jueves, 26 de enero de 2012

EL ARCHIPIÉLAGO


La mesa era de poliéster con manchas que imitaban el mármol, y sobre ella había extendido Ramón el tapete verde: Oros, copas, espadas y bastos.

-Son copas, Adolfo. Das tú. –Dijo Luís mostrándole la carta.

Adolfo barajó, y depositó el montón de cincuenta cartas sobre la mesa para que cortara Marcos que estaba a su izquierda. Después, como casi todas las tardes del invierno, repartió siete cartas a cada uno de los cuatro que ocupaban sitio en torno a la mesa. Dispusieron el material de juego cada cual en su mano izquierda, contemplaron un solo instante las cartas tenidas en suerte, y sin mediar palabra, todos escudriñaron las caras de todos. Comenzaba la habitual partida de “Chinchón”. Nada serio, porque se trataba únicamente de pasar las tardes, y solo se jugaban el importe de las consumiciones.

Tomás nunca jugaba, pero se había convertido en un miembro más de aquella pandilla de amigos, desde que un día, hacía ya la friolera de tres o cuatro años, acercó un taburete hasta ellos para sentarse y seguir las incidencias de las partidas.

Además de café, copa y juego, aprovechaban las tardes para comentar la última cifra de parados que había dicho la tele, y reiteraban la incapacidad de los políticos de turno para llevar a buen puerto la situación económica del País. Dejaban pronto el tema porque nunca alcanzaban a ver la claridad del túnel por donde podía llegar la solución del mismo, y se liaban a discutir de futbol hasta que cuando alguno advertía que el tono de voz era demasiado alto, cambiaban de tercio, y empezaban a contar el último chiste verde que habían escuchado.

Tomás que era observador, estaba convencido de la auténtica amistad del grupo de jugadores en el que él se sentía incluido, ya que en los momentos más relajados, entre partida y partida, incluso los problemas de sus respectivas familias se ponían también sobre el tapete verde, como buscando la opinión de todos, en busca de soluciones…

Pero, ¿se conocían tan a fondo como en un principio Tomás se atrevería a jurar, o quizás cada uno de ellos era poseedor de una isla privada e íntima donde en determinados momentos se refugiaba para que nadie conociera las pequeñas naderías o miserias de su auténtica personalidad?

Si cada cual tiene la suya, visitemos una por una las islas de este pequeño archipiélago de amigos….

La de Luís, por ejemplo: Su isla era prácticamente redonda, como prácticamente redondo es el aforo de las grandes superficies comerciales, de donde su bien probada dignidad no le dejaba salir a la hora de dar rienda suelta a lo que él denominaba “pequeñas manías”. Todos los fines de semana acompañaba a su mujer cuando iba a hacer la compra, e incluso se ofrecía para hacerla él solo, si es que a ella no le apetecía salir entonces. Le fascinaban las aglomeraciones. Cuando los demás compradores se quejaban por la gran cantidad de gente que había comprando, él se sentía como pez en el agua yendo de una estantería a otra y luego a la siguiente. Le entusiasmaban los objetos pequeños, sobre todo los que fueran capaces de no abultar en los bolsillos de su amplio chaquetón. Si le eran útiles o no lo eran, ya lo comprobaría más tarde, cuando llegara a la casa.

Le parecía todo un arte su destreza para camuflar los objetos que, ¡Dios nos asista! No eran robados, sino “comprados a buen precio”. Siempre le había escuchado decir a los especialistas en marketing, que: “En el precio de las cosas ya iba incluido el valor de los objetos supuestamente robados”. Y esto le resultó ser un auténtico bálsamo para aplacar el más mínimo escozor de conciencia que pudiera perturbarle. El clímax de su cleptomanía la disfrutaba en la sección de frutos secos comprados al peso. Ponía en la bolsa de plástico transparente un buen montón de pasas de Málaga que tanto le gustaban, las pesaba, pegaba sobre la bolsa la etiqueta que la máquina le daba, y antes de cerrarla ponía un par de puñados más. Aquellas pasas, para él, eran como la canción a Sevilla, “tenían un sabor especial…”

La indignación de Luís no tuvo límites el día que descubrió que al salir de la escuela media docena de niños saltaron la tapia de su huerto para cogerle unas peras. Y corrió a lamentarse ante sus padres y maestros, diciéndoles que “si no enderezaban de joven al árbol, de grande ya no llevaría remedio”… ¡Dios de los cielos, qué juventud estamos criando…!

