domingo, 6 de diciembre de 2009

EL GATO AL AMOR DE LA LUMBRE


Esta tarde, de último de noviembre, me acerqué por el domicilio de un familiar; sabía que entre sus quehaceres se encontraba el de desgranar alubias y me gusta el ambiente de esa labor. Mientras me despojaba de la ropa de abrigo, viendo al gato, pensé en Ce, sé que tiene preferencia por estos mamíferos domésticos y quiero ofrecerla al menos esa parte del relato.

Allí nos reunimos tres mujeres, al llegar también su sobrina; ese día estaba la amenaza de que el invierno asomaría en breve, había bajado la temperatura unos seis grados muy rápidamente con mucha humedad y oscurecía antes del ocaso. Así que el calor que proporcionaba aquella cocina-estufa, alimentada con carbón y madera, era de agradecer y disfrutar.

Me sorprendió aquel gato que a resultas de un accidente de tráfico, se le rompió una de sus patas traseras por dos lugares, la otra mal curada también tenía al menos una fractura, su cuerpo estaba dislocado en otros huesos. De estás curaciones espontáneas era posible apreciar el casi arrastrar de sus miembros inferiores, le costaba andar y le producía dolor evidente. Se notaba a simple vista que de vez en cuando esas roturas, aún después de años, conservaban aristas o picos y le producían daño al tropezarse ya que se lastimaba desde adentro y atravesaba incluso la piel con herida sangrante.

Decía la dueña de la casa que su hermano lo dejó vivir por lástima, quizá le tenía cariño, además era de un mestizaje de gato europeo y siamés interesante, el color del pelo en su mayoría blanco, largo y suave, con la nariz marcada con dos rayas pardas al igual que las orejas, estas enmarcaban unos ojos grandes, claros y redondos en extremo, el final de las patas y rabo poseían también ese claro oscuro.

Su pelo había mejorado notablemente, como se diría entonces en algunas familias “le alcuentro tresnau” con el calor y el alimento. Yo seguí sin explicarme el cambio que se había dado con “Michu”. Estaba acurrucado en el suelo, en esa postura de duermevela, alguna vez se movía a otro lugar en un pequeño recorrido pero siempre cerca del calor, al llegar, acurrucándose de nuevo, se oía el rum-rum de su contento. La postura gatuna de reposo era perfecta, los párpados semi cerrados en esa cabeza de macho grande y redondeada; a pesar de sus fracturas, las patas estaban recogidas bajo el cuerpo, cumpliendo el cometido de aislamiento de este con el suelo, y el rabo escondido en el contorno de su muslo, quizá intentando evitar que se lo pisaran.

Al fin explicó la presencia del minino en la casa, dijo que lo había visto cazar un ratón con presteza y además se lo engulló, entonces comprendió que su hermano tenía razón, este lisiado gato poseía ese don, por aquel motivo le había concedido el privilegio del hogar. Siempre fue desconfiado pero ahora estaba tranquilo, no se sobresaltaba por nadie ni por ninguno de los ruidos o voces que se daban en ese momento. Me recordaba la docilidad de los animales abandonados y después recogidos en la protección de otros dueños, se aprecia en ellos como una sensación de tranquilidad o agradecimiento infinito.

Ha reconocido que le ha enseñado a subirse a sus regazo y que ahora “Michu” siempre que puede se sube hasta sin ser llamado, y por lo que veo, ambos se agradan.

Antes de empezar ese quehacer de desgranar las legumbres, nos dio las instrucciones necesarias para después trabajar menos en la selección de ellas. Veréis que algunas de las vainas se han estropeado por la humedad, las reconoceréis porque están más flacas, tiene pintas y el color es como el papel de periódico, si queréis comprobarlo hacedlo con cuidado y tirarlas al montón de las cáscaras ya vacías.

Aquí tenemos cuatro clases, las de riñón, las “redonducas blancas”; unas negras gordas las quitáis porque son malas hasta decir basta, seguro que los pájaros las dejan o se les caen cuando las llevan en el pico, es fácil que al ser duras como piedras las “cagan” sin digerir. Las otras son moradas, aunque sé que están buenas y tienen la piel fina, son pocas hasta para guardar de simiente, quitándolas luego puedo escogerlas más rápido, las que estén malas las retiráis también.

La pregunté si eran las de que con sus guías se esquilaban por los panizos, me dijo no todas son de las de pie. Antaño se hacía este trabajo a la oscurecida o de noche, quizás para aprovechar que casi sin luz era difícil coser, hacer cuentas, leer, planchar escrupulosamente la raya de algún pantalón, pero esta labor, que necesitaba escasa luz, era la adecuada, eso o amasar la harina de maíz, para “yeldar” y desayunar los tortos.

Volví a la carga con mis preguntas, quise saber como hacía ahora para cambiar las semillas en cada nueva plantación, me aclaró que ella seguía variando cada año, pero que ahora al haber tan pocos vecinos, normalmente tenía que comprarlas para efectuar ese cambio. Fíjate me dijo, que hasta los moritos que son lo más resistentes, terminan por arruinarse si no los alternas, la planta crece demasiado y al final les nacen guías que buscan donde subir.

