miércoles, 14 de julio de 2010

SIN TITULO

Es la decisión mejor para titularlo, porque tantas sensaciones impedían decidirme, todas era válidas y buenas, como diría algún entendido, definitorias.

Estoy de nuevo ante las teclas de este ingenio moderno, -a veces pienso si no estaré soñando, ante tantas facilidades como esta vida proporciona-, en el dilema de por donde empezar, qué quiero decir o de alguna situación que me dejara huella. Hay muchas huellas, a veces tengo la mente repleta de esos momentos, todos “merecen la alegría” de ser reflejados, hasta el punto, que renuncio a escribirlos.

Es una pesadilla real, son tantísimos que la única opción es dejarlos enfriar, una vez fríos, los reposo cual si fueran flanes de huevo de la abuela. El resultado suele ser que me los “como”, quedando como experiencias para el recuerdo; tanto almaceno que olvido, los dejo empaquetados en el desván, dentro de ese baúl que tiene cada vez más cabida, pero que igualmente, se llena de telarañas.

En fin, cosas y más cosas, ríos de tinta inocuos, corrientes sensibles de sentimientos inconexos, trenzados por el alma.

En el paseo hasta la playa de las olas o Merón, se distinguía la fuerza de esta mar en el espacio, un ruido constante, parecía mentira en verano esa manifestación casi invernal. Al llegar comprobé que era de marejada. Algunos barcos desistieron de ir a pescar, estaban en reposo en el muelle.

Mi primer paseo del año por la playa, fue en un día precioso, poco calor y agua marina casi templada. Por supuesto vestida. Coloqué mi osamenta rellena de carnes y otros órganos, todo ello envuelto en piel, parada ante aquella mar inmensa, despoblada de gaviotas, con gentes y niños vociferando, divertidos, envidiables.

Cuanto les gusta a las generaciones de infantes y jóvenes la playa, gastan las energías en esa delicia, mezcla de juegos en arena y agua. Observaba a las madres tras sus hijos en la orilla, a grito pelado.

-¡Niño, ven para acá, que estas muy lejos, vuelve, no me hagas ir a buscarte!

De lejos es más fácil controlar a sus hijos, sobrinos o nietos. Bueno, siempre temí este control, para mí descabellado e irrealizable.

No reconocía apenas a mis hijas de lejos, todos pequeños entre pequeños, en grupos incontables de compañeros de “cole”, vestidos con pedacitos minúsculos de tela sobre sus cuerpecitos, corriendo, al agua, cada una independiente de la otra, con una ficticia libertad; sin el peligro de los coches, ni hombres malos, mancharse y rebozarse, mojarse cuanto quisieran, jugar, comer hasta la arena, fuera prohibiciones. Pero estaba la mar, la inmensa arena, el descuido.

Cuanto lamenté ignorar nadar. Pero eso sí, enseñé todo lo que pude respecto a esa habilidad de flotar sobre el agua –en teoría, claro-. Un empeño que se añadió después, a la enseñanza profesional en las piscinas.

Ahora un paseo solitario, daba lugar a comprobar sin miedos toda aquella playa. Unas olas que estaban un poco revueltas, donde sus rizos y embates, proporcionaban a los bañistas la posibilidad de saltar, quitar pereza con ayuda de su embestida o mil actividades imaginativas.

Es magnifica la labor artística de la naturaleza, dibujo volátil, que en tu memoria transforma otro trazo, parecidos, blanqueados, resacosos. Eso era lo más impresionante, la resaca del mar. Estando tan solo a unos pasos de esa fuerza incontrolable, con el agua por la pantorrilla, el mar hacía hueco bajo los pies, hundía en un pequeño agujero. Cada golpe del oleaje, teñido de arena en movimiento, se alzaba con ella, marrón en adorno de una cabellera blanca y brillante, el sonido del levantamiento y caída de las mismas, la llegada en calma ficticia a la orilla.

Se apreciaba el bamboleo de una lancha de salvamento, estaba por fuera de la zona de baño, quizá pretendían estar en aviso constante, a pesar de la bandera roja plantada y visible, siempre a la vista y siempre cercana. Después de todo, somos tan presuntuosos y vanidosos, que creemos poder con todo, a pesar de que existe un peligro real, evidente. Los accidentes son inevitables, pero a veces, nosotros mismos los provocamos. Tenemos la necesidad de aventura en este u otros casos, mal entendida pero a flor de piel.

Me centré en disfrutar de esa tarde, naturaleza que llega a borbotones, aislante, ruidosa, a pesar de los paseantes, solo oyes tu respiración, tus pensamientos, reclamas sosiego, ves horizontes verdes o azules, compruebas que eres un misero ente débil. Pero teniendo una vida por vivir, en el espacio que corresponde, con las metas que te propones atravesar.

Es una sensación que deja pensativo, somos casi nada y casi todo, produce vértigo pensarlo.

Nos lleva y trae, nos atrae igualmente anímicamente, sentimentalmente, enamora o se teme. Contrapone emociones, perturba; la mar, el mar.

Tengo ya tres jornadas de paseo de arena y agua, esta última a raíz de la propuesta de una amiga, como despedida. Enamorada de este lugar, de sus obras de arte –de preferencia románicas-, la naturaleza, activa, incansable. Accedí de inmediato, a pesar de la hora temprana, las diez de la mañana.

Emprendimos con nubosidad el paseo, de vez en cuando la oía decir, tengo que llevarme este fresco a mi casa, aunque sea en la mente. De pronto lo que parecía bruma de la mar, se convirtió en una tela trasparente de agua fina, silenciosa y calmada. Seguimos adelante en charlas variadas, ignoramos la lluvia, vimos algún otro paseante o deportistas, pudieron ser un total de cuatro; sumamos en toda la playa, siete. ¡Qué casualidad!, ese deseo de siempre de querer mojarte por decisión propia, se estaba cumpliendo. Llegando a las cercanías del cabo, decidimos volver. Caminamos unos 5 kilómetros.

La vuelta fue diferente, el agua nos daba de pleno en la cara, goteaban nuestros rostros, el pelo, la ligera ropa concentraba medidas de agua importantes, pegada a los cuerpos, sinuosa, descarada. A esta indumentaria le importó bien poco, mostrarse en esa especie de acercamiento, a esa sensualidad en escenas peliculeras o de sueños apasionados. A falta del Romeo de turno, me perdí observando nuestro pasos por esta nueva experiencia.

Las gotas resbalando por los apéndices nasales, de los rizos en goteo independiente, acompasado, bajando en el desnivel escaso de las cejas hacia los lados, dejando en las caras regueros transparentes, también goteaban en su llegada a las mandíbulas y el mentón. El pelo caía ya por el peso acuoso y las pestañas, pesaban empapadas. Se veía blanquear es las caras, la crema cosmética que resbalaba con el agua.

Estaba el tiempo cálido, por tanto pasar a través de esa cortina, de aspecto londinense y novelesco, de agua y niebla, aportaba un surrealismo daliniano. Una escena casi flotando sobre un mar en calma, las lenguas de la marea adentrándose en la arena, como gatito satisfecho relamiendo constantemente su hocico; casi abstrayéndome de la conversación, quedando en segundo plano no se que cosas de los hijos y padres. Hoy no quería arreglar el mundo, solamente disfrutar de la mojadura playera, con el agua dulce uniéndose a la salobre, esa sensación casi sensitiva, relajante y las voces cada vez más lejanas. Oía algún ¡hay que ver!, o algunos “síes”…

De pronto nada, la mar, la lluvia y yo, solas, sosegadas, gozosamente vivas, con nuestro oficio en ese momento, comprendernos y hacer nuestro trabajo. Una mojar, otra cantar y yo, de espectadora satisfecha.

Llegamos a la casa playera y nos despedimos bajo esa misma lluvia, “hasta luegos, nos llamamos, planes a la vuelta”, dejamos sin concluir la conversación postrera, para terminarla en la próxima visita. Abrazos empapados y en su cara, resbalosos besos por el ungüento protector para el sol, -sonrío-, unos abrazos desconocidos, con ropajes pegados que dejaban casi piel a piel, intensos y fuertes, cariñosos, esos que reclaman otros encuentros, faltos de embarazosos compromisos, sin metas ni medidas, sanos.

Simplemente abrazos.

Llegué a casa entre peligrosos patinazos, era debido al barrillo mojado de la tierra arrastrada, de montículos y obras cercanas. Temí caerme por esa afición que tengo, mil veces demostrada, pero ante la dificultad evidente, triunfó mi estabilidad, parece que estaba en su punto álgido hoy. Después de la ducha, noté la piel y el cabello suave, persiste ese tacto de finura que aporta el agua de lluvia, esa cualidad que da la sensación de acariciar la piel de un bebé.

Me ha llamado. Encontró la piscina llena de grillos extintos, es posible que quisieran morir antes ahogados en el agua, que achicharrados por el calor. Hablaba de un cambio de temperatura de 15º; ¡quiero volver a tu Cantabria!, era su deseo acalorado.

Aquí te espero.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
12 de julio de 2010

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como añoro esos días estivales, la playa, sus cálidas arenas y ese vuelo
danzante de las gaviotas en busca de su alimento,disfrute mucho del calor de tus letras.
un abrazo!

Blue