jueves, 15 de julio de 2010

“SALEARSE, ESCUYAR Y LA CALOCA” (1ª PARTE)

Esta pareja me recibieron en su casa con atención, amabilidad y la confianza, de auténticos amigos. La verdad es que me abrumaba un poco, porque a pesar de conocernos, no habíamos contactado a niveles de amistad; eso que decimos aquí, tan solo de vernos por el pueblo, “de to la vida”.

Al llegar a la casa, llama la atención, un abanderado palo de mesana a escala; tiene hasta el último detalle de los veleros antiguos, pero en este caso desnudo de su vela. Suele portar una vela triangular, llamada cangreja, siempre que sea un barco velero con esas características. Quizá le guste este, porque es el que facilita trabajar mejor con vientos desfavorables, preparado para la lucha contra viento y marea, -nunca mejor dicho-; es posible que defina su personalidad luchadora.

Los estays aguantan tenso ese mástil, tiene las drizas anudadas un poquito altas, en un enganche, simulando ser la cornamuza o bita, aunque tan sólo sea el amarre y no la forma. Esa especie de escalonados cabos, confeccionado con obenques y flechastes, que forma la llamada tabla de jarcia. Hubo de retirarlas, pues sus nietos se podían hacer daño o caer, al subir por ellas.

Está el palo en tramos, estos tienen diversas denominaciones. Macho, mastelero y mastelerillo; esos añadidos están sujetos fuertemente, como si de amantes leñosos se tratara; estas uniones son llamadas tamboretes. Explica que es debido a que en esas épocas, no encontraban la largura recta necesaria. Ha llevado al máximo la reproducción, cabos de escota, candizas, poleas, aguantará vientos, esta vez asegurado en tierra. Incluso está la bandera cumpliendo la labor de torrotito. Denota su relación con nuestro cercano mar.

Sorprende un césped cuidado, sin calvas, liso, denso; un jardín que contiene diversidad de flores y plantas variadas, árboles emplazados de manera que en ese espacio total, tengan su estética. Una fuente enmarcada en madera, lo mismo que el caminito que lleva a ella; rodeando la casa, una pequeña acera, se agranda hacía una terraza y el porche. Gusto, nobleza y acogimiento, sensaciones que la madera aporta en su mobiliario exterior e interior.

Hay la posibilidad de cambiar a la zona de oeste a la caída de la tarde y conseguir en ese espacio, el máximo tiempo de sol, pues está al descubierto. Es una opción tan solo al buen tiempo, pues esa orientación es fría en invierno, sin embargo en verano, no implica necesidad de refugio, quizá tan solo unas sombrillas.

En el suelo de esta, veo pintado un avión para el antiguo juego de la “peñuca”. Sus nietos le sacan provecho, -una vez enseñados, pues no le conocían-, mejoran la habilidad de llevar la “peñuca” al lugar y número que corresponda; por supuesto, siempre sin tocar las rayas que separa cada modulo. Ir saltando sin pisar los limites del trazo, a la pata coja y a dos pies o descanso, en las supuestas alas de la aeronave, también al retorno. Recoges la plana y pequeña piedra -debe de estar lo más suavizada posible, para que se deslice bien-, de nuevo recomienzas, esta vez a un número superior. Dibujo uno más de lo reglamentario por despiste, en la cola o empiece de la imagen de supuesto avión en el suelo, quedó así como curiosidad. Una novedad en aquel juego infantil de sus tiempos.

Sorprende su sentido de la cordialidad, a pesar de que este matrimonio está de acuerdo en vivir ciertamente aislados. Les reconforta el silencio, las aves, otros animales cercanos. En la lejanía, el ruido de la circulación rodada en la autovía, confunde este sonido, parecen las ráfagas del viento sur caluroso. Les acompaña también a lo lejos el ruido rítmico del tren, su llegada a la estación, oyendo el aviso de su bocina; da al entorno una cierta sensación de paz, donde el tiempo parece que dejo de correr…

A más de eso, han elegido mantener la cocina de carbón, esa fuente de calor que emana compañía, mantiene un nivel de humedad necesaria, para el control de alguna deficiencia respiratoria y desayunos o tardes eternizadas a su lado. Quizá tengan en sus tradiciones el café de puchero, sería el “culmen” para casi inmovilizar en aquel lugar, el avance incesante de las fechas. Esa puede ser el origen de nuestras angustias y desazones, no saber frenar y o apreciar, la propia vida.

