sábado, 4 de febrero de 2012

RECUERDOS AJADOS (VII)


(DE LA GENTE) LA COTERA -1

Tres casas en la Calle del Medio: La de Eusebia y Victoriano, la primera. Dos hermanos solteros y viejos que vivían solos porque sus otros hermanos y sobrinos estaban… Sí, también en Cádiz.

Por razones que se me escapan, “Sebia” odiaba a los críos. Bueno, lo de odiar igual es un poco exagerado, pero de lo que si estoy seguro, es que no nos podía ver ni en pintura. Nos llamaba “malcriados”, nos encontraba en todo defectos, y chismorreaba con todo el mundo nuestras faltas. Su hermano “Vitoriano” fue un buen hombre que vivió siempre en paz seguramente, porque le dijo a su hermana amén a todo.

“Varisto” y José Manuel se criaron con sus abuelos y su tía Cesárea, porque su madre tuvo que marchar a servir a Bilbao para poder criarlos. Cesárea se casó con Manolo, y éste fue para ellos un auténtico padre. Manolo era uno de los pocos privilegiados que había en el pueblo con medio de locomoción propio: poseía una bicicleta con manillar de carrera, que nos tenía encandilados a “Varisto” y a mí.

La guardaba en el patio de suelo de tierra que tenía la planta baja de la casa, y allí, desde una pared a otra, y metiendo una pierna por debajo de la barra, (porque si subíamos no alcanzábamos a los pedales,) aprendimos a montar en ella nosotros dos.

Cuando Manolo se iba a trabajar al “cierro”, sabíamos que echaba fuera de casa la tarde entera. Entonces, con la seguridad de saber que no nos vería, sacábamos la “bici”, y desde La Corraliega hasta la bolera, íbamos y volvíamos mil veces. Pero un día Manolo volvió antes de lo esperado. “Varisto”, que tenía una vista de lince, le descubrió de lejos, y ni cortos ni perezosos agarramos entre los dos la bicicleta, y la lanzamos por encima del muro de la huerta de “Sebia”.

Cuando Manolo llegó a nuestra altura, la vieja que estaba observándolo todo desde el balcón de su casa, le avisó:

-Mira a ver, hombre, que “aparatu” tiraron esos críos a “la mi güerta”…

Ya lo dijo don Juan, el cura, aquella mañana cuando antes de salir a decir la misa, le dijo al Nene de Nela que era uno de sus monaguillos.

-Asómate a ver si ya vino la Santa.

El Nene se asomó, vio a “Sebia” que era de misa diaria, arrodillada en su reclinatorio, y contestó:

-Si, don Juan, ya vino.

Y cuando casi estaba terminando la misa, llegó María, la hija de “el Santu de Lamadrid”, que era quien se la había encargado.

-Pero hombre, no te dije que miraras a ver si llegó “la Santa”, la hija del “Santu”…

-Yo pensé que lo de santa, lo decía “usté” por “Sebia”. Como viene “tos” los días a misa…

Y el cura respondió:

-¡Sebia santa!, ¡!Sebia demonio!!

Pegada a esta casa estaba la de Casimiro y Obdulia, que era hermana de Alicia, de “Faél” el cojo, de Miguel el de las Cuevas y de Josefa. Tenían una hija, Anuncia, unos años mayor que nosotros. Casimiro era cazador y tartamudo. O tartamudo y cazador, lo que quiere decir que cuando no se le encasquillaba la lengua al hablar, se le encasquillaba la escopeta cuando por los praos de “Domiñana” levantaba alguna liebre.

Y pegada a la de Casimiro, estaba la casa de Concesa. Concesa, era mucha Concesa. Pausada, bonachona y gorda, fue madre de Tina la de Baltasar, de Ramona, la que se crió con Rosaliuca, de Margarita, de Matías, de Rosendo y de Nano. Y seguramente no fue madre de muchos más, porque Matías, el marido,(que a su vez era hermano de Casimiro, de Mena, de Anuncia la monja, y alguno más,) emigró a Méjico buscando fortuna, y nunca más volvió.

Cuando yo tuve noción de las cosas, sólo vivían con ella su hijo Matías, y Margarita. Los otros hijos… ¡justo!, ¡Eso! Los hombres trabajando en Cádiz, y las hijas casadas.

Matías, que siempre usó gafas, porque tenía perdida la visión de un ojo, y muy delicada la visión del otro, fue uno de los clientes asiduos de Agustina la tabernera. A un costado de la taberna había una huerta, y en la huerta un par de perales con unas peras que quitaban el hipo. Algún chaval estaba encaramado en uno de los árboles, y Matías desde abajo le pidió que le tirara una pera. Fue el último día que el infeliz miró al cielo. La fatalidad quiso que el rabo de la pera se le clavara en el ojo bueno, y quedó ciego para siempre. Compensó la desgracia de la ceguera aumentando el consumo en casa de la tabernera. La tragedia continuaría por dentro, pues por fuera, con la ayuda del vino siguió cantando y disfrutando a su manera.

Concésa y Casimiro además de cuñados eran vecinos. Y hubo al menos un tiempo, en el que por razones que yo ignoro dejaron de tratarse. Los que viven en las aldeas lo saben de siempre, y a los que no viven, se lo digo yo ahora: En los pueblos de La Montaña, (ahora se dice Cantabria), la mitad de los vecinos están reñidos con la otra mitad. Pero eso no tiene ninguna importancia, porque la gente riñe por aburrimiento, por tener un tema nuevo de que hablar, porque “el tu perru me ladró”, o el “güevu” que cogiste de aquél “matu”, púsole una gallina mía, y no la tuya”, pero en el fondo todos se quieren. Esto es así, aunque de vez en cuando se den de hostias.

Pues bien, un día Concesa recibió una citación del Juzgado de Paz de Roiz, por una denuncia puesta por su cuñado Casimiro, y ahí tienes a la buena mujer caminando hasta Las Cuevas, con el calor que apretaba, con los kilos que pesaban, y con la cuesta arriba de El Solar que la subió soplando y resoplando. Cuando se encontró ante el juez, este la informó de que su vecino la acusaba de que cuando ella estaba en el portal de su casa, y él pasaba frente a ella, la mujer se agachaba de espaldas a él, y soltaba ventosidades.

- Mire “usté” señor juez, explíqueme las cosas claras, que yo soy un “pocu” tonta, y no entiendo eso que me dice de los vientos… ¿Es que va a llegar algún vendaval…?

Jesús González ©

No hay comentarios: