Querida Lola...
Donde quiera que estés y a pesar de decir que no quiero hablar de enfermedades y muerte, tu vida la recuerdo con cariño por lo mucho que aprendí de ti sobre humanidad y quiero contarlo al mundo entero.
Todos vamos por el mundo como yo digo, con nuestros muchos defectos y nuestras algunas virtudes, pero tú tenías muchas virtudes y pocos defectos.
Familia de familia, pero para mi como una hermana. Los años que vivimos en Madrid vimos crecer a vuestros ocho hijos. Tuvo que ser empresa muy difícil, disciplinada y con cariño, y eso, en vuestra casa se respiraba a raudales.
Cuando recuerdo esto se me pone la carne de gallina, y es que ver a ocho hijos el día de la madre, en fila, del pequeño al mayor, de punta en blanco, con unas flores o un pequeño obsequio hecho por ellos es algo que no se puede olvidar.
Pasamos muchas veladas deliciosas junto con otros familiares y amigos. Eras una cocinera de quitarse el sombrero y cuando nos invitabais, despueés de dar de cenar a los "mozos", la mesa del salón estaba puesta hasta el último detalle y las viandas exquisitas.
Siempre recordaré que yo decía que me moriría como todo el mundo, pero no envenenada con una seta y desde entonces tuve que reconocer que podía morir así. En vuestra casa se comían y yo veía a todos tan maravillosos que no me pude resistir a un pastel de hojaldre relleno de ellas. Estaba delicioso y desde ese momento sucumbí.
Cuando ya estábamos aquí comenzó la enfermedad maldita. Os gustaba mucho un hotelito especial, junto al mar, con una pequeña playa. Paseos, confidencias y cenas en el hotel o en nuestra casa.
Me decías que ya casi no comías y te escribí una carta para afilarte los dientes cuando volvieseis.
"-¿Qué tal unas gambitas a la plancha, unas necoritas o unos jugosos percebes?"
Ya no veníais y se me ocurrió llevarte un poco de olor a mar. En una pecera rectangular que me regaló una amiga, puse un poco de arena, unas conchas y algas. Pinté la Isla de Mouro con muchas olas saltando por encima y lo pegué en un lateral, cogí la botella de agua de mar y nos fuimos a Madrid a verte, junto con una caja de ciruelas recién cogidas y que mi vecina me dió para ti. ¡Te gustaron!...
Fuimos con los primos, se suponía que a tomar el aperitivo, pero tú me la tenías guardada, sabías que ya no habría mariscada en nuestra casa. Fuiste a la peluquería y a la plaza. No nos dejaste marchar. En el jardín, con tus hijos, nos quedamos todos juntos y la mariscada nos la diste tú. Como comprenderás inolvidable. Estabas sentada a mi lado. Te cogí del brazo, "sólo huesos".
-Te quiero mucho Lola.
-Y yo a ti también.
Con mucho cachondeo nos contaste que una amiga te había dicho:
-¡Lola, con lo que tú eras y los consejos que nos dabas!
-Mujer, -le respondiste-, que os los puedo seguir dando, todavía no me he muerto.
Al final de la comida, con una delicadeza inimagilable nos dijiste:
-Estoy un poco cansada, me voy a recostar un ratito y luego os veo.
Te vi marchar hacia la casa del brazo de tu hija y de su hermana. Sabía que te estaba viendo viva por última vez.
Al poco tiempo, durmiendo, sueño... Suena el teléfono...
-¡Lola, eres tú!
-Aquí estoy, desfondándome.
Me despierto sobresaltada.
¡Jesús, qué sueño!. Vuelvo a dormirme. Siento un abrazo por la espalda dulce y acogedor. Me despierto, ¡esto no es normal!, llamo a Madrid.
-La señora está ingresada, -me dicen-, y todos sus hijos están con ella, me dice entre sollozos la chica.
Entrañable el rosario que rezamos todos juntos en un rincón del jardín, ese jardín que tanta vida tuvo y que ya no será el mismo sin ti.
María Eulalia Delgado González ©
Septiembre 2009
Donde quiera que estés y a pesar de decir que no quiero hablar de enfermedades y muerte, tu vida la recuerdo con cariño por lo mucho que aprendí de ti sobre humanidad y quiero contarlo al mundo entero.
