viernes, 16 de julio de 2010

“SALEARSE, ESCUYAR Y LA CALOCA” (2ª PARTE

La festividad de los Reyes Magos se hacía de manera sorprendente, pues iban de casa en casa, entregaban los regalos en mano a los niños. “Uno”. A veces por las prisas se confundían y habían de cambiarlos, pues el escalón de las diferencias de género de entonces, les convertía en inadecuados.

Los niños y niñas, tenían digamos ciertas demarcaciones; pasarse de la frontera estipulada, daba lugar incluso a peleas, algunos de esos barrios eran la Barrera, el Castillo o la Cabaña; incluso entre colegiales de centros diferentes, colegios religiosos contra la escuela o todos ellos en contra de los pueblos de alrededor, por ejemplo. Eran territorios o juegos con unos límites, nadie ajeno debía cruzar, siempre surgían carreras o guerras, en algunos casos más violentos, a pedradas, los menos, decían los mayores que, “no llegaba la sangre al río”. Eso no quitaba, para que acudieran juntos a determinadas actividades,

Hacer recados solos, fuera de su entorno y más aún, cuando la oscuridad nocturna se adueñaba de la villa, -tenían muchos miedos, a veces fundados- era casi una aventura. Iban a los pocos comercios de entonces, quizá a la tienda de Tomasa, la de Pedro, Leocadia, Demetria o quizá la Cooperativa de la Cofradía. Las anunciaban en grandes rótulos sobre la entrada, en mayúsculas como, “COLONIALES Y ULTRAMARINOS”. Una especie de supermercado actual. Locales con comestibles, bebidas, incluidos zapatos, sellos, tabaco o aquellas cuchillas para afeitarse llamadas MSA, finas, rectangulares y acanaladas, que se sujetaban a la base del mismo tamaño de la maquinilla de afeitar, por medio de tres agujeros, luego se enroscaba el mango, quedando al aire tan solo el corte por ambos lados; una manera de poder afeitarse cambiando la dirección o en la otra mejilla.

Luego era normal, coincidir en la compra de lo necesario para un hogar, mientras que el humo del tabaco flotaba denso y cansino, en un ambiente en el que se desarrollaban tertulias y alterne de cafés o vinos; pescadores deseosos de conversar y compartir, desahogos de peligros, fríos o cansancios. Les servían en pequeños porrones o botellas y en vasos relativamente grandes, tintos agranatados y sabrosos, blancos olorosos, naturales; quizá aquel que pudiera, algún licor más fuerte, del grifo de la barrica de solera a la copa.

Las compras eran de pequeñas cantidades, por ejemplo 100 grs. de azúcar, con la salvedad de que al envolverlo en un cucurucho de papel de estraza, pesaba tanto como el producto en sí. Alguna sardina arenque, que se repartía entre tantos en la familia, que según me contaba mi abuela, a alguien le tocó mojar en “la sombra”, o sea donde se apoyaba ese pescado.

“Escuyaban” la botella de aceite, hasta la última gota, la inclinaban al calor para aprovechar todo, lo mismo hacían con cualquier producto, leche, licores o combustible.

Se compraba al “fiau”, pagándose cuando vinieran mejores tiempos. Apuntado en dos cartillas, una para el cliente y otra para el comercio, denominación, peso, cantidad y precio del producto, dejando esta fila para la suma de cada hojita; los pagos a cuenta especificados igualmente. Un lento trajín añadido a las ventas, pero que en aquellos tiempos, no cabía la inmediatez y ansiedad que se da hoy día. Preocupaba el día a día y el poder llevarse alimento a la boca y también, la falta de variedad

Había comercio llamado la Cooperativa, dependiendo en su gestión de la Cofradía de Pescadores, era igualmente un negocio pero, con los beneficios abocados a los socios. Se distribuía una ayuda para cada socio, incluidos los jubilados, en los inviernos complicados o con poca pesca, distribuíaN una serie de alimentos básicos y dinero, lo llamaban el “Reparto”. Solía ser en Navidad. Estas ayudas eran gratuitas, procedían de los fondos de la cofradía, una valiosa manera de atender necesidades que se convertían casi en apremiantes o básicas.