Al guaperas de Marcos le inició su mujer, el día aquél que tuvieron una boda de postín. Descolgado del ropero el traje de ceremonia del hombre resultó, según su mujer, un poco deslucido. Por otro lado ella necesitaba llevar algo que fuera sensacional, y la mujer encontró al instante la más económica de las soluciones: Compraron lo que ambos necesitaban en uno de esos grandes almacenes donde, si cuando llegas a casa no estás satisfecho con la compra, te devuelven el dinero, y no lo dudaron un instante. Compraron, guardaron cuidadosamente las etiquetas en casa, y al día siguiente de la boda las volvieron a colocar en su sitio para devolver lo comprado, asegurándole al dependiente que revisada la mercancía a la luz natural del día, no resultaba ser lo que ellos habían imaginado.

El presumido de Marcos aprendió la lección, y en grandes ceremonias y fiestas señaladas estrenó chaquetones y hermosas piezas de lana, que jamás vistió dos veces…

Cuando con un comodín la suerte le visitaba, cerraba la jugada con la sonrisa del ganador dejando su carta boca abajo. Después ajustaba el cuello recién planchado de su camisa, se tiraba de los puños para que estos asomaran impecables bajo la manga del jersey, y comentaba a sus compañeros de juego:

-Hay que estar siempre bien presentable. La gente, tal como te ve, te trata.

-Seis, siete y ocho de bastos, y trío de reyes, cerró Ramón.

Ramón también tenía su isla. Él, que pasaba por ser el más comedido de todos en cuanto a palabras malsonantes y chistes subidos de tono se tratara, se convertía en un hombre totalmente distinto en cuanto se subía a uno de aquellos autobuses azules, siempre abarrotados de gente.

Ramón era el más gentil de cuantos hombres se movían por la ciudad a lomos de los transportes urbanos. Se levantaba con la rapidez de un autómata en cuanto veía una señora, o un señor que considerara mayor que él, para dejarle su asiento. En el fondo a Ramón le gustaba viajar de pie. Agarrado a la clásica barra de acero inoxidable se decía así mismo que de pié contemplaba mejor la calle y los viandantes que deambulaban por las aceras, y esperaba paciente a que se fuera llenando el pasillo del autobús. Con el rabillo del ojo, como aquél que no mira a nadie, buscaba su presa, y una vez elegida, con movimientos casi imperceptibles se le iba acercando. Importaba poco que fueran rubias o que fueran morenas. Solo importaba, a ser posible, que llevaran minifalda bien ajustada, y blusa sin mangas, con generoso escote.

Esperaba un ligero frenazo del bus para hacer el primer contacto. Dejaba que su mirada se perdiera entre la multitud que caminaba por las aceras, al tiempo que ponía el máximo cuidado en pegar la bragueta al culo de su víctima, y a veces lo hacía con suerte. A veces la víctima se relajaba, y Ramón aprovechaba otro toque de freno, o el más ligero empujón de cualquier viajero para aumentar la presión, para estrechar aquél roce que le transportaba al séptimo cielo…

Claro que la aventura no siempre tenía el desenlace placentero que él soñaba al inicio de sus tretas: Hacía apenas un par de semanas que descubrió una rubia impresionante. Poseía las caderas más seductoras que había visto en su vida, y el color rojo de la minifalda que las envolvía le atrajo como atrae el capote al toro bravo. Ramón acercó el estoque, y le respondió un leve contoneo. A él se le antojó que aquello era una invitación al rejoneo, y sin dudarlo un instante, Ramón apretó sus ardores contra la falda roja. Fue justo en el momento que paró el autobús, y la rubia se apeó presurosa.

Dos días más tarde y a la misma hora, la rubia estaba de nuevo agarrada a la barra inoxidable. Ramón no tuvo paciencia para pedir por favor que le permitieran avanzar, y a codazos se abrió paso entre los viajeros. Le pareció que la mini era más mini y el rojo más atrayente. Se arrimó. El contoneo de la respuesta fue lento y provocativo. Sudores le entraban al pobre hombre cuando de nuevo ocurrió la parada, y el alejamiento precipitado de ella.

