sábado, 5 de diciembre de 2009

CARTA A UNA DESCONOCIDA


Muy querida, queridísima:

Quizás no me recuerdes, aunque aún no hace dos semanas de nuestro encuentro. Si es así lo entiendo, porque sé que tu profesión es conocer gente nueva todos los días. Para mí tú fuiste todo un descubrimiento. Fue en un bar del puerto, cuando la noche empezaba a extenderse sobre la ciudad y una niebla húmeda y gris difuminaba la luz de las farolas que se estaban encendiendo. Además de húmeda, la niebla era fría y había traspasado el fino tejido de mi chaqueta. Sólo estaba seco y cálido el lugar de mi espalda sobre el que portaba una mochila con mis pocas pertenencias.

Apenas puse el pie dentro del local, descubrí tu figura de cabellos rubios y vaporoso vestido blanco recostada al fondo del mostrador. Reías las tonterías que te contaba un marino, mientras yo hacía esfuerzos por descubrir tras la cortina de humo de tu cigarrillo el azul intenso de tu mirada. Bastó un segundo para entendernos, y viniste a mi encuentro. Otro segundo para acordar el precio, y agarrado por mi brazo húmedo me dejé arrastrar a través de un oscuro y sucio pasillo al tiempo que me iba embriagando el perfume de tu cuerpo cercano.

Cuando abriste la puerta de la alcoba, pude ver una luz tenue y roja, encendida, que hacía más cálida la penumbra. Yo había dejado aquella misma mañana las frías losas de piedra sobre las que yacía desvencijado el camastro de mi celda. Terminaba de cumplir ocho años de condena, y aunque me había duchado y restregado el cuerpo como jamás lo había hecho, aún me parecía conservar el olor a ratas de mi uniforme de prisionero.

Tus besos me supieron a gloria. Supiste fingir tan bien, que al instante olvidé que eran comprados. Tan necesitado, tan hambriento de caricias y cariño yo estaba, que mientras te desnudaba fuiste para mí como una novia virgen en su primera entrega, y te besé con una pasión desbordada. Acaricié tu anatomía desnuda, y mientras te estrechabas contra mi cuerpo, supliqué al cielo que si aquello era un sueño, muriera antes de despertar.

Era media noche cuando me sacudiste con fuerza porque me había quedado dormido.

-Se cumplió el tiempo -me dijiste-, y no busque más dinero, que me espera otro cliente.

Todo el oro del mundo te hubiera dado por completar la noche, pero me tuve que ir sin preguntarte siquiera cuál era tu nombre. Por eso te escribo, porque ni tiempo me diste para poder agradecerte la felicidad de unas horas...

Jesús González González.
Diciembre 2.009

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