jueves, 9 de febrero de 2012

DE ENFERMEDADES.


Las enfermedades de cuando éramos críos, eran siempre las mismas. Lo más común eran los catarros, que curábamos a base de leche muy caliente con una copa de coñác dentro.

Siempre hubo confusión entre catarro y gripe.

-Esto es más que “catarru”. ¡Pues “menudu fiebrón” tiene “esti críu”!

Y a la leche caliente le añadían una aspirina, y después nos echaban encima de la manta otra manta, y si a mano venía, un par de ellas más para que lo sudáramos bien “sudáu”

A veces comíamos las manzanas verdes con tanto “sinciu”, que hasta el “gazpitu” roíamos, y nos entraba una indigestión y un dolor de barriga, que las madres se empeñaban en curar a base de manzanilla. Yo siempre fue incapaz de tragar las tisanas, y hasta sudores me entraban cada vez que mi madre me obligaba a tragar aquél brebaje. Y como consecuencia de ello, solía terminar agarrando el orinal que estaba debajo de la cama, para devolver todo lo que a mi madre le había costado una hora de trabajo para conseguir que lo tragara.

Si uno eructaba un poco más de la cuenta, enseguida decían que era por tener sucio el estómago, y te le limpiaban a base de aceite de ricino que no había dios que lo pudiera tragar. Pero de poco servía negarse uno a meter en la boca aquella pócima, pues te cogía el padre entre las piernas, te sujetaba bien los brazos, y te embarbaba con fuerza hasta conseguir que abrieras la boca; entonces la madre rápida como una escopeta, te metía a toda prisa una cuchara sopera hasta “el mismísimu gargüelu”, y te dejaba sin respiración. Después, para quitar el mal sabor, te daban café sólo sin azúcar, con lo que se terminaba cogiendo tanto odio al café como al purgante.

Como te dieran un poco más de la cuenta, ya podías tener listos los tirantes del calzón para soltarlos a toda velocidad mientras echabas a correr camino del gallinero, pues empezaban unos retortijones de tripas, que como te descuidaras un minuto, no te daba tiempo a llegar.

Le teníamos pánico a la visita del médico, porque siempre recetaba algo que daba asco tragar, o inyecciones, que era mucho peor. Llegaba don Tomás en su fiat“Balilla” de dos plazas, con un abrigo marrón y un sombrero de fieltro que se iba quitando mientras subía las escaleras de la casa, y al llegar a la habitación lo dejaba sobre una silla, para sacar el “fonendo” de un maletín negro. Nos mandaba subir la camiseta, se enchufaba las gomas en las orejas, y nos ponía sobre las costillas el “cristalucu” aquél más “fríu” que los “chumpos” de hielo que colgaban de las tejas del “tejau” las noches de helada.

-Respira fuerte, chico.- Decía el médico

-Anjea, “hiju”, anjea.- Decía mi madre

Después me mandaba abrir la boca y sacar la lengua. Cuando la tenía fuera me la aplastaba con una espátula acerada y enfocaba una linterna a mi garganta, y me empezaba a caer la baba por ambas comisuras de la boca y a sentir que me ahogaba, y me entraba una tos que mandaba a tomar vientos aquella parafernalia del médico.

Otras veces eran anginas. Mi madre decía que las cogí por mojarme los pies cuando fui a buscar cardos para los conejos a la mies de San Lorenzo. Entonces el médico además de enfocar la linterna al interior de la garganta, me la tocaba por fuera buscando los dos bultos que se formaban a un lado y otro de la tráquea. ¡No había quien tragara ni un buche de agua! ¡Como dolían las anginas! Por más que mi madre insistiera, en un par de días no podía tragar ni gloria bendita, que me dieran.

Entonces ella iba al gallinero en busca del mejor pollo que hubiera por allí, le sujetaba con ambas rodillas, y con la mano izquierda le apretaba el pico metido contra el pescuezo, mientras que con la derecha le quitaba unas cuantas plumas de la nuca, y cortaba profundo con un cuchillo bien afilado. Era inútil que animal “espatuleara”, pues de nada le iba a servir. La sangre caliente se recogía en una taza para más tarde comerla frita y picada como “menudos” en la sopa, y una vez cocido con puerros y zanahorias, me subía a la cama una taza de caldo con unas hebras de carne sonrosadas.

-Anda, que ni los “angelucos” del cielo lo comen mejor…

¡Pues ni por esas!

El sarampión nos llenaba el cuerpo de pintas rojas como si nos hubieran picado todas las pulgas del pueblo Nunca supe porqué a las bombillas que colgaban del techo de las habitaciones de enfermos con sarampión, las envolvían en un trapo rojo; pues así hacían cuando yo era crío. El sarampión también daba escalofríos, y tos, y mal cuerpo. Era además una enfermedad muy aburrida, lo mismo que las paperas; pues como decían que se “pegaba”, las madres de los críos que estaban sanos, no los dejaban que te fueran a ver .

Con las paperas se te hinchaba la cara como una luna llena, y además te ataban un pañuelo grande por debajo de la barbilla con un lazo en el alto de la cabeza que parecía las orejas de un conejo. Dentro del pañuelo ponían dos bolsas con semillas de mostaza calientes a un lado y otro de la cara. Aquello se asemejaba un poco a las anginas porque tampoco te dejaba comer. Era como si las mandíbulas se encajaran, como si necesitaran engrase como se engrasan las piezas de hierro para facilitar el movimiento….

Después había otras cosas peores, que yo nunca tuve. A unas les llamaban ganglios, a otras escrófulas… Los que padecían esto iban a tomar aguas a Narganes, un pueblín de Asturias al otro lado del río Deva. También había diviesos que solían salir en el “pescuezo”, orzuelos en los ojos, y “uñéos” en los bordes de las uñas, que como tropezaras el dedo gordo contra algo, te hacían ver las estrellas…

Y que no llegara a tu casa alguna vecina diciéndole a tu madre que te veía algo paliducho, por que entonces eran cucharadas de hígado de bacalao lo que te hacían tragar como reconstituyente, lo que suponía que otra vez tuvieran que abrirte la boca a la fuerza.

Yo prefería los parches “Sor Virginia” que te pegaban a la espalda para sacarte los dolores de la fiebre, o las ventosas que te ponían con vasos de cristal boca abajo y dentro un algodón mojado en alcohol y encendido. Cualquier cosa era preferible antes que los repugnantes aceites que te daban a beber…

Jesús González González ©

1 comentario:

María dijo...

Oye, Jesús, ¿tú sabes que Narganes es el pueblo de mi madre? Pues ni idea tenía de lo de ir allí a tomar esas aguas.
En fin, genial, como siempre.
Un abrazo
María