres casas: La Rectoral. ¡Madre, qué caserón! Con los pisos de tablas viejas y desvencijadas, que crujían como si pies invisibles caminaran sobre ellas. Después de estar cerrada durante los años de la guerra, vinieron a vivir en ella don Juan y su madre doña Felipa. Don Juan perteneció a la primera “hornada” de curas formados en Comillas después de la terrible contienda. Caviedes fue su primera y última parroquia, ya que, aunque atendió también la de El Tejo, siguió siendo vecino de nuestro pueblo hasta el día que se retiró a una residencia de Torrelavega. Mas tarde se vino a vivir con ellos Rosita, que era la única hermana que el cura tenía. Rosita fue novia de Ambrosio Calzada, el que fue alcalde de Cabezón de la Sal y más tarde impulsor de la autonomía Cántabra. Ignoro si como alcalde fue o no fue dictador, pero tocante a su novia, le oí comentar a un grupo de mozas mayores entre las que se encontraba mi hermana, que cuando un día Rosita bajó de casa para juntarse con él delante de la taberna, éste la miró de arriba a bajo, y le dijo:

-Vuelves a casa, te cambias de vestido, te pintas los labios, y vuelves a bajar. Te espero tomando un café.

Don Juan y su madre, de por sí, bien merecían para ellos solos un largo capítulo.

De recién casado yo, fui vecino de ellos porque vivimos en una casa de mi suegro, cercana a la suya, y… Bueno: ¡Si conocería yo a don Juan, que además fui de crío su monaguillo! Alguna vez me mandó subir al campanario para tocar la campana llamando al rosario en los atardeceres del mes de octubre, y yo me negaba a subir porque me daba miedo lo tenebroso de la bóveda.

-¿Y cuánto miedo tienes, cuánto…? ¿Tendrás como un kilo de miedo, o como kilo y medio…?

¿Qué se puede responder a preguntas como esta?

Invitamos un día a doña Felipa a ver la televisión en nuestra casa. Eran los tiempos del blanco y negro, y se veía en tanto no hubiera tormenta en cien kilómetros a la redonda. Era un primero de abril, televisaban el Desfile de la Victoria, y estaba lloviendo en Madrid.

-¡Hija, hija! Mira como llueve y, ¡ me he venido en zapatillas!- Exclamó toda preocupada la buena de doña Felipa, señalando el agua de la pantalla.

Le gustaba a la mujer ver el telediario. Un día, refiriéndose a la locutora, nos comentó.

-Pero que educada es esta señorita. Siempre que vengo a verla, lo primero que hace es darme las buenas tardes…

Don Juan tuvo de todo: Un cierro en el Pindal donde sembró patatas, y cuatro o cinco vacas que él mismo cuidó. Jamás se quitó la sotana, y tan quemada del sol estaba, y tan lavada de los muchos aguaceros que le cayeron encima, que su color negro se había vuelto por algunas partes color paja, y por otras casi colorada. Las bocamangas y los bajos estaban tan roídos y deshilachados que más que sotana, aquello parecía los flecos de un mantón de Manila…

Tan poca pinta de cura llegó a tener el hombre, que un día de los muchos que la guardia civil daba batidas por el Monte Corona, tras las huellas de Juanín y Bedoya, se encontraron con él, y le bajaron detenido al centro de Caviedes, para que la gente les informara de si realmente “aquello” era un párroco o un maqui disfrazado.

En el amplio bajo de la casa Rectoral, se representaban “comedias” interpretadas por jóvenes del pueblo o de cualquier otro pueblo limítrofe, con el objeto de recaudar dinero para las fiestas, y en los entreactos se vendían números a real la tira de diez, para el sorteo al final de la representación, de una botella de coñác y otra de anís.

Junto a la casa de don Juan, había un par de cuadras con vacas, y un corral siempre lleno de estiércol donde las gallinas del vecindario se lo pasaban en grande. Después estaba un caserón viejo que más tarde repararon para vivir allí, Carmen y David con sus hijos Manolo, Florina y Pin. Luego otra cuadra y, por último otra casa que para ellos hicieron Antonio y Anita Castaño.

Delante de estas casas había otra con una pequeña cuadra tras ella, en la que vivió sola Felisa. Una tarde que por algún motivo que yo no supe, acompañé a mi madre a visitarla, esta anciana me ofreció en un plato de postre dos medios melocotones en almíbar. Era la primera vez en mi vida que yo veía esta fruta en conserva, y pensé que eran un par de huevos recién cascados en un plato.

Muchos, pero muchos años más tarde le conté esta anécdota a mi mujer, porque la anciana que tan generosamente me dio de merendar, fue su abuela paterna.

Jesús González ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Jesús, este pequeño trozo de historia y del recorrido por las viviendas de tu pueblo, me ha gustado aún más que los anteriores, ignoro el porqué, aunque, eso poco importa...
Abrazo. Lns