domingo, 22 de enero de 2012

RECUERDOS AJADOS (IV)


(DE LAS GENTES I ) LA CORRALIEGA

Las viejas más viejas que recuerdo, entre las que se encontraba mi abuela Lorenza, parecían todas ellas hermanas gemelas porque las unía la vestimenta que era idéntica en todas. Faldas negras hasta los pies que tapaban las negras medias de algodón. Una blusa si no negra, gris oscuro, ¡muy oscuro!. Pañuelo negro en pico a la cabeza, y una toquilla de lana negra sobre los hombros. Negras también las zapatillas de paño, e incluso el delantal de popelín siempre viejo, era negro para no variar. ¡Hasta la faltriquera donde guardaban los más insospechados objetos, era negra!

Los viejos fueron menos viejos que las viejas. Me lo parecieron a mí, porque al menos no vistieron tan estándar. Recuerdo pantalones de pana marrones o negros, o azules de mahón. Camisas de cuadros o rayas, y la boina negra siempre quemado el color por los rigores del tiempo. Una colilla apagada del cigarrillo de picadura pegada en la comisura de los labios, y los pelos asomando por las fosas nasales que parecían querer competir en largura con los que les asomaban por las orejas… Y las toses de tanto tabaco, las venas del cuello hinchadas de tantos esfuerzos y los pañuelos de cuadros grandes como sábanas para limpiarse los ojos llorosos, las húmedas narices, y las babas de aquellas toses… Y en los bolsillos los paquetes cuarterones de aquél tabaco barato y leñoso, y un chisquero enterrado en el metro y medio de mecha amarilla liada a su entorno…

Las gentes que vivieron en mi pueblo en los años de mi infancia se fueron sin pena ni gloria como se fueron multitud de antiguas generaciones, como nos iremos los presentes, y seguramente como se irá otra multitud de generaciones futuras. Pero en mí, dejaron un recuerdo entrañable porque con solo su lucha por la supervivencia me enseñaron a amar la tierra en que nací.

Es la tierra bendita donde descansan para siempre mis propias raíces, la tierra cuyos frutos comí y me hicieron crecer hasta hacerme un hombre, la escuela donde aprendí que la eme con la a dicen “ma” y que la pe con la e, dicen “pe”. Allí está en templo en que mi madre rezó, y el campo que empapó el sudor que mi padre derramó mientras trabajaba...

Vine a este mundo en el barrio de La Corraliega, y por ello para mí es el más entrañable. Abajo de todo, dos casas de enormes arcadas de piedra cuyos escudos indican que en tiempos pretéritos ambas unidas fueron mansión de algún hidalgo, dieron cobijo la primera a Sotero y Ludivina con una reata interminable de hijos que fueron compañeros de mil juegos disparatados, y después que esta familia buscó otro acomodo, la ocuparon Chuchi y Rosario con sus hijos Angelín y Tomás, con quienes tan pronto reíamos a carcajadas por la mínima tontería, como que por esa tontería mínima nos partíamos las narices a puñetazos.

La segunda casa, generalmente cerrada, se abría en verano para acoger a Alicia y a sus tres hijos, Tinín, Juanita y Cleti, en tanto Agustín continuaba atendiendo su bar en Cádiz, que sólo cerraba los quince últimos días de Septiembre para venir a clausurar el veraneo de la familia. Cuando Agustín enfermó decidieron quedarse definitivamente en Caviedes, y sus hijos pasaron a ser miembros permanentes de la legión infantil del barrio, que en sus correrías y juegos tronchaba maizales y alubias por los campos cercanos.

En la siguiente vivíamos nosotros: mis padres, mis dos hermanas y yo, junto con mi tía María, una hermana de mi madre que nunca se casó, porque según decía esta última, María no quiso a los de a pié, y los de a caballo pasaron de largo.

La soltería de mi tía se manifestaba continuamente en sus pequeñas manías e intentos de independencia. Le gustaba cenar sola, antes o después de la familia. Había en la cuadra una vaca llamada Bonita que era sólo de ella, y la mimaba y le llevaba panojas escondidas en el seno, como si llevara golosina alguna para el sobrino predilecto. Hizo realidad lo de “soltera para vestir santos” porque dedicó la mayor parte de sus tardes, al menos en los últimos años de vida, al cuidado y limpieza de la iglesia del pueblo, lo que nunca impidió que cuando tropezara con algún contratiempo, se acordara de San Pedro y algún otro inquilino de la Corte Celestial, y no precisamente para bendecirlos.

Seguía a la nuestra una casuca de planta baja y suelo de tierra donde vivieron José Olano y Anacleta, unos ancianos cuyos hijos habían emigrado buscando una vida mejor, y pegando a ella, otra casa derruida que fue escenario de mil juegos y aventuras infantiles, donde anidaron “raitines” y “pisonderas”, y en las noches de luna llena cantaron los cárabos, según decían los viejos, presagiando mil desgracias venideras.

