jueves, 16 de febrero de 2012

RECUERDOS AJADOS (X)


(LA COTERA IV)

Estaba luego la casa Virginia y Mercedes, otras dos hermanas ancianas que supongo murieron solteras y vírgenes, porque en aquella época ambas cosas solían ir unidas. Cuando no iban unidas, es decir, cuando lo de la virginidad se lo saltaban a la torera, había tal desconocimiento de los métodos anticonceptivos, que empezaba la cosa por engordar las barrigas, seguían las murmuraciones del pueblo en masa, se santiguaban las mujeres desde la frente hasta el ombligo, se sonreían con sorna los hombres, y a los pocos meses nacía lo que despectivamente solía llamarse “un bardaliegu”. El “criaturu” llegaba a este mundo con el “sanbenito” colgado para siempre sobre su estampa, y la honra de su madre quedaba tan caída por los suelos, que solo podía levantarse, (y no totalmente), si encontraba un hombre con un par de pelotas que se casara con ella.

A casa de Virginia y Mercedes solía venir Donato, un sobrino de ambas nacido en Cádiz pero avecindado en la capital de España, y que debió vivir una vida avanzada como cien años luz sobre la que llevaban las tías que le acogían en el pueblo. Fue modelo fotográfico de algunas
tarjetas postales con las que en aquellos tiempos se felicitaban las parejas de novios más cursis, y vivió entre otras cosas, de escribir novelas policíacas que se publicaban bajo el seudónimo de Don Lassister. Por lo delicado de sus modales, y porque sin duda fue uno de los primeros hombres en España, y el único en Caviedes en aplicarse cremas perfumadas después del afeitado, fue siempre motivo de críticas y sonrisas mal intencionadas

Años más tarde después de morir Virginia y Mercedes, compraron la casa Manuel Castaño y Elvira que hasta ese momento habían vivido en El Robreo.

Unida a esta casa había otro edificio que yo siempre conocí en ruinas y que nunca tuve claro si en sus buenos tiempos había sido una casa o una cuadra. Y pegada a estas ruinas, la señorial casa de Mena.

Grande, un amplio portal protegido con altas verjas de hierro en el que había sillones de mimbre, decorado con plantas exuberantes… En el piso alto además del balcón, un mirador acristalado y con visillos blancos de finos bordados, y al lado una huerta con una palmera enorme; la única palmera que hubo en el pueblo durante muchos años, y un par de albaricoqueros cuyos frutos maduros hicieron las delicias del pueblo entero.

Esta familia vivió muchos años en Cádiz de cuyo Ayuntamiento, Antonio García, el marido, había llegado a ser alcalde. Ellos, los García, aunque oriundos de Caviedes, eran de los jándalos con más antigüedad en Andalucía, y como casi todos los montañeses, sus negocios allí fueron de hostelería.

Antonio buscó mujer entre las hijas de su hidalga tierra, y se casó con Filomena, una prima de mi madre que se adaptó fácilmente a la vida en Cádiz, y al traqueteo de un par de días en tren para volver al pueblo en verano, y otro par de ellos para regresar después al sur.

Fueron víctimas de nuestra guerra civil, que los maltrató y tuvieron que vivir como refugiados en Chinchilla, en la provincia de Murcia, y cuando al fin pudieron regresar a Caviedes con sus hijos Antonio, Maruja y Menita, se quedaron para siempre.

Mena fue una mujer hermosa. Incluso en su vejez, que fue cuando yo la conocí. Se quedó viuda al poco tiempo de reinsertarse en Caviedes, y conservó siempre un semblante agradable y una sonrisa permanente. Relataba mil historias de sus vivencias por otras provincias, más si he de quedarme con alguna para transcribirla aquí, me quedo con una que contaba de su padre, para no romper el hilo de las narraciones de nuestra tierra:

El padre de Mena fue con otro hombre de Caviedes a la feria de de San Mateo a Reinosa. Andando, si hombre, andando ¿Cómo crees que iban a ir a entonces los que no alcanzaban a tener un caballo? La noche les sorprendió pasados los últimos pueblos de Cabuérniga, y ni idea tenían de donde iban a dormir. Vieron a lejos la luz de un farol de aceite que se movía, y acudieron a ella como acuden los mosquitos. Era una cabaña de pastores. Llamaron, y un hombre con barbas de ocho días les abrió la puerta. Le explicaron de donde venían y a donde iban, y le pidieron si pagando su porqué, podrían dormir en el pajar. Les dijo que sí, y los invitó a pasar y a calentarse cerca de la lumbre encendida.

Se abrió de nuevo la puerta y entró el farol encendido iluminando un rostro de pocos amigos de la mujer que le portaba.

-¿Y quienes son estos?-Preguntó inquisidora.

El pastor se lo explicó, y sin terminar de hablar, la mujer del farol le arreó dos sonoras bofetadas.

-¿Como los dejaste entrar sin ”el mi permisu”?- Le dio un buen “esmingón”, y volvió a salir a la calle.

El pastor lloroso, los miró, se encogió de hombros con resignación, y entre dientes les interrogó.

-¿Qué les “paece” la mujer que tengo…?

El padre de Mena, consolador él, le respondió.

-¡Ay, buen hombre! No queje “usté”, que de lo “malu” “malu”, al menos le deja llorar. A mi, la mía me pega, ¡y encima no me consiente que llore!

Frente a la casa de Mena, está la “Casuca” dentro de un prado grande cerrado de “morio”. Tenía naranjos y otros frutales en la facha principal que da al sur, y permanecía cerrada prácticamente el año entero. En verano la ocupaban un par de meses una anciana llamada María García, y su hija Lourdes. Sí, de Cádiz, venían ellas, ¡de donde si no iban a venir!. María era hermana de Antonio el marido de Mena. María tenía un ojo que a mi me traía por la calle de la amargura. Atraía mi mirada como si tuviera un imán. Yo le miraba, y él me miraba a mí con una insolencia terrible. Me miraba fijo, siempre fijo; fijo, mientras su compañero iba y venía de un sitio para otro. Más tarde supe que la mujer era tuerta, y que el ojo de mirada insolente era una prótesis de cristal.

Fue la madre de Guillermo, de Julián, de Antolín que se casó con mi tía Andrea, y tuvieron en Cádiz el restaurante “Los Gallegos”.

Todos ellos vivieron siempre en la “Tacita de Plata” con negocios de hostelería, menos Manolo el maestro que se casó con Paca la de María, y se quedó en “La Montaña” ejerciendo la docencia en las escuelas de Roiz y después en las de Caviedes. Lourdes, que fue la única hembra de los hijos de María, se quedó de por vida con la mentalidad de una niña de siete años.

Jesús González González ©
Febrero 2012

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