domingo, 14 de agosto de 2011

SOR EULOGIA (II)


La burra subía con parsimonia la cuesta del Turujal. Yo contemplaba en silencio los pelos canos de su crin, y las largas orejas grises caídas hacia delante se me antojaron antenas orientadoras para el camino. Envolvía el ambiente el frío silencio de la mañana, y sin pronunciar palabra alguna me refugié contra la toquilla negra de mi madre. Ella me miró, soltó su diestra de las bridas, y también sin pronunciar palabra me estrechó contra su pecho..

Cuando llegamos a Cabezón el sol había derretido el hielo de los aleros, y el suelo estaba húmedo en los frentes de las viviendas. Justo frente al viejo Ayuntamiento estaba la diminuta casa ante la cual mi madre tiró con fuerza de ambas bridas, y la burra se paró. Salté del carro y la ayudé a bajar los enseres.

Una vieja con cara de bruja nos regaló una sonrisa a través del cuarterón de la puerta, y seguidamente nos abrió la misma de par en par. Vestía de negro, lo mismo que mi madre, pero a mí su ropa me pareció más fúnebre. Tenía medias negras y zapatillas de paño negro. Solo vi blanco un trozo viejo de tela con el que se limpiaba continuamente la punta de su nariz, curvada como el pico de un águila real. Aquella era Pilar “la campanera”, y yo iba a ser su pupilo en tanto duraran mis estudios “en el colegio”.

En una sala del piso alto extendió mi madre el colchón que llevaba, sobre el somier de una cama que había preparado Pilar. Al fondo de la planta baja estaba la cocina con un fogón alto y un hornillo de hierro en el centro. Mientras mi madre dejaba los comestibles que llevó sobre una mesa de madera cubierta con hule de cuadros blancos y verdes, Pilar echó una paletada más de carbón al hornillo, y seguidamente extendió las manos cerca de los aros de hierro para calentarlas. Más o menos para las once de la mañana todo estaba arreglado, y era el momento de acercarnos al colegio para presentarme a las monjas.

Al abrir el portón que hizo sonar una campana, apareció el gran edificio de planta cuadrada dentro de un recinto rodeado de un muro de dos metros de altura. Rodeamos el inmueble buscando la entrada principal, y me acojonó el descubrimiento: En el amplio soportal de suelo y paredes de piedra, sentadas en ocho sillas de alto respaldo, ocho monjas de tocas blancas como ocho blancas palomas, bordaban en silencio, con sus cinco sentidos puestos sobre los bastidores de tela blanca.

Me sobrecogieron los hábitos negros y las tocas impolutas. Me parecieron ocho imágenes de vírgenes escapas de las peanas de una iglesia, y me quedé boquiabierto como si aquello fuera la mismísima entrada del cielo. Nos ofrecieron ocho sonrisas, y solo una de ellas dejó sobre la silla su bastidor para acercarse a nosotros. Era la superiora, Sor María Moreras, conocida después simplemente por Sor María la superiora. Advertí enseguida que mi madre la conocía, y adiviné una visita anterior para informarse de normas, de clases, de precios…

Otra de las religiosas dejó sobre un banco su primoroso bordado y se levantó con lentitud. Alta, delgada, con gafas grandes de concha y gruesos cristales. Su sonrisa era una mueca. Tendría como sesenta años, y unos pelos largos en un lunar de la barbilla. Era ella, Sor Eulogia, la que iba a ser mi profesora, y a mí no me gustó. Después de una azarosa inspección a cada una de aquellas mujeres, estuve que seguro que a cualquiera de ellas hubiera preferido antes que a esta. A Sor Eulogia se le reflejaba en la cara la dureza de su carácter, y cuando al andar le sonaron como cascabeles las cuentas del gigantesco rosario que llevaba a la cintura, a mi se me antojó el sonido del manojo de llaves de un centro penitenciario. De repente dejé de ver santas en aquellas mujeres, y dudé mucho que la entrada del cielo fuera un lugar como aquél.

Aquella noche me desperté infinidad de veces temiendo quedarme dormido en mi primer día clase. Cuando bajé a la cocina Pilar ya me tenía el tazón de café con leche en la mesa, y un bollo de pan con mantequilla. De forma instintiva miré las manos de Pilar, y le vi las uñas negras como el vestido, como las medias, como las zapatillas, y sin quererlo pensé en el trapo blanco con que se limpiaba la nariz el día anterior.

Llegué al colegio antes que nadie, y esperé a la puerta del aula con preocupada expectativa. Cuando llegó Sor Eulogia dijo a todos que tenían nuevo compañero de clase, y después de ponerles tarea, me mandó sentarme en una silla frente a su mesa, para hablarme de las clases. Se esforzó por ser cercana mientras me explicaba que además de “cultura general”, su especialidad era en “Teneduría de Libros”, es decir, “Contabilidad”. Que esto, y unas clases de mecanografía, me darían el mismo conocimiento que la “carrera” de “Comercio” que tanta gente iba a estudiar a Torrelavega y Santander, costándoles a mis padres mucho menos dinero que a ellos, aunque claro, no podían darme el título.

Cuando regresé al pupitre asignado, dediqué unos minutos a conocer las caras de mis condiscípulos, y me asombré de ser yo uno de los más jóvenes. Siempre había tenido la impresión de que un colegio de religiosas era sólo para párvulos, y allí había muchachos con barba afeitada.

En días sucesivos fui aprendiendo que aquella religiosa con cara de sargento legionario era una experta matemática, que dominaba a la perfección aquello del “Debe y Haber”, y que tenía un par de cojones en vez de ovarios, porque no había alumno por muy bigotudo que fuera, que se atreviera a replicarle cuando ella ordenaba…

(Continuará…)

J. González González ©

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