miércoles, 11 de enero de 2012

RECUERDOS AJADOS (II)


(DE LA GUERRA)

Son muy débiles las imágenes que conservo. Aviones. Aviones todos los días. Aviones grandes potentes de vuelo lento. Seguramente bombarderos. Y aviones pequeñísimos y rápidos que se movían como vencejos en primavera. Seguramente cazas.

De los unos y de los otros, recuerdo el sonido de las consecuencias: Explosiones sordas y lejanas, de las bombas. Tableteo de explosiones, como repique de castañuelas, de las ametralladoras aéreas.

Una tarde vinieron unos milicianos en una camioneta y se llevaron al cura. Decían los viejos del pueblo que le llevaban “al barco”, que bien le habían advertido ellos que se escondiera. Algunos días más tarde, y como algo que no se podía comentar en público, corrió de casa en casa como un susurro, la noticia increíble y triste de que le habían matado despeñándole por el faro en Santander.

Los críos estábamos en la calleja, porque ni siquiera arrimarnos al jardín de la iglesia, nos dejaban. Como hipnotizados mirábamos al campanario donde trabajaban unos hombres de buzos color caqui, y cayó una campana sin casi darnos tiempo a ver como caía. ¡Dios! ¡Que trompazo contra las piedras del suelo! Después de caer la otra, nos dejaron entrar. El bronce de una se ajó sin más. La otra se partió en tres trozos que no pudimos mover.

Había sido mucho más divertido la semana anterior. Iban a convertir la iglesia en un almacén de piensos, y no se si fueron los mismos hombres que tiraron las campanas, o fueron otros los que hicieron una hoguera en el jardín para quemar las cosas que no servían Al principio me dio pena ver como ardían las casas de corcho con las que don Bernardino, el cura, hacía todos los años el Nacimiento. Después añadieron manteles y ropas de decir misa, y las llamas se hicieron tan altas como los árboles del jardín. Entonces echaron las cruces de madera, y las imágenes de los santos… Nos dejaron jugar con el fuego, mientras uno de aquellos hombres empezó a cantar mirándonos a nosotros, como invitándonos a seguir su canto: “Si los curas y frailes supieran, la paliza que van a llevar, subirían al coro gritando, libertad, libertad, libertad.”

Otra vez volvieron los aviones. Lejos, muy lejos estallaron de nuevo las bombas, y en mi casa se paró la actividad. Mi padre abandonó el trabajo de la huerta y volvió a la cocina. Dejó mi madre de soplar los tizones de la lumbre para rezar mirando al cielo. Se acercaron mis hermanas al fogón sin pronunciar palabra, y me apretó mi madre contra sus faldamentos negros. Se miraron sin decir ni pío, y miré yo a los cuatro sin atreverme a preguntar que estaba pasando. Pero nos agrupamos todos en torno a las faldas maternas como se agrupaban los pollos diminutos bajo el ala de vieja y sabia gallina, cuando el milano planeaba sobre el gallinero en redondo, allá en lo alto.

Seguro que mis padres atendían en silencio tratando de adivinar si las explosiones se acercaban… Eran minutos de angustiosa espera hasta que en el aire se volviera a escuchar de nuevo el silencio. Entonces, cada cual reanudaría su faena.

Y se iba deprisa, corriendo, a buscar la yerba verde recién segada para que comieran las vacas, y a la fuente a por agua para casi a media tarde guisar con dos hojas de laurel las patatas de la cena. Después, dos colchones sobre la burra, y más patatas en una cesta. Y chorizos, y borona. Y las mantas viejas de la casa. Y…

-Vamos hombre, arrea “esi” animal, y déjate ahora de liar cigarros. A ver si llegamos a la mina antes de que esos demonios de aviones “güelvan”…

Y en las callejas del pueblo se movieron deprisa las gentes y los burros cargados de enseres camino de Rosanías unos, camino de La Rotella otros, buscando cada familia la bocamina que consideraba más segura para pasar la noche, resguardados de las bombas…

Media docena de soldados maltrechos, y más tarde diez o doce milicianos más con las botas rotas y barbas de quince días. Y las mujeres de Caviedes cociendo alubias sobre una lumbre improvisada junto a un regato al lado de la mina abandonada… Se les salían los ojos desorbitados ante la borona amarilla y dulce, y comieron de los platos desportillados que las mujeres les ofrecieron, como comen los perros famélicos tras una jornada agotadora de caza.

El zumbido sordo y lejano de los aviones puso a todo el mundo en movimiento. Apagaron con rapidez los fuegos donde cocinaban, y recogieron las ropas lavadas que habían puesto a secar sobre los matorrales. Entramos corriendo en la mina, y de nuevo en la oscuridad del recinto como el eco de un susurro pasó el aviso de boca a oreja, otra oreja, otra, otra…

-No habléis de rojos ni de nacionales. Hay con nosotros unos “soldáos” con fusiles, que como oigan algo que no les guste, nos pueden matar a “tóos” juntos aquí “mismu”…

Se escuchó explotar una bomba. Zumbaron como con rabia los motores de los aviones. Otra bomba. Y otra, cada vez más cerca. De la techumbre de las mina se desprendió polvo y media docena de piedras. Las madres cogieron sus críos y con la mano les taparon la boca para que no gritaran, al tiempo que lloraban en silencio. Las viejas pasaron las cuentas de los rosarios negros, y besaron las cruces plateadas…

Los oídos alerta, hasta que de nuevo reinó el silencio. Entonces los hombres volvieron al pueblo, y cuando regresaron explicaron a todos, los hoyos que hicieron las bombas en los prados de los alrededores. La única caída dentro del pueblo fue en el jardín de la iglesia, y quedó medio enterrada en el suelo sin explotar.

Creo que fue al día siguiente cuando se escuchó el fragor de los cañones. Sobre los tejados de las casas silbaron los proyectiles que del monte Corona iban al “Picu de la Caparuca”, y los que desde “La Caparuca” iban al monte Corona. En medio estaba el pueblo, y en el pueblo estábamos nosotros.

Y las mujeres volvieron a rezar a un Dios que últimamente habían aprendido que no existía.

-Por si “acasu”…

Lo último que recuerdo de aquella guerra son las riadas de soldados bajando al pueblo por los altos de la Gerra y Las Espinas. Venían con la sonrisa del triunfador, y montaron sus tiendas en los prados del Alberán y en la bolera del centro del pueblo. Nos deslumbraron abriendo para nosotros latas de sardinillas en aceite de oliva que nos supieron a gloria.

La pesadilla de los aviones, terminó aquél día.

Jesús González González ©
Enero 2012

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