Los pocos restos sobrantes de las comidas, se dejaban en las entradas de las casas en una lata o en calderos, eran recogidos por los dueños de algún cerdo; esto se agradecía en la matanza o “matacillo”, con borono o pique, pues servía de ayuda para engordar el “chon”. Otros residuos se quemaban directamente en la cocina económica o de carbón. Aún así quedaba basura, que era recogida por un empleado municipal, este utilizaba un carro enganchado a un burro, a la vez trabajaba como barrendero.

Por aquel entonces tramitado por la municipalidad, habilitaron unos campos en Villegas, delimitados en pequeñas huertas llamadas “jazas”. Cultivaban lo casi necesario para sobrevivir. Para evitar el peso de la simiente o las recolecciones, se trasladaban en barcas a remo.

El abono que tenían entonces, era las “calocas” o algas ribereñas. Tienen pequeñas burbujas de aire, son gruesas, planas, resbalosas, oscuras, igualmente se utilizaban para ungüentos en el balneario. Comenta este señor, que en una ocasión fue con su hermano a por ellas en una “barcuca”, tendrían entre ocho y diez años. Arranca y carga, carga y arranca, tanto interés pusieron, tanto se esmeraron, que la llenaron a tal punto que no flotaba, quedaron sobre y llenos a rebosar de ellas.

Los niños ayudaban en muchas labores, unas pequeñas tareas pero que servían de mucho, nadie pensó en protestar, tenían responsabilidades variadas, atender y defender a sus hermanos pequeños, ayudar en los “arrebuscos”, (recoger los granos sueltos desperdigados por los sembrados, recolectar frutos alejados, etc.), desgranaban alubias, ejercitaban de recadistas deshojas del maíz, recordaban aquellos cuentos del “sacauntos” y el miedo atenazante que les producía, un largo etcétera de actividades menores.

Ir a por leña a la marisma fue otra de esas “labores”. Me cuenta que una vez les pilló Quico, quedó atrás por ser pequeño y le retuvo cogido de una oreja, le salvo ser hijo de quién era, conocida de aquel encargado. Un hombre fuerte, serio y alto, con un correcto castellano y voz enérgica, le pareció que esta salía casi en un rugido de una gruta profunda, además le trató de usted, le escalofriaba. El miedo hacía el resto pues aquel señor –era mi abuelo-, tenía fama de irascible.

Las mareas traían a las playas las ramas y troncos de las riadas invernales, algunos tablones de las cargas de barcos mercantes, que por el mar embravecido, se soltaban o tenían que tirarlas al mar. Estos restos eran las ruchas, recogidas para calentar las casas, quemados en un crepitar incesante, debido a la sal que quedaba en ellos al secar, en las hornillas de las cocinas de carbón.

Todos recogían manzanilla, aquella especie de margarita olorosa, menta, eucalipto, perejil de los muros, tila o la flor de la estrella. Esta se cocía durante horas, hasta el punto de espesar, casi gelatinosa; según parece servía para curar diferentes enfermedades de la respiración, lo que si le quedó claro es que era un asco tomarla.

Otra forma de ayudar a evitar los síntomas catarrales o problemas respiratorios, eran los 9 baños, seguidos, a partir del 30 de agosto hasta el día del “Mozucu”, según parece, era una vacuna inexcusable. Esta señora duda de esos efectos beneficiosos, más bien lo contrario porque estaba el agua friísima, lloviera o hiciera el frío de los nordestes, en aquella compuerta detrás de la Ronda, donde había esas corrientes de aire, que resistiera aquellos nueve días, demuestra su fuerza de hoy. Aún tiene algún problema bronquial, ya que quizá no fueron suficientemente efectivos los baños. También es verdad que mantiene muy buen aspecto, algo de sabiduría médica ancestral habría, sí dirían los ancianos: vete tú a saber…

Pero tenían tiempo para todo, después de acudir inexcusablemente a la escuela, pues estaba penado no ir y la multa siempre iba a parar a los padres, disfrutaban de diversos juegos, el esconde-verite, Garbancito haba, la comba, la pelota, el aro, con algún carrito o coche que hacía el famoso Remigio, pero lo mejor eran aquellos columpios o “saleos”. Estaban detrás de la iglesia. Al salearse se sentían volar, subir y bajar tanto que casi daban la vuelta; hubo más de un lesionado, mareos por abuso del vaivén y risas, muchas risas. Los moratones y rasponazos, se tomaban como heridas que daban a ver, su valor y arrojo.


Continuará...

ÁNGELES SÁNCHEZ GANDARILLAS ©
Julio 2010

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