Todos vamos por el mundo como yo digo, con nuestros muchos defectos y nuestras algunas virtudes, pero tú tenías muchas virtudes y pocos defectos.
Familia de familia, pero para mi como una hermana. Los años que vivimos en Madrid vimos crecer a vuestros ocho hijos. Tuvo que ser empresa muy difícil, disciplinada y con cariño, y eso, en vuestra casa se respiraba a raudales.
Cuando recuerdo esto se me pone la carne de gallina, y es que ver a ocho hijos el día de la madre, en fila, del pequeño al mayor, de punta en blanco, con unas flores o un pequeño obsequio hecho por ellos es algo que no se puede olvidar.
Pasamos muchas veladas deliciosas junto con otros familiares y amigos. Eras una cocinera de quitarse el sombrero y cuando nos invitabais, despueés de dar de cenar a los "mozos", la mesa del salón estaba puesta hasta el último detalle y las viandas exquisitas.
Siempre recordaré que yo decía que me moriría como todo el mundo, pero no envenenada con una seta y desde entonces tuve que reconocer que podía morir así. En vuestra casa se comían y yo veía a todos tan maravillosos que no me pude resistir a un pastel de hojaldre relleno de ellas. Estaba delicioso y desde ese momento sucumbí.
Cuando ya estábamos aquí comenzó la enfermedad maldita. Os gustaba mucho un hotelito especial, junto al mar, con una pequeña playa. Paseos, confidencias y cenas en el hotel o en nuestra casa.
Me decías que ya casi no comías y te escribí una carta para afilarte los dientes cuando volvieseis.
"-¿Qué tal unas gambitas a la plancha, unas necoritas o unos jugosos percebes?"
Ya no veníais y se me ocurrió llevarte un poco de olor a mar. En una pecera rectangular que me regaló una amiga, puse un poco de arena, unas conchas y algas. Pinté la Isla de Mouro con muchas olas saltando por encima y lo pegué en un lateral, cogí la botella de agua de mar y nos fuimos a Madrid a verte, junto con una caja de ciruelas recién cogidas y que mi vecina me dió para ti. ¡Te gustaron!...
Fuimos con los primos, se suponía que a tomar el aperitivo, pero tú me la tenías guardada, sabías que ya no habría mariscada en nuestra casa. Fuiste a la peluquería y a la plaza. No nos dejaste marchar. En el jardín, con tus hijos, nos quedamos todos juntos y la mariscada nos la diste tú. Como comprenderás inolvidable. Estabas sentada a mi lado. Te cogí del brazo, "sólo huesos".
-Te quiero mucho Lola.
-Y yo a ti también.
Con mucho cachondeo nos contaste que una amiga te había dicho:
-¡Lola, con lo que tú eras y los consejos que nos dabas!
-Mujer, -le respondiste-, que os los puedo seguir dando, todavía no me he muerto.
Al final de la comida, con una delicadeza inimagilable nos dijiste:
-Estoy un poco cansada, me voy a recostar un ratito y luego os veo.
Te vi marchar hacia la casa del brazo de tu hija y de su hermana. Sabía que te estaba viendo viva por última vez.
Al poco tiempo, durmiendo, sueño... Suena el teléfono...
-¡Lola, eres tú!
-Aquí estoy, desfondándome.
Me despierto sobresaltada.
¡Jesús, qué sueño!. Vuelvo a dormirme. Siento un abrazo por la espalda dulce y acogedor. Me despierto, ¡esto no es normal!, llamo a Madrid.
-La señora está ingresada, -me dicen-, y todos sus hijos están con ella, me dice entre sollozos la chica.
Entrañable el rosario que rezamos todos juntos en un rincón del jardín, ese jardín que tanta vida tuvo y que ya no será el mismo sin ti.
María Eulalia Delgado González ©
Septiembre 2009
2 comentarios:
María.
Que decir!...una vivencia que impacta, emociona y soborna los sentimientos.
Abrazos.
V:
Lali, qué casi me haces llorar!! Qué bonito!! Seguro que a Lola, desde el cielo, le habrá encantado.
Por cierto, el detallazo de la pecera a mi no se me hubiera ocurrido nunca pero fue precioso
Un beso muy fuerte, Ana
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