miércoles, 15 de febrero de 2012

RECUERDOS AJADOS (IX)


(LA COTERA) III

Mirando al “Prau la Casa” está la casa donde vivió Irene.
Construida en aquél vericueto de barro rojo, era casi lo primero que veía el visitante en cuanto doblaba la Rotella para dar vista al pueblo. Con la fachada encalada mirando a poniente, y al sur el portalón de barro en el que había un gallinero con dos docenas de gallinas pedresas y un gallo pendenciero y presumido que se pavoneaba arriba y abajo luciendo sus plumas rojas y doradas.

Irene era menuda, con gafas de cristales redondos y el pañuelo negro atado a la cabeza en torno a la nuca. De piernas flacas como las de un jilguero, parecía no pisar en el suelo cuando caminaba. Vivió siempre con su hijo Adolfo, y éste se casó con Josefina, que procedía de San Vicente del Monte. Cuando Irene murió, Adolfito, que como su madre, era hombre de “pocas chichas,” ejercía de guardamontes, y se pasaba los días en el Monte Corona vigilando para que las gentes de El Tejo o Rioturbio no cortaran árboles pertenecientes a Caviedes

Después Adolfito enfermó. Los primeros síntomas fueron la cantidad de mentiras que por las noches contaba en la taberna de Agustina. Narraba peleas increíbles con gentes de Udías y de Treceño, que intentaban llevarse hayas y robles enteros del monte. Se le fue agravando la mente, y también el cuerpo, hasta llegar a no poder salir de la cama, y se volvió agresivo. Adolfo tenía un primo en San Pedro, y para ayudar a Josefina a cuidarle, se vino a vivir con ellos.

Un día le fue a visitar don Juan el cura, y Adolfito le echó de la casa a cajas destempladas, diciéndole que no era a verle a él, a lo que venía. ¡Que iba únicamente con la intención de acostarse con Josefina! Seguro que el pobre don Juan no se acostó, ni tan siquiera se le pasó por la cabeza. ¡Con el miedo que don Juan tenía a las mujeres! Pero cuando Adolfito murió, su primo Antonio que ya no tenía que cuidarle, continuó viviendo el resto de su vida con Josefina. ¡Algo habría visto el loco, cuando descargó sus sospechas con el pobre cura!

Pegada a esta casa estaba la de Efigenia que fue hermana de Carolina, la del Palacio, y de Marcelina la del Cotero. Supongo que fue soltera, y sin duda por eso crió como si fuera hija, a su sobrina Ángeles. Esta se casó más tarde con Laureano el de El Tejo, y tuvieron dos hijos, Llanín y Angelines. A Efigenia se la conocía siempre con un aspecto pulcro, bien vestida, y bien peinada, se me antojaba a mi que tenía toda la pinta de ser ama de cura.

Tenía fama de preguntona, de querer saber todas las cosas. Yo siempre me dije que el querer saber, no es ningún defecto. Es más bien una virtud, un deseo de superación. Pero por lo visto lo de Efigenia no iba tan lejos. A ella le bastaba saber las cosas cercanas, o sea, lo que se guisaba en cada casa, porqué no se llevaban unos vecinos con otros, y cosas por el estilo. Que teniendo en cuenta que en aquél entonces no había radios ni televisiones donde el cotilleo fuera mayor que el suyo, tampoco era tanto lo que quería saber la pobre mujer…

Un poco más arriba estaban las casas de Alejandro y Nel Posada. En este caso eran ellos los viudos, porque recuerdo a los hombres y no a sus mujeres. La casa de Nel Posada la compraron muchos años más tarde Manolo el de Flora y la Nena de Tadeo, quienes pasando otro montón de años, compraron también la de Alejandro…

Pero vuelvo a la época de Alejandro, y le recuerdo sentado en un banco largo de madera que había en el portal de su casa. Acababa él de llegar de algún prado que tenía por Campaña, y relataba a no se quien, que a tanto no me llega la memoria, que al cruzar la “carretera general” para coger el callejón de Jocejo, paró de improviso un coche donde viajaba un hombre solo, para preguntarle si sabía si por allí habría alguna mujer que previo pago se acostara con él. Al ver el hombre la cara de incredulidad que debió poner Alejandro ante semejante pregunta, se apresuró a añadir: “Oiga, mire, que si me acompaña, también le pago a la mujer, para que “eche usted con ella una cana al aire”

¡Para “canas al aire” estaba el bueno de Alejandro! Tan viejo y menguado, que mientras lo contaba además de estar sentado en el banco, tenía que sostenerse agarrado a su cachava…

Con él vivía su hija Ángeles. Ángeles y Fausto, su marido, fueron mis padrinos. Fausto había pasado su juventud embarcado como camarero del trasatlántico Cristóbal Colón, hasta el día en que el buque se perdió para siempre, encallado en las Islas Bermudas. Fausto no volvió a navegar, y como consecuencia de ello, yo dejé de recibir aquellas latas de sabrosísimo cacao que solía traerme de La Habana.

Jesús González González ©

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