Para poder contarlo de una forma gráfica, diré que fue algo así como el pistoletazo de salida de un maratón; pero claro, con muchísimos más individuos participando en una loca carrera por el triunfo. Si, fue como una explosión incontrolada y triunfante dentro del túnel, donde sólo la rapidez y destreza en el momento justo podía darme la victoria. Aún hoy sigo sin salir del asombro. Que yo ganara la carrera entre cien millones de competidores, es algo que nunca acabaré de digerir.
Recuerdo de forma muy vaga que comencé el camino empujado por una fuerza increíble, que me debatí como un loco entre mis lubricados contrincantes lo mismo que lo hacen las angulas del río cuando empujadas por la marea creciente luchan por alcanzar las aguas dulces en lo más alto del cauce.
Fue a las pocas horas de iniciar mi camino cuando me encontré con él, y casi sin mirarnos nos fundimos en un abrazo. El destino quiso que de antemano estuviéramos hechos el uno para el otro, pues de no ser así, el encuentro hubiera ido imposible. Tal vez, no. No estábamos hechos el uno para el otro. Fue, como casi todas las cosas importantes, que el azar así lo quiso. Yo, el espermatozoide más ágil, o con más suerte de aquel momento, acababa de encontrar el óvulo perfecto para crear una vida nueva.
¡Que simples y sencillas suelen ser las cosas grandes! Desde aquél instante cada uno de los dos perdimos nuestra propia identidad, dejamos de ser lo que éramos. Y nos convertimos en entes privilegiados. Tanto óvulos como espermatozoides tras una vida efímera, solemos ir a morir olvidados entre el “polvo” del camino. Nuestro sino fue distinto, y nos convertimos en el embrión de un nuevo ser que había de nacer para que pudiera repetirse esta historia interminable…
J. González ©
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