jueves, 4 de agosto de 2011

FOTOGRAFÍA.


Fue ayer en la exposición que el Colectivo de Alfareros de Cantabria inauguró en la torre de El Castillo. La alfarería nunca despertó en mi gran interés, pero mira tu por donde, esta vez no sólo llamó mi atención sino que me entusiasmó. Se ve que cuando el género tiene arte, engancha al espectador. Seguramente nunca había visto hasta este momento, nada que mereciera la pena. Calculo que será algo así como el comparar en toreo a José Tomás con “Facultades” el de Treceño, que aprendió a tentar becerros allá por tierras andaluzas, y quiso hacerse famoso aquí toreando perros montado a lomos de una burra blanca con la que su mujer vendía golosinas en las romerías de los años cincuenta.

Creo que son trece piezas, y me parecieron trece obras de arte. Me enamoró un libro al que no se si las letras se pegan por entrar en él, o salen sobrando de tanto saber como encierran sus páginas. Hay un jarrón al que se agarran dos manos con una expresividad desbordante y hay también…, ya lo dije: once obras de arte más.

Pues bueno, como casi siempre, había tres o cuatro fotógrafos que se hartaron de disparar “fláseres”, y a la hora de la verdad, en periódicos y revistas sólo veo a la duquesa de Alba, o a Belén Esteban. A estos “paparazzis” locales les ocurre lo mismo que a la gente del Taller de Escritura, que mucho escribir, mucho escribir, y de publicar, ¡nada! ¡Fijaros que ni siquiera nuestro director ha colgado el último trabajo obligado sobre la Erótica!

Lo que está claro es que todo sirve para algo. Si no vemos fotos de las exposiciones, al menos los fotógrafos han servido para que Foncho se acercara a mí, y señalándome a estos hombres, me comentara como aquél que no quiere la cosa: “Mira, otro tema para escribir, la fotografía”.

Pues si señor, la fotografía. En mis tiempos a las fotografías les llamábamos retratos. Y a las fotografías impresas en libros y revistas, les decíamos los “santos” “Voy a ver los santos de este libro”, aunque fueran demonios. Lo de “cámara fotográfica” no había llegado a nosotros, o nos sonaba a lenguaje “pijo”. Lo auténtico era “máquina de retratar”, que solían ser cajones negros como ratoneras, salvo las de impresionar a los del pueblo que eran de fuelle y las lucían los jándalos cuando venían por las fiestas de San Antonio o San Justo.

Yo de crío chico, en los inviernos, me pasaba tardes enteras viendo los retratos de los antepasados de mi familia que estaban encerrados en un cofre negro, brillante, y chapeado de flores doradas, como si fueran un tesoro. Los hombres, ni “pa dios” esbozaban una sonrisa. Bigotudos y serios como cosacos, eran al tiempo cursis como damiselas apoyando los codos en un macetero con flores de papel. Y, ¡qué faldamentos las abuelas de mis abuelas! Con unas barrigas abultadas que parecía que estaban preñadas todas ellas, y unas blusas blancas con chorreras como si las hubieran heredado de un “bailaor” flamenco.

De todas formas, los primeros “retratos” que nos hicieron a los críos de mis años, fueron los que nos hacían las crías cuando sentadas en el suelo se descuidaban un poco y entreabrían las piernas. “!Ay, que me retrató…!” “Anda, que te vi el culeru… “ Y nos reíamos sin saber muy bien de qué, a no ser que fuera de verlas a ellas “colorás como tomates” . Ellas sabían más que nosotros, que enseguida apretaban las piernas, se levantaban, y se alejaban diciendo: “Eres tontu… o que te pasa”… Hombre, tonto, tonto, no. Y lo que nos pasaba, pues ya se sabe, que al que más y al que menos, por muy crío que fueras, el instinto es el instinto...

Jesús González González ©

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