viernes, 16 de diciembre de 2011

LA SIESTA.


Para mí, la siesta como tal, es síntoma de vejera. Cuando era joven, siempre me pareció que quienes dormían en solitario la siesta, estaban perdiendo el tiempo. Eran horas de vida que desaprovechaban. Para dormir ya estaba la noche, e incluso horas le sobraban a esta.

Yo tenía entre ceja y ceja a los dormidores de siesta, y pensaba que se iban a la cama únicamente para roncar como cerdos. O para tirarse un par horas “a la bartola” que se decía entonces, y que no quiere decir otra cosa que estar panza arriba sin darle "un palo al agua". Si tú la duermes, no te ofendas por el calificativo, porque escribo pensando siempre en las gentes de mi familia y allegados, que son los únicos a quienes escuché resoplar después de llenar la panza.

Pero hombre, si después de comer a mi siempre me encantó una sobremesa con charla y con café. Y en aquellos tiempos de mi juventud, hasta con un par de cigarrillos, que entonces no estaba mal visto atiborrar los pulmones de humo y alquitrán.

Claro que después venían aquellas toses pertinaces que de los esfuerzos, casi hacían reventar las yugulares de los cuellos de los hombres más viejos. Se ponían más colorados que las gallinas ponedoras, los ojos saltones y vidriosos, y las venas gordas y azules como sanguijuelas hinchadas. Y las viejas ronroneando entre los tizones del fogón, y asegurando por lo bajo, y no sin razón, que aquél “coscojo” era por culpa de tanta “jumera” , y total para irse al final al “prau redondu” (que así llamaban en mi pueblo al cementerio), como una jaca "reventá”.

Hombre, otra cosa muy distinta era la siesta en compañía. Entonces lo de “siesta”, se solía decir para llamar a “aquello” de otra forma. Era como nombrarlo de un modo más sugestivo, más lleno de posibilidades y juegos. Esa siesta bien merecía la pena dormirla, porque en realidad, de siesta, solo tenía el nombre. Y después de… ¡Ya ves tú lo que son las cosas! Sin habértelo propuesto, dormías la más auténtica de las siestas. Plácida, relajada, con una pata sobre un larguero de la cama, y la otra pata sobre, o bajo la pata vecina…

Pero por suerte para mucha gente, el tiempo lo cambia todo. (Los que no tuvieron esa suerte, es que se quedaron en el camino de la vida cuando aún les quedaban muchos kilómetros por transitar). El tiempo lo cambia actuando con una sabiduría infinita. Tan sabiamente actúa que nos hace pensar que está cambiando las cosas, cuando en realidad solo cambia a las personas. Las cosas siguen prácticamente inmutables en su lugar El tiempo nos destroza el cuerpo tan paulatinamente, que apenas nos enteramos del cambio. Hoy una arruga, mañana cuatro… Hoy una cana, mañana ocho… Se pierde frescura, se encorva la armazón y se torna flácida la carne… El tiempo es para el cuerpo humano el más zorro y cabrón de los depredadores.

Tan calladamente actúa que solo adviertes tu auténtica vejez cuando te miras en el espejo de los ojos hundidos del amigo que no has visto hace años.

Yo me di cuenta de todo ello cuando noté que me empezaba a gustar el dormir la siesta en solitario. Y cundo me dije a mi mismo que el roncar nada tenía que ver con los cerdos.

Es la vida con sus ciclos, y en ellos fui aprendiendo entre otras muchas cosas, que cunado te levantas de dormir la siesta, adviertes que lo perdido en “figura”, lo ganaste en generosidad de espíritu. También entonces se empieza a saber disculpar las miserias de quienes nos rodean, porque de una u otra forma todos somos miserables. Que las faltas no son tan grandes cuando las hace el vecino, ni tan pequeñas como me parecen a mi las mías propias… Y aprendí sobre todo a envejecer con alegría por la experiencia ganada mientras amontonaba años. Y me río de lo que otros se escandalizan, y me duele lo que a muchos causa risa…

Jesús González González ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Otros lo llaman aprender con la experiencia, además, tú consigues dejar por escrito esa serie de vivencias para aleccionarnos y hacernos sonreir. Abrazo. Lines