Esta mujer ha sido experimentadora, tiene conocimientos hasta en química, sabe las reacciones de las plantas, cuales son machos o hembras, le encanta la historia egipcia, dice a veces que sería su ilusión viajar, para conocer todo en aquel entramado histórico.

Lee la prensa y está al cabo de la calle de eso que ella dice “la igualdad”. Mira me dice a veces, llevo en este oficio del campo toda la vida, en casa, en las labores de la tierra, el secado de la hierba, el ganado, la economía casera o de la ganadería, madre, enfermera, y hasta a veces veterinaria, modista, peluquera… En eso tengo toda la igualdad, tan solo me faltó la parte divertida de ese equilibrio: Todos los días tener la posibilidad de tiempo libre o salir a viajes de la venta y compra de los animales en las ferias o cosas así, porque al menos hubiera tenido la oportunidad de tener contacto social.

Mientras descascarábamos las alubias, nos decía que los gatos son frioleros y que en casa de su madre les encontraban en el fogón, tan cercanos al fuego que andaban cerca de chamuscarse. Dijo que la naturaleza tiene cosas raras, como la mayoría de los gatos en las zonas rurales, salen y entran por todos lados, en una ocasión en una de esas escapadas en época de celo regresó una de sus gatas preñada.

Nacieron varios gatucos todos preciosos, decía la abuela que esa gata escogía a los machos mejores, entre ellos, en esa mezcla de dos razas, nació una que estaba repartida en la mitad de su cuerpo, la frontera de una y otra raza estaba justo en el medio mismo de su tronco, una de gato doméstico y la otra de gato persa. Era preciosa a pesar de ello, o puede ser que fuera por esa razón, la lástima fue que como muchos de los gatos de casa fue presa de un atropello, cosa habitual porque viven al lado de la carretera comarcal que pasa por el pueblo.

Cuando se producían silencios en la conversación, se apreciaba el chasqueo de abrir las vainas, sacar las alubias con uno de los dedos y apretar las vacías en el hueco de la otra mano, mientras con la primera volvías a repetir la acción. Cuando las cáscaras no cabían ya en el dorso de la mano, las dejábamos caer en un recipiente reservándolas para encender con más facilidad la lumbre. El sonido parecía el pisar sobre hierba reseca de un grupo de personas pues la alternancia en soltarlas y vaciarlas, daba la sensación de pasos en un recorrido muy tranquilo. El sonido más fuerte recordaba al salto de alguno de ellos ante un inconveniente del camino.

La cocina de vez en cuando reclamaba más combustible, ella se levantaba, la ahuecaba y movía la hornilla, retirando los restos de ceniza hacia la reja o parrilla que se colaba por si misma al depósito de abajo o cenicero, además retiró una piedra que rebozada de carbonilla parecía carbón. La dueña atiza con leña, después añade unas piedras de carbón con un poco de “cisco” arriba de todo, es ese momento la plancha se comienza a poner al rojo, e incluso salen bocanadas de la lumbre por el agujero que todavía está sin tapar

Lo cubrió con la punta torcida del “hierro”, que siempre cuelga de la barra de secar y apoyar los paños de la cocina, empujando las más grandes y por último introduciendo la punta en el agujero que tiene la última tapa. Colocadas perfectamente las arandelas para tapar el fuego, deja el “tiro” que está instalado en la chimenea, a término medio para que consuma lo justo y el calor se extienda en el tiempo. Abre la puerta del gran horno, de esta manera el calor se reparte antes y mejor.

En ese momento se aprovechaba para descansar, estirar y levantarnos, recuperarse la forma casi jorobada, a otra más erguida y cómoda, además así desaparece el hormigueo de las piernas inmóviles por tanto rato. Veo que el polvo que se desprende de ese trabajo, se adueña de la sequedad de mis manos tomando un color blanquecino, incluso distingo cada uno de los surcos de la piel en ellas. Me importa bien poco, es una forma de apreciar que casi sin esfuerzo estamos concluyendo, porque además de menguar el montón, hemos tenido que poner un altillo para la banastona, y de esta manera estará más cercana a nuestras manos y se desgrana mejor.

Ahora los sonidos procedían del crepitar bucólico del fuego devorando las astillas de la seca madera; se distinguen también el golpeteo en los cristales de las gotas de la lluvia o granizo, el calorcillo y la modorra que alguien coronó con un bostezo, que sin permitírselo su dueña, apareció descarado en la boca. Nos produjeron a todas, ese preludio del arropamiento, que se produce al acostarse en la cama, calentita y deseosa de dormir. Así pasaba la tarde, oscureciendo, cada una en sus pensamientos o con la mente en sosiego, extendiéndose esa especie de letargo en aquella habitación de anchos muros hoy alicatados.

Sí, es una casona de anchísimas paredes, tendrán casi un metro, aunque con pocas ventanas y estas son pequeñas con respecto a las que habitualmente vemos hoy día; era una forma de protección al calor o frío, de espaldas al viento castigador de noroeste y con la entrada mirando al sureste.

