jueves, 12 de enero de 2012

RECUERDOS AJADOS, (III)



(DE LA HIGIENE)

Ni en sueños imaginábamos el agua corriente dentro de las casas. El agua más cercana a mi casa estaba en la Fontana, una especie de charca que había debajo de la Peña de la Canal, hoy desaparecida. Estaba llena de renacuajos, que nosotros llamábamos “perras”, y nos entreteníamos “espanzurrándolas”, como nos entreteníamos también organizando carreras de moscas a las que previamente habíamos arrancado las alas.

El agua de la Fontana no era potable. La íbamos a buscar en “calderos”, ( cubos de cinc,) y se usaba para “fregar la vasa”, los suelos, y para lavarnos la cara y las manos, cuando nos las lavábamos.

Para fregar la “vasa” previamente se calentaba el agua, colgando el “calderu negru” del “rejeru” ( cadena de hierro,) pendiente sobre la lumbre del llar. En aquél agua caliente se desengrasaban platos, tazas y cazuelas, sin necesidad de jabón o detergente alguno. Mejor decir sólo sin jabón, que de detergente, en aquellos tiempos ni la palabra conocíamos. Una de las razones por las que no se usaba jabón, era que, en aquél agua engrosada con los restos de comida, se cocían las “peladuras” de patatas, nabos, o gamones buscados en el monte, y después se daba de comida a los “chones” del cubil. Otra razón, supongo, era el ahorro de jabón, que a los platos, con tal que no les quedara algún trozo de berza pegado, bien limpios estaban para comer al día siguiente

Mi madre me bañaba los sábados por la noche. Una bañadera grande de cinc en medio de la cocina, y sobre el fogón cerca del fuego si era invierno. La mediaba de agua caliente, me ponía dentro desnudo, y mientras buscaba un trozo de trapo viejo o esparto de cáñamo, solía decirme: “Que remoje bien “toa” es roña que tienes en los corvejones”…

¡La cara! la cara y las orejas eran lo que más me fastidiaba que restregara. Porque eso es lo que hacía, restregar. Muchas veces me daba la impresión que hasta “restriegos” de piel, me arrancaba con su estropajo. La cara prefería lavármela yo sólo, pero ella se negaba en redondo asegurando que no lo hacía mejor que los gatos. “Pues me iré a que me la lave Ludivina, que ella no aprieta tanto”. Ludivina era una vecina que tenía una “lechugá” de críos, y alguna vez la vi escupiendo sobre la cara de alguno de ellos, y luego pasarle la punta del delantal, para quitarle lo sucio.

El agua para beber lo íbamos a busca en botijos a la fuente de San Justo situada al lado de la iglesia Eso generalmente lo hacían mis hermanas al caer las tardes. Ellas, que eran mayores que yo, sabían que a esas horas solían los mozos llevar las vacas a beber, y el bebedero estaba pegando a la fuente…Ya lo solía decir mi abuela Lorenza, “cuando asoma la barba, y apunta la teta, !castañeta!”

Por las noches antes de irme a la cama siempre salía a mear al corral. Trosqui, que fue el perro que más quise yo en este mundo, lo sabía muy bien, y esperaba fielmente mi salida para acompañarme en la faena, y levantaba su pata derecha sobre la misma pared que yo mojaba. En las mañanas salía siempre medio desnudo a soltar el chorro por entre los tornos del balcón, cerrando y abriendo el grifo para hacer impulso y salpicar las piedras más lejanas.

Para hacer necesidades mayores iba al gallinero. Las gallinas se ponían como locas de contentas en cuanto me veían. Lo solía decir Nelucu el de María: “A esa muchacha le gustan los muchachos, más que a los pollos la mierda.” Oye, que como tardara un poco en soltarlo, el cabrón del gallo empinaba la cresta y me miraba con un gesto de desafío, intimidándome como diciendo: “!A que te lo saco yo a picotazos!”

Cuando fui un poco mayor, dejé el gallinero sin que nadie me lo indicara. Con el buen tiempo me metía entre los maíces de la huerta, y mientras hacía fuerza me divertía poniéndome como bigote las barbas de las panojas. Las hojas anchas de las alubias con su envés esmerilado son el mejor sustituto del papel higiénico.

Con frió no era recomendable salir al intemperie, aunque no dejaba de tener su morbo sentir las hierbas heladas rozándote el culo. Pero era preferible el calor de las vacas en la cuadra. Además las vacas no se parecen en nada a las gallinas. Las vacas ni se inmutaban. Y si me miraban no era como exigiéndome que les diera algo. Mas bien parecían decir.”Tranquilo, tranquilo muchacho, y no te de pereza bajarte los pantalones, que nosotras te daremos calor con nuestro aliento”. Mientras hacía lo que tenía que hacer aprendía a pensar e incluso a filosofar pensando lo diferentes que eran las vacas de las mujeres en cuanto al pudor. A las unas no les importaba un comino enseñar sus cuatro enormes pezones, mientras mis hermanas se escondían de mi, para que no les viera los dos tan chiquitucos que ellas debían tener…

Jesús González González ©
Enero 2012

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