sábado, 20 de agosto de 2011

DE LA MILI (I)


No, la vida militar jamás me llamó la atención. Pero me gustaron “Guadalcanal”, y todas aquellas películas bélicas con que los americanos saturaron el mundo queriendo demostrar que eran ellos los auténticos salvadores de la humanidad. Lo malo fue que para convencernos de que los buenos eran ellos, tuvieron necesidad de presentar a sus enemigos como malvados. No supieron ensalzase así mismos sin la necesidad de hundir al vecino. Como causa de ello, durante mucho tiempo odié al pueblo japonés, porque los americanos me le pintaron siempre como traidor y asesino. Está visto que hable quien hable, y diga lo que diga, al individuo no le queda otro remedio que razonar por sí mismo, y aceptar como bueno lo que dicte su conciencia. De ahí el aprovechamiento de los políticos que luchan por moldear los pensamientos de aquellos que carezcan de la capacidad de discernir por su cuenta.

Sin pasión por la vida militar, al cumplir los dieciséis años fui a mi ayuntamiento con la pretensión de arreglar los papeles necesarios para irme voluntario a cumplir el servicio militar, y volví sabiendo que no podría ir hasta cumplidos los dieciocho, y eso con permiso de mis padres porque hasta los veintiuno no cumpliría la mayoría de edad. ¡Como cambia la vida, oye! !Lo que va de ayer a hoy! Ayer no podía cumplir con una obligación que tuve, y hoy se puede abortar sin ningún permiso, por que tuve un descuido…

El mismo día que los cumplí, y con el permiso de mi padre firmado en el bolsillo, (para nada hacía falta entonces la firma de mi madre,) me planté de nuevo en Roiz y tramité los papeles. Como cuerpo elegí la aviación, y como destino el Protectorado Español de Marruecos. Elegí Aviación porque me gustaba. Y Marruecos, porque no había otro sitio con nombres exótico que me llevara más lejos. Más lejos, Canarias, sí. Pero Canarias me sonaba como a estar en casa, y yo soñaba con mundos distintos…

Nos reclutaron en Valladolid, a donde llagamos desde Santander siete incautos a las tres de la madrugada, y hasta las nueve que teníamos hora de presentación, nos fuimos con otros reclutas de distintas provincias a dormir sobre el césped del Campo Grande. Allí aprendí, en la persona de un palentino, la primera lección de cómo debes caminar cuando vas sólo en la vida: El de Palencia, en vez de elegir el suelo para tumbarse, eligió un banco del parque, y cuando al amanecer se despertó, le habían robado de puestos los zapatos.

Estuvimos tres días en Villa Nubla, y recuerdo perfectamente que allí empecé a escribir un diario, y que anoté en él, el nombre del primer amigo que hice: un sevillano llamado Paco Berlanga que era boxeador. Ignoro cuan larga fue la existencia de aquél diario, aunque recuerdo de haber anotado también que durante los cinco días vividos en Ceuta, comíamos empleando como cuchara unas conchas grandes de almejas porque en Villa Jovita, (el barrio donde estábamos instalados,) no había cubiertos.

Embarcamos una noche de tormenta en la bodega de un carguero con rumbo a Melilla, que nos zarandeó cuanto quiso y un poco más, y nos duchó a capricho de las olas agitadas que de vez en cuando entraban por los ojos de buey con cristales rotos, como si los mismísimos diablos, desde el fondo de los mares, las empujaran. Puede que naufragara allí mi diario, porque de las putas conocidas en los burdeles de Alhucemas, cuando al mediodía siguiente hicimos escala, no recuerdo haber escrito palabra alguna. Putas hermosas algunas de ellas con los pubis depilados, y tatuajes en la cara, que hambrientas de clientes nos ofrecieron los primeros vasos de té aromatizado con hierbabuena que durante dos años completos habíamos de ver en todos los cafetines moros.

Desde el puerto de Melilla a la Base Aérea de Tauima situada tres kilómetros al interior de la ciudad de Nador, nos llevaron en camiones cerrados, lo mismo que había visto hacer en la feria de Torrelavega con las vacas y caballos. Durante el trayecto, y a través de los desajustes de las tablas de la caja del camión miraba con avidez el paisaje y solo alcanzaba a ver gigantescas chumberas a ambos lados de la carretera, y a lo lejos los montes calcinados.

Descendimos de los camiones cada cual con su maleta de madera en la mano y nos llevaron a un enorme hangar de construcción metálica convertido en residencia de reclutas con el nombre de “Unidad de Servicios”. Nos asignaron a cada uno una cama sobre la que dejamos nuestra maleta, nos mostraron los servicios, y nos pusieron en fila para que poco a poco fuéramos saliendo al patio que nos indicaron.

Sin dejarnos siquiera percibir donde estábamos, en aquél patio convertido en barbería nos cortaron todos el pelo al cero, nos tiraron a las manos un uniforme, y nos convirtieron en soldados de aviación. ¡Madre, que cabezas! ¡Como huevos de avestruz! Soltábamos risotadas de burla de cualquiera de nuestros compañeros sin pensar que éramos su propio espejo. En formación de a tres nos llevaron a “bajar bandera”, y el toque sobrecogedor de oración, como un lamento de trompeta. Luego a cenar: unos comedores enormes con peste a rancho, pero comida caliente y cucharas de verdad. Algo, era algo… Después, a la compañía. Filas y filas de camas metálicas y estrechas con ásperas sábanas y una manta marrón dobladas sobre la colchoneta de borra. Nos desnudamos, y doblamos con el mayor cuidado del mundo nuestra ropa de paisano que guardamos en la maleta con la veneración de un relicario. Buscamos los servicios siempre atiborrados de gente, y una trompeta lejana desgranó las notas de “!Silencio…!”

(Continuará.)

J. González González ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bueno Jesús, se va poniendo interesante esta especie de batallita, nunca mejor dicho, pues en la "mili" preparaban en previsión de una guerra real.
La verdad es que internados y milicia, tienen un nexo de unión.
Ya me dirás que tal estás. Hasta pronto. Lns