sábado, 2 de julio de 2011

ECHAR LAS REDES EN EL 7º CIELO.


Clausuramos acertadamente las conferencias semanales de Salcines, con una cena en un restaurante de la localidad.

Éramos once comensales distribuidos cómoda y ampliamente, alrededor de una gran mesa vestida en colores cálidos, engalanada con unas bellas copas tulipa, apropiadas para albergar un vino tinto crianza de Laguardia; aromático, con cuerpo, afrutado, con aromas a la madera de la barrica donde reposó el tiempo adecuado, indicaba su calidad el escaso efecto embriagador. Denotaba la cuidada elaboración desde la vendimia, hasta colocarlo al mercado para un exclusivo número de clientes. Esta empresa familiar de viticultores de la Rioja Alavesa, tiene el único afán que mantener la calidad casi medieval de este caldo que disfrutamos.

El diseño ladeado y ondulante de los vasos de agua, parecían representar el lento caer de ese líquido desde los manantiales, siempre mágicos e hipnotizantes.

La vajilla era delicada y sencilla, a juego con la suavidad y blancura de la porcelana, hizo resaltar los delicados alimentos; la servilleta estaba sencillamente doblada, evitaba así la complicación al extenderla. La cubertería, en una aleación perfecta tan uniforme y brillante que parecía haber sido pulida en aquel momento, delicados al tacto, con el peso adecuado a su estilizada estética. Aquella mesa tenía un solo adorno, una esbelta botella del aceite arbequina, el producto que comanda sus guisos.

Nuestros cuerpos reposaban acomodados sobre el justo mullido, altura y respaldo de los asientos.

Amparaban la intimidad unos visillos tupidos a la altura de nuestras cabezas, a su vez, nos permitían ver la calle principal, aportaba la sensación de extender aquel amplio comedor. Sorprendía la originalidad y conservación de dos vigas de madera, pertenecientes a ese local más que centenario y que junto a cuadros, murales, antigüedades, las lámparas colgadas de altos techos, presidido por grandes maquetas de barcos bajo transparentes vitrinas y otros motivos marineros salpicados por doquier en aquella estancia, influidos por ese ambiente de mar, era fácil dejarse llevar por la imaginación y creer estar reposando a bordo del Titanic, atracado en la quietud del muelle tan cercano a nosotros.

Apenas imperceptible, sonaba una variada música ambiental, incluso el jazz tenía su sitio, con el fin de llegar a todos los gustos; aumentaba la relajación y era preludio a la presentación y degustación de los productos que llegaron de manos del chef.

Recibimos con agasajo al básico elemento, el pan, de aspecto artesano. Presentaba la corteza matices de color canela que resguardaba la blancura de la miga; excelente el resultado tras el horneado de esta mezcla de harina, levadura, sal y agua, que aporta benéficas bacterias. Su olor recordaba a las panaderías de leña de antaño y aquel pan untado con mantequilla natural

Nos atendieron camareros de postín, incluso el jefe de cocina se acercó portando una de las raciones y conversó con nosotros, haciéndonos sentir aún más si cabe, en familia. En esta empresa familiar se ejerce el oficio de restauración en varias de sus ramas, dos chef, el sumiller y un maître. Mantiene en plantilla profesionales igualmente preparados. Atendían sabiamente, en el justo momento, sabedores del oficio de armonizar y mantener la relajación del comensal, renovaban plato y cubiertos en cada uno de los seis platos que degustamos a fin de no confundir sabores, cautivaron también por su diligencia y educación. La degustación es un rito de intimidad con el paladar, informa al cerebro con la rapidez del placer y ellos lo hicieron posible. Disfrutamos de una mixtura de sabores que llegaba a todos nuestros sentidos, incluso, pudimos distinguir el sabor exquisito de las carnes gracias al receptor bautizado como “unami”.

Caigo en la tentación de intentar definir lo sentido ante aquel menú degustación, difícil de olvidar, original en sus recetas y cuidada presentación, además de las logradas salsas que acentuaronn el sabor de los ingredientes principales.

Llegó hasta nuestro plato, en el denominado “servicio americano”, una ensalada de ventresca y cebolla caramelizada; fresca y atrayente a la vista, resaltando los sabores de los tres ingredientes principales, pescado, hortaliza y la endulzada cebolla.

Seguidamente alcachofas naturales con virutas de jamón; deleitó incluso, a quien denostaba y evitaba esta verdura en su dieta. Dos sabores salseados con delicadeza.

Aparecieron las croquetas de manzanas con foie. Sorprendentes al paladar, perfectas y suaves, mejoradas por la unión del delicado hígado y sobre un puré de la misma fruta, la ornamentación, como en todos los platos, hacía devorarlas con la vista.

El pulpo, atenazó nuestros sentidos en la misma forma que abrazan sus tentáculos, sazonado con un ligero toque ahumado, sobre diferentes aderezos coloristas y gustosos.

Depositaron en la mesa, un lomo de pescado perfectamente emplatado; lucía lánguidamente en lascas abiertas; destacaba su sabor y consistencia a merluza de pincho del Mar Cantábrico. Descansaba sobre un puré de la vera y unas pocas verduras, éstas nos sirvieron para doblegar el ímpetu de nadar en esa auténtica sensación de mar, de sol y de la sensación de pescar entre las redes de nuestros tenedores.

El estómago satisfecho y el alma a la espera del siguiente y último plato, la tarta de queso horneada, acompañada con arándanos. Su cremosidad llenaba por completo la boca, el trabajo de masticar era casi innecesario. La cuchara hacía efecto bumerang, volvía al plato por si misma, y sin más, retornaba a la boca cargada con esa delicia, cubierta con el abrigo tenue del horneado, en justa proporción de sostén. Había exclamaciones de placer y veintidós parpados entrecerrados, dispuestos a gozar, Nada más.

Sí, fueron delicias que nos llevaron al 7º cielo. Resultó apetitoso, suficiente, saludable, estético, en el acierto de variarlo tanto como la primavera, ya que los menús han de ir en consonancia con cada época del año. Salsas y guarniciones diferenciadas en texturas, colores y sabores, con la temperatura adecuada, dietético, nutritivo y equilibrado, acorde con la categoría del establecimiento, que es mucha, y con las acertadas palabras que nos recibió a la entrada, “Club de Calidad, Cantabria Infinita”., además la exclusividad de esta cena, era el mejor agasajo a nuestro invitado, Salcines.

Departimos animadamente, la conversación y empatía llegaban como los platos, degustados en los cuatro grupos de aquella carta espléndida. Hubo entrantes en los que se habló de amistades y recuerdos; un primero de las tradiciones, un segundo de las artes; el tercero fue el plato fuerte del agradecimiento a Salcines. Al final, un postre oral de sonrisas, un complemento dulce de complicidad, repartida entre risas que finalmente afectaron al músculo diafragma. Se habló también del último trabajo del taller de escritura sobre el tema del erotismo, de historias quizá banales, de la vida en general.

Fuimos obsequiados con una copita de moscatel espumoso, un añadido al ya buen ambiente. Su bodega de caldos y licores, a decir de los entendidos, posee una lograda selección. Esta familia de restauradores, está en constante investigación, por ello hemos tenido hoy la suerte de degustar platos originales, casi todos ajenos a su carta habitual. Un placer haber sido catadores de estos manjares.

Pocas veces se han pescado en un plato, tantos y delicados productos.

http://www.restaurantelasredes.com/

Ángeles Sánchez gandarillas
1-VI-2011

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