jueves, 25 de agosto de 2011

DE LA MILI (IV)


Solo un susto en el silencio inmenso de aquellas noches siempre saturadas de estrellas relucientes. Había aprendido a fumar en noches anteriores durante los turnos interminables de cada semana, y ahora aquí, sacaba al campo una silla, contemplaba la luna llena y soltaba lentas bocanadas de humo mientras escuchaba lejanos los ladridos de los perros en las cábilas. ¡Que hermosas y serenas eran aquellas noches templadas de Tauíma! Fue al poco tiempo de instalarme allí, cuando a media noche me despertó un ruido extraño. La luz de la luna entraba a raudales a través de los cristales, y sin necesidad de mirar, esta luz me mostró una sombra moviéndose en el exterior. Un rostro barbudo y unas manos como garras se apoyaron en el débil cristal, y yo me arrastré intentando no ser visto en busca del fusil.

-Paisa, paisa ¿tienes candela?

Entones le conocí. Era el viejo guardián de los materiales de la Torre de Mando en construcción, y quería fuego con el que encender su pipa de kifi. Salí, y fumé con él, después que tocó los dedos de mi diestra con la punta de los suyos, y se los llevó a la frente en señal de saludo.

Que las mujeres no significaban mucho para los bereberes de aquellos algodonales, ya lo había aprendido yo sin necesidad de esforzarme demasiado en la contemplación de sus costumbres. Pero cuando este individuo me comentó las lindezas de sus leyes al respecto de mujeres, me santigüé agradeciendo al cielo haber nacido al otro lado del charco: Me puso como ejemplo a la mujer de Víctor el dueño de la taberna cercana a la Base. Víctor era un viejo brigada jubilado del Tercio, que para subsistir en aquellos tiempos donde aún se desconocían las jubilaciones pagadas, montó su chiringuito a la sombra del cuartel de Aviación

(A Víctor le robamos los siete camaradas de “Meteo”, cuanto pudimos y un poco más. La garantía de que teníamos paga de Iberia, nos facilitó tener crédito en su tienda. Nos abrió una libreta a cada uno en un pequeño bloc de papel cuadriculado, donde anotábamos y firmábamos nuestra consumición, para luego pagar a fin de mes. “Bocadillo de sardinas y vaso de tinto, tres pesetas”. Y la firma. Pero nosotros de vez en cuando arrancábamos con disimulo tres o cuatro hojas del bloc, en tanto el hombre servía a otros parroquianos. Otras veces, para no arrancar las hojas, pues siempre era un peligro que quedara un poco de papel en la espiral metálica, y descubriera la trampa, escribíamos la consumición, y dejábamos sin poner la fecha. Al día siguiente pedíamos lo mismo, y solo hacíamos poner la fecha que no pusimos el día antes, con lo que el vale de un día, le hacíamos servir para dos. Yo tuve mis remordimientos de conciencia porque tenía clarísimo que aquello era robar a un bendito ser, ( nunca comprendí como aquél pedazo de pan pudo haber sido brigada de la Legión,) y Bermúdez, el pícaro compañero aquél de Mondoñedo que había sido seminarista, mitigaba mis remordimientos asegurándome con su acento gallego: “Esto no es robar, hombre. Esto lo ve Dios y se harta de reír. Esto sólo son travesuras de soldados…”)

La mujer de Víctor no tenía la cabeza “en su sitio”, como se decía antes. Puede que demencia senil, o lo que entonces no tenía nombre y ahora se llama alzheimer. El caso es que se movía siempre como una sombra tras el mostrador, y en cuanto se descuidaba Víctor, intentaba ella lavar los vasos que siempre terminaban en el suelo hechos añicos.

Hamed me ofreció su pipa, pero encendí un “Toledo”, y le escuché decir:

-Mejor moro, paisa, mejor moro. Mira al Víctor; la “mujera” ya no le sirve ni para trabajar ni para la cama. Si fuera moro la echaría a morir por una calleja, y casaba con otra joven.