No hay dos sin tres, -se dijo Ramón.- Y al tercer día, la rubia apareció de nuevo. Esta vez el bús iba más abarrotado, y el hombre hubo de hacer verdaderos esfuerzos hasta alcanzar la retaguardia de aquella melena rubia. Atacó con la confianza que le daba dos días de experiencia, e incluso las manos empleó Ramón para atraer la presa a su entrepierna… Llegaban a la parada cuando sintió la finura de la mano femenina buscando con lentitud sus partes nobles, y en el instante de abrirse la puerta del vehículo, se escuchó un gemido desgarrado. Como si fuera un estilete de doble filo le penetró un alfiler al hombre, y esta vez fue él quien se apeó retorciéndose de dolor mientras la rubia de las anchas caderas continuaba viaje…

Tomás, que observaba la partida, advirtió enseguida la mala jugada de Adolfo. Este soltó el siete de oros sin percibirse que Luis, que estaba a su derecha, había cogido dos manos antes el seis.

La manía de Tomás era hurgarse continuamente las ventanas de su nariz aguileña, llena de pelos… Para eso se había dejado crecer las uñas de sus dedos meñiques, para introducirlos con la mano vuelta y rebuscar en lo más profundo de aquellas fosas sin fondo. Se dormía en las noches barrenando sin cesar con el meñique, y se despertaba horadando con el índice que era más largo… Siempre en silencio, dándole a su mujer la espalda, y en posición fetal para que ni siquiera ella sospechara que era feliz jugando con las tiernas pelotillas que sacaba, y que al final habían de terminar rodando entre las sábanas para llegar hasta la ducha, pegadas a sus piernas, o a las de su mujer. A la hora de tomar el café, Tomás era maestro en ocultar el rostro tras el periódico y usar como si fuera un auténtico garfio la uña larga para sacar con disimulada lentitud el moco largo y gelatinoso cuyo arrastre sobre la base de su oquedad le producía en la nuca un placer sin límites…

Frente al balcón de su casa estaba el semáforo del paso de cebra, casi al alcance de la mano. Cuando se ponía en rojo, iba creciendo la cola de coches en espera, y entonces llamaba Tomás a su esposa para que se asomase corriendo:

-Mira. ¡Mira que guarros!. Más de la mitad de los conductores, aprovechan la parada para meterse los dedos en la nariz…

Marcos cogió un comodín, y Luis lo supo nada más ver la expresión de su cara. No le sirvió de mucho porque cerró Adolfo con menos diez.

Adolfo era un amante de bolígrafos y lapiceros. Aseguraba a todo quien le quisiera escuchar, que no sabía caminar sin llevar encima algo con qué poder echar una firma. Lo que no contaba Adolfo es que en el fondo, no era más que un grafitero de retretes. Le encantaban los retretes de establecimientos nuevos, con sus paredes vírgenes para escribir guarradas sobre ellas: “Mea tranquilo, mea contento. Más por favor, méate dentro.”

No había pared que se le resistiera, porque incluso llevaba “bolis” especiales para grabar sobre mármol o azulejos. Adolfo aseguraba que a él se le había despertado demasiado tarde la inteligencia comercial. Podía ser millonario de habérsele ocurrido de joven, montar una fábrica de papel higiénico cuyos rollos estuvieran repletos de chistes o historietas cochinas.

“Terminada la faena, tírese de la cadena. Si no baja la cagada, se repite la jugada”. - Y continuaba escribiendo cosas. Algunas, suyas. Otras, leídas de gente con su misma afición: “En este lugar, señores, donde entra tanta gente, hace fuerza el más cobarde, y se caga el más valiente…”

Perdonadme por haber violado las islas de este archipiélago de amigos. Me gustaría seguir navegando por los océanos del mundo, y continuar relatando secretos, pero sin quebrantar la voluntad de nadie. ¿Me permites para ello, visitar tu isla? Que si, que es seguro que todos tenemos una. Lo realmente curioso es saber lo que cada cual encierra en ella. ¡Quién sabe!, a lo mejor un día le echo valor al asunto, y os relato con pelos y señales la dimensión de la mía…

Jesús González González ©
Diciembre 2011

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