Siempre
vivió con nosotros. La recuerdo vieja,
solterona y miope. Yo creo que se fue al
otro mundo sin saber lo que era la gracia del Espíritu Santo, porque según le
escuché decir a su hermana, (que era mi madre), nunca tuvo un pretendiente. No
quiso a los de a pié, y los de a caballo pasaron de largo.
Pero
creo que esta mujer, influyó mucho en mi formación como persona. Verás, la casa
de mis padres tenía en la planta baja un amplio patio de entrada con el suelo
de cemento donde había un par de bancos de madera, dos sillas y un arca de
roble con el frente y la tapa tallados, y sobre la tapa una maceta grande con
una aspidistra enorme que mis hermanas
regaban de tarde en tarde.
Al
fondo, la escalera que subía al piso alto, que era de piedra hasta el rellano y
luego continuaba de madera; y bajo ella, la puerta de lo que llamábamos “El Cuartón”.
Allí estaba el saladero donde se enterraba el tocino y los jamones de la
matanza, el barrilero con los botijos de agua fresca, y un armario con un
montón de cachivaches, más la masera de
amasar la borona, y la tabla de meterla
a cocer en el llar de la cocina. A la izquierda, la puerta, que era
enorme, con las tres cuartas partes del suelo de madera blanca, de pino, que
mis hermanas fregaban frecuentemente con estropajo de esparto, lejía y arena, y
la otra cuarta parte donde estaban el fogón y la lumbre, con el suelo de
baldosa. Sobre el suelo de madera una
mesa larga, un banco largo, y dos sillas. Junto a la ventana que daba a la
calle había una fresquera con la puerta de tela metálica sumamente fina, y
dentro de ella la leche, la mantequilla, queso, y ocasionalmente un kilo de
filetes que por solidaridad se solía comprar al vecino que se le desgraciaba
una vaca, y mermaba su pérdida vendiéndola por kilos.
Arriba,
según se subía, un cuarto oscuro con dos camas y un tragaluz que bajaba del
tejado. Después, un pasillo y la sala que era rectangular. En medio una mesa
cuadrada que se hacía extensible cuando se comía en ella los “días de incienso”; una ventana y la puerta que
daban al balcón, y en medio un aparador con las puertas de cristal donde lucían
unas fuentes grandísimas de una bajilla inglesa que mi abuelo trajo de Cádiz.
En la pared derecha tres cuadros enormes con una Virgen del Perpetuo Socorro,
un Sagrado Corazón de Jesús, y un Nazareno hecho con hilos de seda pegados,
trabajo manual que alguien de la familia compró a un preso en su visita a una
cárcel. Y debajo, una cómoda de nogal de
cinco cajones con tiradores dorados.
A la izquierda, el dormitorio de mis padres. Y
en la última pared, dos alcobas sin puertas que las cerrara; dos travesaños de
latón sostenían dos cortinas correderas
de cretona floreada. En una dormía yo, y
en la otra mi tía, que se llamaba María.
La
alcoba de mi tía era su santuario particular, y ni a mis hermanas dejaba entrar
para que la barrieran. Una cama de caoba
con un somier tapizado, un colchón de lana que todas las primaveras
vareaba en el balcón para esponjarla, la
mesita de noche con una vela en la palmatoria de porcelana, una caja de
cerillas, y a los pies, el baúl de mi historia.
Grande,
enorme; por fuera forrado de cuero con clavos artesanales de bronce, y por
dentro… Por dentro: ¡Ese era el misterio! El primer cajón de la cómoda que
había en la sala, y el baúl de la alcoba, estuvieron siempre cerrados a cal y
canto, que diría cualquier otro que no fuera yo. Yo sabía que los cerraban dos llaves de hierro
de siete centímetros de largo, que vi alguna vez en sus manos.
Dediqué
muchos ratos de mi infancia a descubrir el lugar donde mi tía las guardaba. El
cajón de la mesita, bajo el colchón, detrás del baúl, bajo el orinal… ¡Hasta
que un día…! Colgadas de un clavo en la parte interior de la “piesera” de un larguero de la cama...
En cuanto estuve seguro de que mi tía se fue a
segar un “garrotáu” de verde para su vaca Bonita, con los nervios a flor de
piel, y un temblor incontrolado en la mano derecha, lo primero que abrí, el primer cajón de la cómoda. Fue como una violación. Algo que no debía de
hacer, pero una fuerza incontrolada me empujaba. ¡Qué decepción! Allí no había más que sábanas planchadas, y
manteles de la iglesia almidonados. Media docena de membrillos entre ellos para
perfumarlos, y para de buscar.
El
baúl, ya fue otra cosa: Por dentro forrado de papel color crema con flores
azules. A la derecha ropa interior y membrillos cuyo color amarillo empezaba a
tornarse marrón. Y cartas. Muchas cartas.
Cientos de cartas recibidas a lo largo de toda una vida. Montones de
cartas atadas con cordones de zapatos marrones. Después, misales; libros de misa impresos en papel
biblia, con cantos dorados y cubiertas de piel de cabritilla negra… Estampas, Vírgenes, Cristos, recordatorios
de primeras comuniones, y recordatorios de defunción de todos los muertos del
pueblo… ¡Y un paquete de galletas! Fue una suerte que estuviera empezado, porque
podría coger alguna sin que lo notara. Se hacían polvo al tocarlas; viejas,
revenidas, con sabor a membrillo mezclado con
el sabor de las bolas de alcanfor que había por todas partes… Un tintero y tres plumas abiertas de punta; un
lápiz de carpintero. Una cajita misteriosa de hojalata encerraba tres ovillos
de hilo de repasar y cuatro agujas. En otra había seis pendientes de oro desparejados. Un envoltorio de terciopelo negro contenía
treinta cromos a todo color en papel acharolado de escenas de la Historia
Sagrada. Un trozo de pan blanco y duro como una piedra, que seguramente había
comprado de estraperlo quince días antes… Dos onzas de chocolate que no intenté
llevarme a la boca porque estaban apolilladas. Rosarios de cuentas negras y
rosarios de cuentas blancas. Un crucifijo de nácar, alfileres e imperdibles…
Después, me senté en el suelo. Cerré el baúl con mucho cuidado, y empecé a
querer mucho más a mí tía sin saber por qué. Quizás fue porque aquél día descubrir
que se podía ser feliz con cualquier cosa, aunque entonces yo no lo
comprendiera. Al menos ella era feliz en el mundo íntimo y diminuto de su baúl
forrado de cuero.
Jesús González ©
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