sábado, 13 de agosto de 2011

SOR EULOGIA (I)


Doce, o puede que sólo fueran once los años que yo tenía, cuando un día mis padres decidieron que estudiara en Cabezón de la Sal. El por qué lo decidieron, lo tuve siempre muy claro: querían para mí, una vida distinta a la suya. Lo que no supe nunca, porque muchas veces la curiosidad de saber llega cuando ya no tienes a quien preguntar, es cómo, o en dónde, ellos se informaron de donde y qué, podría yo estudiar, que no fuera una carrera. Lo de que no fuera una carrera, también lo tuve muy claro desde el primer momento, porque en aquellos tiempos, tanto los estudios como la estancia costaba un dinero que ellos no tenían. Era la época en que sólo estudiaban los hijos de los padres que antes del nombre llevaban Don…, y muy raramente algún superdotado que sin ser hijo de don Fulano, hubiera tenido la suerte de ser descubierto por un mecenas espléndido. Mi caso no fue ninguno de ellos.

A mi me lo comunicaron con el plan ya preparado. ¿Verdad que te gustaría estudiar en un colegio mejor que aquí, en la escuela del pueblo? Respondí que sí al instante, porque desde muy niño también tenía muy claro que tampoco yo quería una vida como la suya, y…

Estaba amaneciendo una mañana de escarcha que hasta cristales de hielo había sobre la baranda del corredor de mi casa cuando salí a mear en el corral por entre los tornos de madera. Yo sabía la cantinela de mi tía María cuando me veía hacerlo así en invierno: “Muchachu, vete a la cuadra, que con esti fríu se te va a cerrar el cañu pa siempre” No se cerraba, no. ¡Pues menudo caño tenía yo! Apretaba el prepucio por la punta, y cuando de repente soltaba, llegaba el chorro de orina hasta la pila de astillas de roble que mi padre había hecho la tarde anterior. En este deporte estaba más que entrenado, pues aunque para otras cosas fuera, (siempre según mi tía,) un poco enclenque, era yo quien ganaba pasando el chorro más lejos de la raya, cuando con “Varisto”, Tinín, y el Nene de Tina, apostábamos un “bolsillau” de nueces.

De víspera me había dado mi madre un buen “fregau” en la bañadera grande de cinc. Jabón de lo que ella hacía con sebo de vaca y sosa cáustica, y con un esparto suave, me restregaba sin compasión por más que yo protestara, e insistía con fuerza en rodillas y corvejones hasta casi sacarme “restriegos” de piel. Punto y a parte, era el lavado de orejas. (Ahora que lo pienso, de ahí debe venir su tamaño, de sujetarme mi madre por ellas cuando yo intentaba escapar.) Sobre todo la oreja izquierda, que veía yo las estrellas cuando introducía su índice buscando recovecos,

La oreja izquierda tuvo su historia. Pasando poco tiempo empezó a dolerme el oído sin necesidad de tocarle, y probé cuantos remedios caseros aprendía mi madre por un sitio y por otro. Lo primero fue con aceite de oliva frío después de freír en él unas flores de manzanilla. Después me puso un cigarrillo encendido pretendiendo que fumara por la oreja, porque el humo era bueno, y más tarde leche de mujer recién parida. ¡Madre mía, que teta la de Tina la de Baltasar! Grande, turgente, con un pezón enorme y una aureola violácea, que fueron para mi todo un espectáculo inolvidable. La buena mujer se ordeñaba suavemente, y yo, con la cabeza ladeada, sentía la leche cálida y acariciadora correr dentro de mi oído, mientras de reojo no perdía de vista ni un momento aquella glándula maravillosa que me fascinaba. No estoy muy seguro, pero creo que fue entonces cuando sentí por primera vez el deseo de dar una “chupetaína” a una teta, y no era precisamente por la leche, que cruda y sola nunca me gustó. Pero la teta de Tina no hizo milagros. El dolor fue en aumento, y llegó a ser tan grande, que me llevaron de urgencia al doctor Sola de Torrelavega.

Sola me había operado un año antes de anginas. Creo que era el único “otorrino” de la ciudad, o al menos el más conocido. Se colocó como los mineros una luz en la frente, me introdujo en el oído un canuto metálico, y miró:

-Este niño tiene un pizarrín en el fondo del oído.

Introdujo por el canuto una larga tijera de la que solo se abría un poco la punta, y tentó.

-No es un pizarrín. Creo que es una alubia.

Mordió con la tijera, y tiró. Yo lancé un grito que hizo temblar todo el instrumental médico.

-Es una alubia que se está pudriendo, y al hincharse ha producido una infección. Debe llevar aquí mucho tiempo.

-Pues de toda la vida.- Respondió mi madre.- Desde chiquitín lloraba cada vez que le lavaba este oído.

¡Coño! Y luego me decía que era un “quejica”, que los hombres no tenían que llorar cuando se les levaban las orejas… Muerde y tira, muerde y saca, me extrajo la alubia. Al final sacó la piel de la legumbre impregnada de sangre y pus… El oído se curó aunque perdí calidad de audición, y lo peor de todo fue que en mucho tiempo no volví a ver otra teta…

Pero sigamos con el relato: Guantes y bufanda de lana, me puso mi madre antes de subirme al carro verde del que tiraba la burra. Detrás de nosotros, un colchón enrollado que encerraba en su vientre sábanas y un par de mantas. Dos cestas de mimbre con chorizos, alubias, y harina de maíz.

Las herraduras del animal arrancaban chipas de las piedras del camino cuando subíamos la cuesta de la “Calzá”, y cuando llegamos al “Caminu Real”, un tímido sol incipiente pintaba de amarillo la nieve de las montañas. Abajo, en la llana de “Janu” , una helada de tres pares de…, blanqueaba las praderas, y la manga derecha de mi abrigo fue insuficiente para contener tanta moquita como salía de mi nariz.

(Continuará)

J. González González ©

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