Y de pronto estábamos hablando de otros años, diferentes, complicados por una posguerra, donde había que adaptarse al momento. Recordaban la Barrera, las casonas de piedra, ya entonces viejas, adornadas con escudos –están hoy colocados en el convento de San Luis- y piedras labradas en anchas paredes. Entonces ya existía eso tan moderno que han dado en llamar “viviendas adosadas”, formas de protección para las inclemencias del tiempo, formaban los medianiles de separación entre paredes.

Estaban situados con la puerta de entrada normalmente al sur, las cocinas al norte, las habitaciones eran interiores o con ventanas ínfimas si daban al oeste; conseguían retener más tiempo el calor, en los duros inviernos. Vivían arremolinados por familias, en apenas una habitación con derecho a cocina. Hasta en los años de nuestros antepasados cavernícolas, conocían y racionalizaban estas ventajas.

Compartían excusado, desaguaba por un tubo que pasaba al lado de la escalera. Tenía forma de copa, bastante menos anatómica que los de ahora, todos aquellos habitantes subían un caldero con agua a manera de cisterna manual. Otro método utilizado, era hacer las necesidades en casa –pues se coincidía en horarios entre tantos vecinos y era inexcusable “descomer”-, luego se eliminaba por ese mismo retrete.

El agua había de transportarse de fuentes y pozos. Existían varías, entre ellas, el Bombé, la Teja, el Hayedo, la del muelle; el pozo de la huerta de Pío; el que está subiendo para la iglesia, utilizado en tiempos el hospital de peregrinos y algunos arroyuelos. Pozas y bebederos para el ganado, que tenían su propia flora y fauna, verdes musgos y líquenes, ranas y zapateros, arañones acuáticos, algún insecto; estaban en el Pardo, en la parte de arriba de la barrera, pasado el Convento, en el tenis, etc. Una casa propiedad del último Corro, Ricardo, tenía dentro su pozo y lavadero privado. Algunas vecindades, tenían la suerte de tener un pozo en el patio interior de estas.

Uno de ellos descansa a la vista, en el Parque de las palmeras, tiene dos pequeños depósitos, quizá para la limpieza de utensilios de cocina o pequeños aseos personales; allí están también, los pilares de piedra que sujetaban las portillas de las antiguas bodegas.

Había también varios lavaderos colectivos, entre de ellos el del final del puente de la Fuente nueva, el del Peral o el de la Cruz en la Barquera. Ambos recordaban el jabón de pastilla “chimbo”, servían para todo, desde el lavado de ropa o el aseo personal a base de esparto. Sonreímos todos, quizá sea el mejor exfoliante que exista.

Un tiempo después, ya en otras viviendas independientes, como “las casas baratas”, con agua corriente, conseguían calentar el agua por medio de un pequeño recipiente, en las cocinas de carbón o económicas, pues estaba dentro de la hornilla. Calentada el agua, subía por la propia fuerza de la ascendencia del calor, cuando se enfriaba o recogía fría, bajaba de nuevo, del “calderetín” o depósito suspendido en alto. Este sistema era un entramado de dos tubos, uno con el agua fría y otro caliente. Por esa misma presión que creaban, establecían un circuito cerrado que recorría el tramo para el uso en el baño o la cocina, un traslado de manera rápida y eficaz.

Se pasó mal. Enfermedades como la tuberculosis, miedos al contagio, los piojos en algunas cabezas, “ver” es la mejor forma de definirlo, porque se veían, esos u otros parásitos. Pasó aquel tiempo desfavorable, la cosa mejoraba paulatinamente, “pelando” las faltas como se podía.

A lo largo de todas las historias, las guerras producen ruinas, miserias, muertes, enfermedades, contagios y un resentimiento que tarda lustros en desaparecer; siempre el mismo resultado y el mismo encono en organizarlas.


Continuará...

ÁNGELES SANCHEZ GANDARILLA ©
Julio 2010

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