domingo, 14 de agosto de 2011

EL RECUERDO EN ALTO


Esta vez, he tomado el camino de mañana para disfrutar de esta fiesta del Hoyo y ver los preparativos que comenzaron a las 7 de la mañana, además de otras ceremonias matinales.

Estaba ya la cuesta llena de coches y romeros que se acercaban a esta romería y comida campestre. Desde lejos, parecía una serpiente multicolor, reptando hacia el Hoyo, uno de los barrios más altos de La Acebosa. Su colorido y movimiento se extendía por aquella calleja limpia y cuidada, cercana a los árboles y prados que sostenían aquel camino, hoy de fiesta, aunque, también lleva hasta el camposanto de Los Tomases y varias viviendas por allí diseminadas, cada una con su nombre y cambera.

La llegada al alto es una auténtica maravilla, espectacular. Se ve el entorno municipal y otros ayuntamientos; es impagable, da igual a donde mires, mar o montaña, paisajes que liberan de cualquier presión interior, sin limites, y si el sentido de la vista no llega lo bastante, se puede disfrutar de esa brisa perenne que descubre los huecos del ropaje y del alma. La imaginación se disparará, si quedara espacio en la mente, ante el asombro de ese descubrimiento panorámico, para abrir los brazos en el intento de volar, tal cual hacen los alpinistas al remontar la cota prevista.

El alto deja caer sus laderas hasta los valles, donde aparecen los cultivos regados por las aguas recogidas por esos declives; ese verdor hace pensar en un vergel.

La Florida, la peña Gandarilla, el alto de Lleno, el picu Saria, el mar Cantábrico, naturaleza y poblaciones lejanas en kilómetros que desde allí, parecen cercanas. Posiblemente, El Hoyo esté situado en una elevación superior a los 250 metros.

Ya estaba a rebosar de coches aparcados en un prado ex profeso, el resto se repartía en las cunetas y rincones del camino. Antaño se subía a pie por todas aquellas pendientes, cargados con la comida y aquella famosa merienda-cena, con los chiquillos. Ese lento caminar era el momento de conversar con las personas que no se veían hacía tiempo. Los padres llegarían después del trabajo.

Comenzó con retraso el acto religioso de exaltación a la Virgen del Recuerdo pero, la espera se hizo llevadera recuperando esa costumbre pretérita. Besos, abrazos y reencuentros que daban a ese día un toque de vecindad y familiaridad, que hoy ha catapultado a los vecinos a otros lugares más o menos lejanos.

La Coral Barquera, hizo compañía en todo momento al rito eucarístico y convirtió aquel lugar en el mismo cielo, tan cercano a las nubes y al calor de un sol de justicia. Las voces de este grupo coral, se percibían conjuntadas pues la brisa se había aliado con ellos y quedó en calma. A la sombra de un árbol, sentados en la explanada o la mayoría apoyados en el mismo prado, daban una connotación diferente al escuchar misa, la hacían más entretenida, alegre y más cercana. Los coralistas como siempre, entregados al máximo.

Tocaron las veinticuatro picayas de la Acebosa y los picayos transportaron en una minimizada procesión a la Virgen en las andas. Dicen que es una talla antiquísima y que en tiempos le faltaba una mano, fue restituida por un vecino del lugar.

Al concluir, se abrieron para dejar paso a los danzantes de La Revilla, una de las juntas vecinales que colabora en la consecución de esta romería.

Son doce danzantes, el menor de 14 años, acompañados por el tamboril de 76 años, que es el mayor. Otro chico transporta el palo para una de las dos danzas. El primero de los bailes es con arcos que enarbolan cada dos danzantes, dos muchachos más lo transportan en un palanquín. Estos arcos tienen una confección compleja. Están rellenos de papeles, a su vez forrados en papel de seda rojo y por último, se le recubre con un tul que ata y da forma a los óvalos rellenos. El componente número 16, es el preparador; su atuendo se distinguía de los demás, vestía sin adornos ni gorro, el traje blanco y fajín o faja roja. Las encargadas de hacer estos laboriosos trajes, están en la sombra y nunca son agasajadas ni vistas en los eventos y celebraciones de los bailarines; sin embargo esta labor representa casi el cien por cien del éxito de esta danza singular.

Se visten todos con el traje típico cantabro en blanco, fajín y extremo de los pantalones en pliegues desde la mitad de la pantorrilla en rojo y el gorro blanco y redondo abierto por arriba. Según me comentó una señora de La Revilla con una memoria portentosa y clara, que don Severo Peñalver, tras regresar de un viaje que hizo por un país africano, reprodujo este atuendo de aquellos habitantes. Este señor fue además, quien dio auge a esta danza, allá por el año 1.893. Dice nuestra interlocutora que su “güelito”, Martín Sierra de la Sierra, con 29 años, fue uno de los pioneros en danzar. Dice orgullosamente que su abuelo era muy alto, 2.05 metros y que conoció al rey Alfonso XII, 3 centímetros más bajo, pero eso será otra historia que irá unida a la de una señora de La Revilla que desconocía el significado de la palabra “gracias”.

Hay una foto de 1.929 donde se vislumbran a seis u ocho danzantes.

Se dice que en la provincia vasca de origen, danzaban para celebrar las batallas ganadas y tiempo después, para enamorar a las mozas casaderas, con lo que era de obligado cumplimiento estar soltero.

Pero quien trajo este baile o danza, fue Modesto que llegó de Lekeitio, quien con unas latas, reprodujo los compases de esta danza y pretendió hacer una fiesta. Posiblemente llegara en aquellos tiempos con otros que crearon familias y raigambre en San Vicente de la Barquera y su zona. Mis hijas son choznas de Antonio Cortabitarte, venido con parte de aquella población vasca, huídas por las represalias tras finalizar la tercera Guerra Carlista.

Los colores fueron un regalo que trajo una moza del pueblo, Amelia Celis, que trabajaba para los Montalvo y fue recompensada por sus dotes culinarias, con una caja de lazos rojos, azules, verdes, entre otros; éstos los regaló para adornar la ropa de la danza revillana y que hoy, llevan cosidos en pequeñas tiras en el gorro y en rosetones, los lazos de los hombros, en las blancas alpargatas, además de los cordones del palo y los adornos de las castañuelas. Se le añadió no hace muchos años, un mantón de distinto colorido para cada danzarín, colocado en el torso de través.

Un día claro que ayudó a permanecer y alargar la mañana festiva, aderezada con la convidada de la comisión de fiestas, rebosaba de una cantidad ingente y atractiva a la vista, de picoteo que reposaban bajo una carpa, liberándolas así del ardiente sol de aquel altiplano, al igual que a las personas que en un número aproximado de 300, llenaron sus estómagos con complacencia.

La comida al aire libre de todas las familias y amigos, sería como cada año una lograda jornada de convivencia.

Esta comisión tiene afán de superación, lo demuestra cada año y cada festividad. Quizá si no fuera por ésta y las comisiones de otras poblaciones, todo se iría al garete. Se agradece ese trabajo e interés.

Aquí se unieron tradiciones que enseñan a respetar cada lugar y a sus habitantes, en estas u otras costumbres, aumenta así la calidad del contacto humano y protegen desde un nexo común, las raíces. Todas ellas nacieron para promover la concordia entre los vecinos, crear y reforzar vínculos y disfrutar del algún descanso en las labores cotidianas, que de aquella, era mínimas.

Ángeles S. Gandarillas ©
7-VIII-20101


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