sábado, 5 de noviembre de 2011

CEMENTERIO


En la entrada y tras las rejas, se aposenta un gigantesco y negro noray sobre una escalonada que se levanta en redondo desde el suelo empedrado y gris.

Está rodeado de muros altos y un declive que deja a la vista la ría y la inmensidad del mar.

Es imposible escapar de allí. Sin embargo, tiene las mejores vistas que nadie disfrutará desde aquellos aposentos, nadie; ni siquiera las miradas entristecidas de los familiares y amigos entre las volutas de humo de los cigarrillos siempre candentes, abrasando los labios entumecidos y grisáceos, llenando los ceniceros y quizás, intentando en ese distracción, hace dudar si el tabaco nos enciende o somos nosotros los que le encendemos, dependiente de olvidar. Ese mirar sin ver que deja más vacío el alma, donde el aire fresco del mar, disimula los suspiros y se aposenta en el escalofrío constante e interno, de unos cuerpos que bajan sus temperaturas involuntariamente y que parecen morir con los suyos, un frío interior sin parangón. Quizá por eso los abrazos son tan necesarios.

Hay veces que el abrazado nos rodea con una inmensa serenidad y tan acogedoramente que no se es capaz de responder y consolarlos en la misma medida; ellos ya descubrieron que la falta de vida está conclusa, que no hay vuelta atrás. Lucharon muchas horas con el sentido común, ¡ya no está a quien quisieran aquí! Costándoles respirar y lo hacen, incluso, cuando casi son obligados a beber una infusión caliente, lo hacen, a pesar de querer dejarse y de las escasas ganas de seguir adelante.

Sí, ese amarre de la entrada es muy significativo. Está sin cuerdas ni cables, cada uno de los que allí anclaron, jamás necesitarán nudos, jamás les llevará la corriente, jamás irán a ningún otro viaje tan largo, están tras las puertas que ninguno de ellos abrió o cerró, tan solo las traspasaron. El nacimiento y la despedida sin portazos, sin pedirlo...

Entre uno y la otra media nuestra vida, una vez que el destino proporcione los medios y los remedios, la distancia a recorrer en ese trayecto, donde elegiremos por nosotros mismos la forma de mejor vivirla. Es la decisión, nuestra, la única que habremos de tomar.

Vivir, una decisión insuperable. Sin segunda oportunidad. Buscar la serenidad y la normalización es lo indicado, lo obligado. El único adorno que nos lastra es el dolor espiritual o corporal, tratar de sobrellevarlo y disminuirlo depende también de nosotros.

Es el gigantesco noray del extramundo, allá en las mares de los confines del universo y donde se amarran los cometas del cariño, liberándose poco a poco en el proceso del sosiego, de lo injusto de su partida, aminorando la pena de la misma y recordándolos en sus momentos mejores.

Nos vemos... también en la otra vida.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
1-XI-2011

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