Después la casa de Vicente Cofiño, el patriarca de la saga de Cofiños que habían de repartirse por la zona. Había llegado allí desde algún pueblo de Asturias como casero, junto con su familia. Su mujer Esperanza fue para mí como una segunda abuela. Allí nacieron sus nietos José Manuel, y Evaristo, que había de ser mi amigo del alma hasta que dejó de vivir.

Tengo grabada la imagen de “tiu Cofiño” siempre con barba de cuatro días, como si en lugar de afeitarse, se las cortara con unas tijeras. Siempre sentado en su banco de hacer tarugos, con madera y una azuela entre las manos. O arañando con la “legra” el interior de las albarcas recién hechas, para que el pie se sintiera cómodo dentro de aquel calzado de madera que tanto hombres como mujeres, y ancianos como jóvenes o niños, calzábamos en cuanto cuatro gotas de agua caídas del cielo humedecían el suelo que pisábamos.

La humedad del suelo era persistente. No existía ningún tipo de pavimentación. Piedras y tierra mezclado con excrementos de los animales domésticos fueron el motivo que dió origen al acertado empleo de las albarcas.

Recuerdo las cálidas primaveras cuando enjambraban las colmenas que tiu Cofiño tenía entre las perfumadas azucenas del huerto. Como una nube negra que se elevaba en el cielo, comenzaba a alejarse en enjambre, y tras él todos los críos del barrio haciendo sonar una cacerolada y tapaderas unas contra otras, porque aseguraba Cofiño, que el ruido las aturdía y hacía que descendieran y se agruparan sobre cualquier matorral cercano. Arrimaba bajo ellas un dujo vacío y abierto por arriba, sacudía la rama donde estaban apiñadas, y una vez seguro de que la reina estaba dentro, colocaba la tapa. Al atardecer del día siguiente cuando todas “las moscas” se habían calmado, trasladaba la colmena al huerto, aumentando así su preciada ganadería…

Otra de sus facultades era el amaestramiento de córvidos. A cuervos y urracas que cogía de los nidos siendo polluelos, los metía en jaulas que solo abría para que comieran de su propia mano. Cuando comenzaban a volar se ponía a cierta distancia de la jaula abierta obligándoles así a desplazare hasta él para comer. Mas tarde nunca cerró las jaulas. Volaban por los alrededores de las huertas cercanas, y venían siempre a la misma hora a comer de sus manos. Las urracas, ladronas ellas por naturaleza, traían a la jaula dedales, tijeras y hasta gafas si eran de montura metálica y brillante, que robaban de los balcones de las casas vecinas.

Separada de la fila de casas, y a un lado de la encrucijada de caminos que llevan desde La Corraliega al centro del pueblo, al Cotero, y el Alberán, estaba la casa de “Mauca”. Salvo que tenía el suelo de tierra, no recuerdo otra cosa del interior de esta mísera vivienda, lo que da fe, sin duda, de que aquella vieja nunca dio confianza a la gente menuda. Frente a la casa una morera enorme, a cuya sombra se solazaron las gentes del barrio las tardes de estío. Nos disputamos los críos poco menos que a patadas con gallinas y cerdos, las moras maduras que caían al suelo. Y las que aún permanecían arriba en el árbol, lucharon por ellas a picotazo limpio los miruellos y estorninos.

“Mauca”, que vivía sola en los años de mi infancia, tenía una hija que marchó muy joven a servir a San Vicente de la Barquera, y un hijo, Laureano, casado con Nela, una prima carnal de mi madre.

Nela, según contaba mi madre, tenía que dar muy pocas gracias a Dios por la esbeltez y belleza que había dado a su cuerpo. Fue en su juventud baja de estatura, ancha de cintura, y no muy agraciada de cara. Tenía, eso sí, unas glándulas mamarias que no pasaban desapercibidas. Por eso, cuando Laureano dijo que se casaba con ella, su madre, queriendo buscar algún encanto a la novia, comentó con las vecinas del barrio:

-“Pos” que queréis que “vos diga”… Guapa, no es guapa. Y “güena” moza “tampocu” Pero “tién” una “espetera” que, ¡quien verá “al mi Lauriano jocicar” allí!


Jesús González González ©
Enero 2012

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Qué manaera de vivir aquellos tiempos con tus letras que fueron raíz de una inmensa mayoría de nosotros!
Raigambres, vivencias, telas, modas, artesanía, costumbres y esa vecindad que era casi obligada, la comunicación entre las gentes, compartir lo que había y para eso que llamaban "panes prestaos".
¡Estupendo amigo Jesús, un escrito que tiene mucho que enseñar de los esfuerzos de entonces y así apreciar lo que poseemos ahora.
¡Precioso! Lns