Y dicho esto, el maricón del moro se quedó  tan Pancho…

Aquello era vivir en otro mundo, y pasear por la medina de Nador, era regresar a la edad media: Mercaderes ofreciendo a gritos sus mercancías. Campesinos con verduras y tenderos con especias que inundaban el lugar de mil olores. Barberos ambulantes afeitando cabezas cuyos pelos caían al pié de humeantes vasos de té y hierbabuena, y dentistas que exhibían bandejas repletas de muelas podridas. Cestos y canastos, carretillas que van y vienen, y chilabas y babuchas bordadas de plata y oro… Corrillos de ciegos recitando el Corán mientras extienden la mano pidiendo, y niños semidesnudos corriendo descalzos y levantando polvo, y un sol que te abrasa cuando no había un toldo que te ahogara… Me fascinaba aquél mundo, y me senté muchas veces a tomar un té que no me gusta, pero bien merecía el sacrificio contemplar semejante estampa…

Empecé en las horas tranquilas de mi soledad, en mi retiro al otro lado de la pista de aterrizaje, a escribir una novela tomando como base el argumento de una viejísima canción de principios del siglo XX, que comenzaba: “Marianita, Marianita, - Marianita del primor, -Te cautivaron los moros –Siendo más bella que el sol…" Era una canción de cuando las tropas españolas tuvieron aquellos históricos y encarnizados combates con los rebeldes rifeños de Abd el-Krim. Y lo que son las cosas tontas: dejé de seguir escribiendo cuando un día descubrí que el capitán Ferreiras se llevaba mis folios para leerlos. Nunca hablamos del tema hasta la víspera de embarcar para Málaga el día de la licencia. Aquella tarde el capitán nos invitó a cenar a los siete en su casa, y cuando me dio la mano para despedirse, me preguntó: “¿Dónde guardaste los otros folios de la novela? Ya sabes mi dirección, así que cuando quieras mándame el resto para acabar de leerla”. Pues no señor, no había resto porque el sentirme espiado me cortó la inspiración, y ni una letra más escribí. El rubor que me subió a la cara lo disimuló muy bien el vino que habíamos bebido.

Por lo que tiene de macabro, me da un poco de vergüenza decirlo, pero a fe de sincero lo voy a contar: siempre tuve gana de ver estrellarse un avión. No es que por satisfacer el morbo de mi deseo quisiera el accidente. Simplemente me decía que si había de suceder en otro sitio, pues que fuera allí, para verlo. Y lo ví: fue un domingo de mañana, que llamó mi atención el ruido de un motor acercándose. ¡”Cómo, un avión y el radiotelegrafista no me ha pedido viento y presión”! Corrí fuera cuando ya sobrevolaba media pista de aterrizaje, y me quedé mirándole esperando que remontara porque no le quedaba terreno. Al fondo estaba el muro, y sobre el muro la carretera de Melilla a Tetuán. Como no remontó, la avioneta se estrelló contra él, y saltó al centro de la calzada donde quedó con el morro incrustado en el alquitrán y la cola mirando al cielo. El camión de bomberos corrió allí como una centella, y yo que fui a carreras llegué sin aire para respirar. Milagro de Dios, que no se incendió. Dentro el piloto y su acompañante abrazados uno al otro sin conocimiento. La ambulancia rauda al hospital militar de Melilla, y… ¡Solo eso! El susto y el desmayo, no les pasó más. Fue una avioneta-taxi que volaba de Orán a Rabat, y que intentó hacer un aterrizaje de emergencia porque por alguna razón se había quedado sin gasolina. La falta de gasolina les salvó de morir abrasados. Y yo perdí la foto que hice de aquél suceso, con una cámara que había comprado, que más que cámara parecía una trampa negra de coger ratones…

(Continuará.)

J. González González ©

No hay comentarios: