sábado, 1 de octubre de 2011

EN PORTUGAL (V)


La última tarde la empleamos en visitar Nazaré. Para conocimiento de los gastrónomos diré que esta ciudad tiene fama de comerse en ella los mejores pescados y mariscos de Portugal. Parece ser que Nazaré hasta no hace demasiados años, se llamó Paderneira, y a consecuencia de la imagen de una virgen que San Agustín había traído de Nazaret, en Israel, la cuidad tomó este nombre cambiando la “t” final por una tilde sobre la “e”.

Prácticamente hasta la misma entrada de Nazaré, encontramos grandes extensiones de terreno plantadas a pino resinero, con sus heridas abiertas en la corteza y los botes perfectamente colocados para recoger la resina que emplean principalmente en la fabricación de pegamento y barniz.

Fuimos directamente a El Sitio. Se llama así al barrio existente sobre un acantilado de trescientos veintidós metros de altura que se asoma como en vista aérea sobre la playa y el resto de la ciudad, desde donde lo primero que hace siempre el visitante, es un montón de fotografías para luego presumir ante sus amigos de haber conocido uno de los más bellos miradores del mundo. Allí se encuentra el santuario de Nuestra Señora de Nazaré, y aún puede contemplarse en la vestimenta de las mujeres dedicadas a la venta de artesanía, las siete faldas superpuestas que conforman el traje regional del lugar. Tuvimos ocasión también de ver alguna de las llamadas “viudas del mar”. Son esposas o madres que perdieron a sus maridos o hijos en las faenas de la pesca, y que mientras continúen viviendo en Nazaré, vestirán por siempre de negro.

Hay un ascensor sobre el acantilado, que por el precio de un euro por viaje, facilita a las gentes la bajada o subida Verdad es que tiene su encanto hacerlo por allí, pero en esta ocasión bajamos todos en el autobús, para pasear al lado de la playa y recrearnos en algo desconocido supongo, para la mayoría de nosotros. Los tenderetes sobre la arena donde los familiares de pescadores tienden sus secaderos de arenques, que sobre la marcha venden al transeúnte.

Nos advirtió María José, que “mucho ojito” si nos sentábamos en alguna terraza para tomar un vino o caña de cerveza, porque junto a ello siempre traen platos con distintos pinchos de aspecto apetecible, que de momento el visitante agradece pensando que son una gentileza de la casa, pero que al tiempo de pagar se los cobran bien cobrados.

Regresamos con el tiempo justo para cenar, y como era la última noche en Fátima, quisimos acudir al rosario y “procesión de las antorchas” que sobre la explanada del Santuario se hace todos los días del año. Muchos de nosotros habían acudido en noches anteriores, pero yo hasta ese día había preferido la cama porque los años me pesaban sobre las piernas.

Estos lugares de peregrinaciones multitudinarias a mi no me dicen gran cosa. Conozco el Santo Sepulcro de Jerusalén donde vamos los cristianos, el Muro de las Lamentaciones donde oran los judíos, y la Mezquita de la Roca, desde donde según la tradición, Mahoma subió al cielo. En Haifa visité también el centro de la Fe Bahái. Son sitios que a parte de su atracción histórica, he tenido verdadero interés en conocer, sin saber muy bien el porqué de ese interés, a no ser porque son lugares con el sello vivo de culturas milenarias.

Lo que me impresionó de esta noche en Fátima fue la inmensa muchedumbre asistente al acto. Gentes de todos colores y razas se dieron cita allí aunando su creencia simbolizada en la antorcha encendida que cada cual portaba en su mano. Y yo, con el espíritu escéptico, más que en los rezos, me fijaba en los rostros de unos y de otros, por ver si descubría la expresión del que como yo, estaba allí más por curiosidad, que por devoción, y os juro que sentí verdaderamente envidia de aquellas gentes con el alma tan cerca del cielo.


Jesús González González ©

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