sábado, 2 de julio de 2011

SAN PEDRO


Fue una fiesta mínima. “Minimísima” diría yo si se pudiera “superlativizar” la frase. La capilla entrañable. Desde que nací hace ya la friolera de ochenta años, conocí sus ruinas semiocultas en el vientre de un matorral de zarzas y saúcos donde todas las primaveras anidaban petirrojos y “raitines”, que junto a negros miruellos y delicados jilgueros han sido por excelencia las aves más populares de nuestros pueblos.

Llegamos justamente cuando empezaba la misa. Un cura alto y desgarbado oficiaba la eucaristía gesticulando sus largos brazos, y de repente, y sin saber muy bien porqué, el clérigo me recordó los espantapájaros que cuando yo era niño colocaban las mujeres de mi pueblo entre los sembrados de sus huertos. Serían cuatro o cinco hombres y menos de una docena de mujeres quienes seguían sus rezos.

Un buen día me enteré que la capilla de San Pedro se estaba restaurando, y me alegró la noticia. No se muy bien calcular el tiempo, pero quizás haga quince o veinte años. O hasta puede que menos. Don Daniel se llamaba el cura que había entonces en Caviedes, y quien dirigió la obra fue un profesor del instituto de Cabezón de la Sal apellidado Boigas que ejerce la arqueología no se si de forma profesional. Despojaron las piedras del manto vegetal que las envolvía y se recuperaron los trozos tallados de las arcadas, la sillería de las esquinas, y también ignorados sarcófagos de los que aún quedan en su entorno trozos cargados de años e historia escondida.

Si hay un cura que sea capaz de quitarme la poca devoción que pueda sentir, fue este oficiante. Su extraña personalidad arrancó mi atención de “aquello” que celebra para centrarla en “como” lo celebra. El énfasis de sus gestos y lenguaje llegó a mis sentidos de forma tan teatral, que llegué a dudar de si este hombre cursó sus estudios en un seminario o dentro de una escuela de arte dramático.

La misa en sí misma no fue demasiado larga. El sermón por reiterativo fue pesado un rato largo y además no dijo nada concreto. Aquél cura insistió una y otra vez en cuanto debíamos amar a Cristo, y lo hizo con gestos tan exagerados, que más que del espíritu parecía referirse al amor carnal. ¡Que cura más raro!

La ermita quedó tal cual debió ser en su tiempo. Irradia sencillez y recogimiento en su ubicación justo al lado de lo que algún día se llamó “camino real”, y hoy sólo es la Carretera Nacional 634. Allí mismo, junto a las ruinas de la ermita nacía “la cambera” que llevaba al barrio de San Pedro, y que hoy forma parte de la pradería que la circunda. El camino nace ahora unos metros más arriba y dejó de llamase “cambera” para ser simplemente carretera "Carreteruca", diría yo si pienso en su tamaño.

Otra media docena mal contada de gente llegó a la campa tras finalizar la misa, por lo que bastaron dos mesas y dos bancos de madera donde justo a la una de la tarde “tomamos las once”, que solía decirse en mis tiempos mozos. Si las mesas y los bancos no fueron muchos, ocurrió lo contrario con el ágape: mientras Octavio ejercía sus cualidades de buen cocinero al cuidado de una sabrosísima fideuá para todos los asistentes, las mujeres llenaron los platos de cosas de picoteo, y los hombres los vasos del vino que cada cual eligió, y como remate gustamos la mejor quesada pasiega que uno pueda imaginarse. Aunque goloso, nunca fui muy amante de las quesadas, pero lo empiezo a ser a partir de hoy. No; no fue una quesada de “El Macho”. Esta fue la quesada de “una hembra”. Si algún día vais por Caviedes pedirle por favor a Nini que os deje probar la que hace ella, y después podréis contar como es el sabor de la auténtica quesada.

Con esto acabó el festejo, y por ello, al empezar le llamé mínimo. Nos fuimos de la pradera. Faltaba el café y Mila decidió que se tomara en su casa. Para tomarlo, de la mesa de su salón se retiraron los cubiertos preparados para una comida que no se hizo porque los estómagos estaban repletos. Fue un café moderno, de esos que vienen en cápsulas metálicas y se hacen en máquinas especiales, pero que saben a café, café. Después nos sorprendió con un licor servido de una botella en forma de “moái” que un pariente suyo descubierto a través de Internet le trajo nada más y nada menos que de la Isla de Pascua, perdida allá en medio del Océano Pacífico, y que a mi, ni fu ni fá me hizo tal bebida. Mucho más acertados estuvieron Julián, su marido, y Sarito la de Casio que eligieron orujo de Potes. Insistieron para que también me apuntara a lo del orujo, pero como uno tiene un mínimo de civismo, y tenía que conducir después, me negué en redondo.

J. González ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bonito lugar ese, una historia que está desperdigada alrededor de esa ermita, tan sencilla y pequeñita que parece de juguete. Tene "enganche" y magia, a donde apetece volver en soledad a respirar la pureza del aire, entre esas montañas y arboledas, leyendo tus escritos prciosos Jesús y algo de poesía del romanticismo, hasta caer dormido a la sombra de un árbol. Los vecinos de ese pueblecito son atentísimos y majos. A brazo fermosura.