miércoles, 24 de agosto de 2011

DE LA MILI (III)


Durante el período de instrucción, y siempre tres números por delante de mi, (se encabezaba siempre la formación a tenor de la estatura,) había un individuo por cuya culpa nos dieron más de un “paso ligero”. Era un mozalbete natural de Melilla, dicharachero y bromista que a mi juicio se pasaba de gracioso, y despertó en mi la antipatía hacia su persona, hasta una noche que…

Llovía poco en Marruecos, pero aquella noche pareció una de las del diluvio universal, y yo tuve un tremendo dolor de cabeza junto a una fiebre que me abrasaba. Me revolví sin duda en la cama, y el “imaginaria” que lo advirtió me vino a preguntar. Le dije lo que me ocurría, me trajo otra manta y desapareció. Al poco escuché la puerta de la Compañía y el “imaginaria” se acercó de nuevo calado de agua hasta los huesos, para ofrecerme unas pastillas que traía del botiquín. Era el mozalbete de Melilla que tan mal me había caído hasta aquél instante, y a partir de entonces fue el mejor amigo que tuve en la mili.

No vivimos mucho tiempo en la Compañía de Destinos, pero sí lo suficiente para conocer la vida donde se almacena a la gente. Allí intercambiamos unos con otros los uniformes que nos dieron sin tener en cuenta la estatura de cada uno. Allí dormía quien se duchaba tres veces al día junto a quien había que llevar por fuerza a la ducha para que su olor no nos impidiera dormir. Había quien cambiaba con regularidad las sábanas todas las semanas, como quien jamás se ocupaba de ello, y luego a escondidas robaba al vecino las limpias y le dejaba las llenas de mugre y semen reseco. Las bromas más pesadas se gastaban siempre a las personas más indefensas, lo que demuestra lo crueles que podemos ser los humanos cuando sabemos que no han de pagarnos con la misma moneda. Había un pobre muchacho al que mientras dormía, le cogían entre seis u ocho por la sábana bajera y le llevaban a la ducha para abrir sobre su cuerpo desnudo el grifo de agua fría. Cuando los pies de un dormido asomaban bajo la sábana se le colocaba entre los dedos una tira de papel a la que se prendía fuego con un mechero antes de echar a correr, y al que tenía por costumbre de dormir panza arriba se le ataba con sumo cuidado una larga cuerda al pene y cada extremo de la cuerda a un larguero de la cama para que al darse vuelta despertara a la compañía entera con un grito de dolor…

Las madrugadas dentro de la Compañía cuando el toque de diana despertaba a la multitud, y se retiraban sábanas, la gente bostezaba y estiraba sus miembros en todas direcciones desperezando los cuerpos. El ambiente comenzaba a llenarse de una mezcla de olores que mareaban: Olía el metal de los camastros y olía el sudor de los humanos. Olía a orina de los cercanos servicios y al jabón de tocador en las duchas de al lado. Olían los chinches de las mantas sin limpieza, y olía a falo excitado de una juventud pletórica y desbordada. Y a masaje facial, y al zotal de matar insectos…Olía a cuadra, y olía a sucio . Olía a limpio, y olía a vida…

Duré poco en aquél ambiente. Regresaba de desayunar una mañana, y me abordó el cabo Suárez para proponerme ingresar en el servicio de Meteorología. Dentro de tres meses se licenciaban, y había que preparar la nueva promoción. Acepté al instante, sin olvidar de recomendar a mi amigo Ángel de Melilla. Nos reclutaron a siete, que desde aquél instante hicimos una vida independiente. Únicamente para dormir pisábamos la Compañía.

Aprendimos a diferenciar la niebla de la calima, y a conocer los nombres de los distintos tipos de nubes. A leer cada día las horas de sol que un cristal de aumento dejaba gravadas en la cartulina, y a interpretar los rasgos de tinta que la dirección y fuerza del viento escribían sobre el papel correspondiente.
Hicimos sondeos de fuerza y dirección del viento hasta cinco mil metros de altura, y trazamos mapas de isobaras cuatro veces al día. Cada hora de las veinticuatro que tiene el día pasábamos “viento y presión” a los radiotelegrafistas. Y como aquello, además de ser Base Aérea era también el Aeropuerto de Melilla, porque aún no había otro, cada uno de los siete tuvimos una paga especial de Iberia, de setenta y cinco pesetas al mes. (Un poco menos de cincuenta céntimos de euro.)

Pero con aquella paga éramos capitanes generales. Nos sirvió para tener crédito, tanto en la cantina del cuartel como en la taberna de Victor situada a cien metros de la entrada principal.

Tuvimos como jefe al Comandante Tapia, y tras él al capitán Ferreiras, tenientes Naya y Cereceda, y Sargento Font. Mas que militares fueron meteorólogos, y trabajar a su lado no significó perder el tiempo. Tapia era un padrazo y nos concedía cuanto le pedíamos. El capitán que era gallego no era mal hombre, pero nos hacía tener siempre presente que llevaba en la manga tres estrellas. El teniente Naya era catalán, y con frecuencia nos hacía abrir las puertas de nuestras taquillas para ver las fotos de mujeres desnudas que teníamos por dentro, y siempre hacía el mismo comentario: “¿Cuantas pajas os haréis, eh muchachos?”

Solíamos ir al cine a Nador caminando campo a través entre algodonales, sorprendiendo durante el camino a “ratas canguro” que en mi vida había visto, camaleones de larga y pegajosa lengua en los granados, y pequeños galápagos en las acequias estancadas. Ponían películas en español porque había más clientes entre las tropas españolas que gentes del lugar, y cuando no teníamos dinero para un vino en los pocos bares españoles que había, nos conformábamos con un té de los sucios cafetines moros. A veces nos desplazábamos hasta Seganga al acuartelamiento de Regulares, o al poblado de Tauíma donde estaba el tercio Gran Capitán de la Legión con nada menos que cuatro mil legionarios y varias casas de putas gratis únicamente para estos caballeros.

Se construía una nueva Torre de Mando al otro lado de la pista de aterrizaje, y a su lado instalaron provisionalmente un pequeño edificio prefabricado destinado a radiotelegrafistas y “Meteo”, y pidieron un voluntario para dormir allí como guardián de nuestro departamento. Me ofrecí al instante. Llevé colchoneta y fúsil, y me sentí el hombre más libre de la tierra, porque a partir de entonces se acabaron para mí las formaciones multitudinarias. Me rebajaron de todo servicio para pertenecer exclusivamente al observatorio.

(Continuará)

J. González Gonzalez ©

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