viernes, 29 de julio de 2011

DE ANTAÑO II


Ha sido notoria la evolución. Antes los críos, (porque éramos críos, y no niños,) hacíamos las excursiones con un bocadillo de tortilla de patata metido en un cartucho de papel de estraza, y procurábamos comerle al lado de una fuente para tener donde aclarar el “gargüelo”. El que disponía de un real se podía permitir el lujo de tomar un “bolinche” a media tarde. (Los “bolinches” eran pequeñas botellas de gaseosa con una bola dentro, que el gas empujaba hacia arriba y la hacía servir como de tapón interior,) y desaparecieron del comercio aplastados por La Casera que nació en botellas familiares y precios sin competencia.

La excursión más larga que recuerdo fue en tren a Santander, y tardó en llegar tres horas desde la estación de Roiz. En Treceño todas las máquinas reponían agua para el vapor. Las máquinas del tren, que andando el tiempo aprendí que se llamaban locomotoras, eran una maravilla a contemplar. Tenían nombres de pueblos, de los pueblos que tenían estación, y estaban escritos con letras de metal dorado atornilladas a su coraza de hierro. La conducía el maquinista ayudado por el fogonero que se encargaba de meter paladas y paladas de carbón en aquél infierno de fuego que tenía en las entrañas. Un penetrante silbido avisaba del arranque. Soplaba bocanadas de vapor junto a las ruedas, y unas veces muy suave, y otras veces a tirones, se ponía en marcha el convoy.

Era todo un poema ver como subía el tren la cuesta de El Turujal. Era un titán tirando de los vagones. Era un monstruo con coraje, que soplaba y resoplaba, y se agarraba al carril con la fuerza de un gigante. Iban quedando atrás los árboles, y allá, abajo, los barrios de la Herrería y de Gualle, y el río Escudo pintando un surco entre las praderas verdes… Y llegaba el revisor con su traje azul y su gorra de plato, siempre serio, para con un pequeño aparato que a mi siempre me intrigó, hacerles un boquete a los billetes de cartón. (En aquella época abundaban las gorras de plato. Desde el último sereno de la última ciudad, pasando por acomodadores de cine y porteros de hoteles, hasta el mismísimo general Franco, la llevaban. Otra cosa eran los adornos en unos, y el color y la estrellas en otros.) Después corríamos los críos a la ventanillas para ver como aquél hombre pasaba de un vagón al otro colgándose en el vacío con la pericia de un trapecista de circo…

En la estación de Santander la gente salía a la calle poco menos que a carreras. La mayoría eran mujeres casi todas vestidas con faldamentos negros y largos que portaban cestas de mimbre a la cabeza o colgadas de los brazos, y que eran asaltadas por unos hombres uniformados y también con gorras de plato. Mientras ellos hablaban con la que tenía la desgracia de caer en sus manos, las otras iban que perdían el culo sin importarles la dirección, con tal de escapar de los funcionarios del “Fielato” que las obligaban a pagar los “derechos de consumo”, de cuantas docenas de huevos o productos hortícolas intentaran vender en la ciudad.

Los maestros y el señor cura nos conducían hasta los Jardines de Pereda, nos mostraban las esculturas del insigne costumbrista de Polanco, y la de Concha Espina, nos hacían los respectivos panegíricos y luego todos a comer los bocadillos de tortilla mientras contemplábamos los patos y cisnes que había en el estanque. Se nos iban los ojos tras el ajetreo del muelle, y el ir y venir de los barcos de Pedreña, pero no había tiempo para tanto. Teníamos que coger corriendo el tranvía para ver El Sardinero. Los tranvías amarillos como canarios eran preciosos. Montamos en “la jardinera” toda abierta, sin cristales, para que pudiéramos ir viendo mejor El Paseo de Reina Victoria, y allá, a lo lejos, el palacio de La Magdalena. En El Sardinero, de bajar a la playa ni hablar; lo veíamos todo desde los jardines de Piquío, y de nuevo corriendo al tranvía para ver a la gente tirar de la cadena para que sonara una campana cuando necesitaban apearse, y nosotros poder llegar a tiempo para tomar el tren de regreso a la estación de Treceño.

A Santillana del Mar y las Cuevas de Altamira también nos llevaron alguna vez. Vimos las auténticas, no la réplica, que a nadie se le había ocurrido entonces que la transpiración y el aliento del cuerpo humano eran capaces de estropear las pinturas. En aquellos días había cuadras con vacas y “moñigas” por el empedrado de las calles en vez de turistas. Pocas flores en los balcones, y cuatro “tienducas” con recuerdos. Pero había un olor a “cuchu” y a vaca lechera, que daban al lugar una autenticidad increíble.

A Comillas andando desde Caviedes por el “Alto de la Comillona” hasta bajar a Rioturbio, luego a La Rabia, y al Seminario de cabeza. Aquello era una auténtica “fábrica de curas”. ¡Madre, cuanta sotana negra! Solía decirse entonces que parecían bandadas de cuervos negros. Como el cura de Caviedes era hijo del guardián del palacio del Marqués, teníamos el privilegio de visitarle por dentro, ( era entonces propiedad de los Marqueses de Comillas, y no existían las visitas públicas,) luego don Juan nos decía los nombres de todos los árboles plantados en el jardín, y de que países eran originarios,

Éramos muy viajeros los críos de mi época. Nos llevaron otro año a San Vicente de la Barquera en un camión con los bancos de la iglesia clavados en la caja para que no se movieran con los frenazos. No necesitábamos cinturones que nos amarraran, ni “leches” por el estilo. ¡Pues no estábamos nosotros hartos de montar en burro “a pelo”, y en carros tirados por vacas, sin asientos ni puertas con seguro!

El progreso da comodidades a cambio de quitar romanticismo y belleza. ¡Que vista, muchachos, desde el alto de las curvas de La Revilla! Con marea alta la Villa parece flotar en medio de la bahía, y se forma un panorama incomparable Y ¿dónde fue a parar el olor a salitre, a mar, a algas, a gaviotas, en fin, a pueblo de auténticos marineros que recibía al visitante en cuanto se acercaba al Puente de la Maza? ¿Dónde las pilas de chicharros, o sardinas, o bocartes en los viejos muelles de antaño? ¿Dónde los viejos barcos de madera pudriéndose por las marismas de Pombo y de Rubin que ponían el punto pintoresco que los pintores de medio mundo plasmaban en sus lienzos?

J. González González ©

2 comentarios:

nreigadasn dijo...

Genial Jesús, me encantan, por favor no pares que disfruto mucho leyendo cada renglón.
Gracias,
Nieves

Anónimo dijo...

¡Qué bucólico Jesús!, eres un poeta, sabes reflejar los detalles y la sensibilidad de esos recuerdos. Descubro cada día tus experiencias en la vida, eso me alienta y produce la curiosidad necesaria para seguir leyéndote y aprendiendo. Lines
(Estoy revisando el escrito del mueble, tiene cosillas mejorables. No obstante, muchísimas gracias).