sábado, 1 de octubre de 2011

EN PORTUGAL (IV)


A Figueira da Foz fuimos por la tarde, y no mereció la pena. Tiene la playa más extensa de Portugal, nada menos que ochocientos metros de ancha por doce kilómetros y medio de larga. Pero fue como ver una jaula sin pájaros. Las cosas hay que verlas en su ambiente. Es como ver una plaza de toros cuando no hay corrida. Te lo tienes que imaginar. Supimos, eso si, porque nos lo dijo María José, que Figueira da Foz entró en el Libro de los Ginness por haberse celebrado allí el desfile más grande del mundo de mujeres en bikini. ¡Pero mira tu que pena! ¡También nos lo tuvimos que imaginar! Yo conocí Figueira cuando se celebraba allí un importante festival de cine, pero parece ser que ya no se hace. Allí encontramos este día plantadas en una parte del paseo marítimo como veinticinco o treinta palmeras, y según nos contó la guía, habían sido traídas de España. Entre lo que costaron, el traslado y la plantación, le salió al municipio por un millón (supongo que de pesetas, o escudos, no lo se,) cada palmera. Este gasto supuso en Figueira un escándalo político del que se habló en toda la prensa nacional.

En las cercanías había salinas importantes, y extensísimos arrozales. ¿Pero tanto arroz comen los portugueses? Pues si, comen mucho arroz, que suelen poner como acompañamiento de muchos platos. Pero además, como tienen poco trigo, mezclan harina de arroz con la harina de trigo para hacer el pan, y os juro que a mi me encantaban aquellos bollos espumosos que nos ponían en el hotel para comer.

Por la noche también crema. Si, hombre, claro, después de la crema alguna otra cosa había siempre. Por ejemplo esta vez unos filetes de pescado rebozado que a mi se me antojó que era panga, y después de lo que he leído sobre su cultivo en Vietnam, se me han quitado para siempre las ganas de comerlo, y allí lo dejé entero. Pero a mi no me hagáis mucho caso, porque yo para eso de comer uso mucho la imaginación, y hay veces que, como decían en mi pueblo, con mis rarezas llego a mear fuera del orinal. Eran bastante aceptables los helados que ponían de postre, y de buen tamaño, que el que nos dieron en el restaurante de Lisboa, a punto estuve de pedir que me trajeran unos prismáticos para poder verle.

El día siguiente fue viernes, y el último de nuestra estancia en Portugal. Como siempre, y porque fuimos todos personas de lo más civilizado que podáis imaginar, estuvimos puntuales a la hora de subir al autobús, y al instante partimos para Óbidos. Como de costumbre, las llanuras encontradas en el camino estaban pletóricas de bajos olivos cargados de aceitunas que se alternaban con más frutales y más eucaliptos. Óbidos y Alcabaça eran los dos únicos pueblos que yo no conocía hasta hacer este viaje. La panorámica del pueblo visto de lejos desde la autovía, es extraordinaria. Situado en lo alto de un promontorio, rodeado de altas y fuertes murallas cerradas a la derecha del visitante sobre un imponente castillo convertido hoy en Pousada de Turismo, fue un regalo para la vista, que todos inmortalizamos en nuestras cámaras fotográficas. Dejamos la ruta principal y pasamos bajo los arcos de un acueducto de más de tres kilómetros de largo para alcanzar la explanada dedicada a aparcamiento en las proximidades de la muralla.

Atravesamos la “Porta da Vila” decorada con azulejos blancos y azules y asaltamos la enorme escalera de piedra que a nuestra izquierda conducía a lo alto de la muralla, para hacer una fotografía del conjunto de los excursionistas de ambos autobuses. Justo allí mismo nacían dos calles en forma de uve. La de la izquierda, por la que iniciamos el paseo, la más cómoda y comercial. La de la derecha, por la que regresaríamos más tarde, la más llena de tipismo con viejas fachadas, arcadas y escalerillas de piedra que conducen a rincones llenos de encanto.

La estrecha calle comercial con sus toldos desplegados nos protegía de un sol que abrasaba, y bajo ellos exponían los comerciantes artesanía y bordados de todas las regiones del país. Allí gustamos la”Ginja”, un licor de cereza típico de Óbidos, que se vendía por todos los rincones, servido siempre en vasos o tazas de chocolate que el cliente se comía tras la bebida. Cantidad de flores y buganvillas adornaban la calle, y los dinteles de puertas y ventanas pintados de azul, me recordaron al pueblo marroquí de Chefchaouen pintados todos de ese color, porque según nos dijeron ahuyentaba a los mosquitos. Al imponente castillo llegamos unos por esta calle mientras que los de piernas más ágiles lo hicieron por todo lo alto de aquella inmensa muralla, cuyas piedras guardaban sin duda el recuerdo de brutales batallas habidas a través de su historia.

(Continuará.)

Jesús González González ©

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