martes, 7 de febrero de 2012

MADURAR.


He leído en un romance sobre niños en el bosque.

Me han llevado a los caminos escarlatas que nacían por entonces, en mis venas, se cerraban por si mismos, de ilusiones desatadas en albores de mi vida, unas flores entre espesos ideales que almaceno en la memoria, de las ramas en que colgaban las cadenas de una historia, de los viajes a otros sueños, a otras lindes y fortunas, a veredas encerradas entre escajos, a los miedos que morían a la vez que la esperanza.

En el aire hoy resuenan las distancias, en el tiempo de la vida, en la humera de mi casa, donde aún crepita el fuego y se acoge la nostalgia, donde muchos de nosotros se miraron en la estancia de la historia y entre cariños, de familia y circunstancias, de la hora de los niños, de los juegos y del alba despertando a un nuevo día, ese o aquel que pernoctaba con nosotros en la almohada, y buscabas otros ojos y los dedos del amor que despedaza y renueva entre los lienzos y la espalda, entre abrazos de las pieles que acaloran y rematan los amores en pasiones, en riveras que se queman y se abrasan llenos de agua en los sueños caudalosos...

Y al final, despertabas sólo, sólo, abrazando aquella almohada como un niño agarrado a nuestro cuello, nos pidiera ¡otro cuento, otro, anda!...

Un retazo de recuerdos, la niñez, el camino al crecimiento, a sentirse otra vez en el bosque que no cambia, intentando ser el niño que se pierde y se espanta en la aventura al recorrerle, ahora ves que ¡no es tan grande, ni existieron tantos monstruos! Es el hueco en el descanso y el secreto de ese árbol que agiganta sus ramajes hasta el cielo, donde entrega a ese niño, aquel joven y al maduro que hoy recorre entre las piedras, el caudal de la esperanza...


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
7-II-2012

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