Las construcciones de aquellos años, sobre todo en zonas rurales o aisladas, se emprendían por los mismos vecinos casi sin medios profesionales, pocos materiales y herramientas para ello, lo que hoy sería una empresa casi imposible. Esa cimentación ancha, no menguaba a medida que ganaba en altura, en este caso tenía un piso superior, desván y tejado a dos aguas.

Dice que fue su abuelo quien la construyó y que tardó muchísimos años pues lo hacía prácticamente solo, está situada sobre piedra que hubo de barrenar a mano, gracias a que era cantero y conocía muy bien como tratar ese material. Es posible que contara con algunas herramientas propias de ese trabajo, zapapico, barrena, maza, pico, punterola, cuñas, con ello conseguiría ir desprendiendo, picando, allanando y sacando de la zona del suelo y canalizaría el contorno para cimentar los anchos muros.

Él no lo supo pero con esa piedra aislaba su casa del gas radón. Este hombre que veo en una fotografía, enjuto, con grandes mostachos, serio, rodeado con su esposa y de algunos de sus 19 hijos resultantes de dos nupcias, con aspecto aseado y dando la impresión de que eran muy seguidos en edad.

La cuadra y socarreña quedó a la espalda de la casa, pero fue hecha mucho más tarde; afuera pegado, a unas cudrucas, después de pedir permiso, construyó un horno para el necesario pan de cada día. Estos muros son depiedra y están recibidos con barro.

Posee un balcón corrido, profundo, apoyado en cabrios con canales en relieve, como adorno en su largo, con una forma que recoge y pone tope los listones de la balconada, todo de madera fuerte que sigue sana hasta hoy mismo, aunque veo una de ellas un poco retorcido, sin embargo mantiene su cometido de sostén.

Los balaustres que protegen la caída desde la galería y las escaleras que llevan a la primera planta y desván siguen siendo las primitivas. En el altillo eran guardadas, igual que ahora, productos como las cebollas o los ajos, de aquella también, frutos secos, manzanas, alubias, etc.

La balconada cumple varias funciones como secar algunos productos de la tierra, protegido del agua, dando el aire que sirve para su secado o conservación, lo más vistoso y que siempre llena mis recuerdos, eran aquellas “llezas” de maíz con aquel dorado brillante, esperando ser desgranadas. En verano salvaguardaba del sol sentándose en los poyetes en el momento de más calor. Era un descanso relativo porque siempre se tenía entre manos alguna cuerda o ronzal que tejer de esparto, en forma de trenza; en ocasiones se confeccionaban de algodón, cáñamo o sisal (de pita), estas se utilizaban al igual que en el oficio de la mar, para trabajos que necesitaban más resistencia y duración.

Otras tareas fueron el de arreglar cestos rotos o maconas, terminar de adornar las albarcas con algún detalle, amarrar con alambres aquellas escobas de brezo para adecentar las cuadras, conversar o tomarse un bocado antes de seguir con las interminables tareas.

También era donde los mozos y mozas noviaban o “pelaban la pava”, un decir de entonces, por supuesto con la puerta de cuarterón abierta; (sigue estando ahí aún), donde la familia ponían el ojo para que no se deslizaran las manos. Servía para asubiar en tiempos de lluvias o granizadas intempestivas, quizás algún vecino o caminante se refugiara del aquel imprevisto.

Un lugar que se llenaba con tiestos de flores en primavera, alegres y frondosas, que a pesar de posibles faltas o necesidades, siempre había espacio para ese tipo de cosas estéticas, porque entre otras cosas tenían semillas, abono, tierra, agua, tiempo y ganas…

Fue y es lugar que en noches de sur, caluroso húmedo y agobiante, reposan en esa especie de portal, ratos de desahogo intentando conseguir alivio, está además orientado a una zona que produce cierta corriente de aire, así el remedio se logra mejor.

Las convalecencias de enfermedades que debilitan, recuperan al abrigo tanto en la portalada como arriba en el mismo balcón, la posibilidad de tomar aire, sol y recibir la alegría de la claridad y pureza del día, siempre reanima y fortalece con las vitaminas que ofrece esta opción. Tan solo con recordar aquello que nos enseñaron en clase, el sol ayuda al crecimiento, fotosíntesis, etc.

¡Que casona!, podría dar la impresión de tosca y fría, pero os digo que es en el interior donde se crea el calor, comodidad, cariño e incluso una estética que cada familia va acomodando a una cierta sensación de acogimiento. Creo que sucede como en las personas, por dentro hemos de buscar la verdad de la belleza, aunque sucede que a veces concurren ambas, entonces “miel sobre hojuelas”.

Esta ha sido una preciosa y agradable tarde invernal, nos hartamos de buscar esas sensaciones en grandes o bellísimos lugares, sin darnos cuenta que hasta la vaina de una alubia y un gato recuperado puede ser el comienzo de una historia o un día inolvidable.


Ángeles Sánchez gandarillas ©
San Vte. de la barquera,
4 de diciembre de 2009

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