sábado, 23 de mayo de 2015

EL BAÚL DE MI TÍA



      


      Siempre vivió con nosotros. La recuerdo  vieja, solterona y miope.  Yo creo que se fue al otro mundo sin saber lo que era la gracia del Espíritu Santo, porque según le escuché decir a su hermana, (que era mi madre), nunca tuvo un pretendiente. No quiso a los de a pié, y los de a caballo pasaron de largo.

            Pero creo que esta mujer, influyó mucho en mi formación como persona. Verás, la casa de mis padres tenía en la planta baja un amplio patio de entrada con el suelo de cemento donde había un par de bancos de madera, dos sillas y un arca de roble con el frente y la tapa tallados, y sobre la tapa una maceta grande con una aspidistra enorme que mis  hermanas regaban de tarde en tarde. 

            Al fondo, la escalera que subía al piso alto, que era de piedra hasta el rellano y luego continuaba de madera; y bajo ella, la puerta de lo que llamábamos “El Cuartón”. Allí estaba el saladero donde se enterraba el tocino y los jamones de la matanza, el barrilero con los botijos de agua fresca, y un armario con un montón de cachivaches, más  la masera de amasar la borona, y la tabla de  meterla a cocer en el llar de la cocina. A la izquierda, la puerta, que era enorme, con las tres cuartas partes del suelo de madera blanca, de pino, que mis hermanas fregaban frecuentemente con estropajo de esparto, lejía y arena, y la otra cuarta parte donde estaban el fogón y la lumbre, con el suelo de baldosa.  Sobre el suelo de madera una mesa larga, un banco largo, y dos sillas. Junto a la ventana que daba a la calle había una fresquera con la puerta de tela metálica sumamente fina, y dentro de ella la leche, la mantequilla, queso, y ocasionalmente un kilo de filetes que por solidaridad se solía comprar al vecino que se le desgraciaba una vaca, y mermaba su pérdida vendiéndola por kilos. 

            Arriba, según se subía, un cuarto oscuro con dos camas y un tragaluz que bajaba del tejado. Después, un pasillo y la sala que era rectangular. En medio una mesa cuadrada que se hacía extensible cuando se comía en ella los “días  de incienso”; una ventana y la puerta que daban al balcón, y en medio un aparador con las puertas de cristal donde lucían unas fuentes grandísimas de una bajilla inglesa que mi abuelo trajo de Cádiz. En la pared derecha tres cuadros enormes con una Virgen del Perpetuo Socorro, un Sagrado Corazón de Jesús, y un Nazareno hecho con hilos de seda pegados, trabajo manual que alguien de la familia compró a un preso en su visita a una cárcel. Y debajo,  una cómoda de nogal de cinco cajones con tiradores dorados.

            A  la izquierda, el dormitorio de mis padres. Y en la última pared, dos alcobas sin puertas que las cerrara; dos travesaños de latón  sostenían dos cortinas correderas de cretona floreada.  En una dormía yo, y en la otra mi tía, que se llamaba María.

            La alcoba de mi tía era su santuario particular, y ni a mis hermanas dejaba entrar para que la barrieran.  Una cama de caoba con un somier tapizado, un colchón de lana que todas las primaveras vareaba  en el balcón para esponjarla, la mesita de noche con una vela en la palmatoria de porcelana, una caja de cerillas, y a los pies, el baúl de mi historia. 

            Grande, enorme; por fuera forrado de cuero con clavos artesanales de bronce, y por dentro… Por dentro: ¡Ese era el misterio! El primer cajón de la cómoda que había en la sala, y el baúl de la alcoba, estuvieron siempre cerrados a cal y canto, que diría cualquier otro que no fuera yo.  Yo sabía que los cerraban dos llaves de hierro de siete centímetros de largo, que vi alguna vez en sus manos.

            Dediqué muchos ratos de mi infancia a descubrir el lugar donde mi tía las guardaba. El cajón de la mesita, bajo el colchón, detrás del baúl, bajo el orinal… ¡Hasta que un día…! Colgadas de un clavo en la parte interior de la “piesera”  de un larguero de la cama...

             En cuanto estuve seguro de que mi tía se fue a segar un “garrotáu” de verde para su vaca Bonita, con los nervios a flor de piel, y un temblor incontrolado en la mano derecha, lo primero que abrí,   el primer cajón de la cómoda.  Fue como una violación. Algo que no debía de hacer, pero una fuerza incontrolada me empujaba.  ¡Qué decepción!  Allí no había más que sábanas planchadas, y manteles de la iglesia almidonados. Media docena de membrillos entre ellos para perfumarlos, y para de buscar.

            El baúl, ya fue otra cosa: Por dentro forrado de papel color crema con flores azules. A la derecha ropa interior y membrillos cuyo color amarillo empezaba a tornarse marrón. Y cartas. Muchas cartas.  Cientos de cartas recibidas a lo largo de toda una vida. Montones de cartas atadas con cordones de zapatos marrones. Después,  misales; libros de misa impresos en papel biblia, con cantos dorados y cubiertas de piel de cabritilla negra…   Estampas, Vírgenes, Cristos, recordatorios de primeras comuniones, y recordatorios de defunción de todos los muertos del pueblo…  ¡Y un paquete de galletas!  Fue una suerte que estuviera empezado, porque podría coger alguna sin que lo notara. Se hacían polvo al tocarlas; viejas, revenidas, con sabor a membrillo mezclado con  el sabor de las bolas de alcanfor que había por todas partes…  Un tintero y tres plumas abiertas de punta; un lápiz de carpintero. Una cajita misteriosa de hojalata encerraba tres ovillos de hilo de repasar y cuatro agujas. En otra había seis pendientes  de oro desparejados.  Un envoltorio de terciopelo negro contenía treinta cromos a todo color en papel acharolado de escenas de la Historia Sagrada. Un trozo de pan blanco y duro como una piedra, que seguramente había comprado de estraperlo quince días antes… Dos onzas de chocolate que no intenté llevarme a la boca porque estaban apolilladas. Rosarios de cuentas negras y rosarios de cuentas blancas. Un crucifijo de nácar, alfileres e imperdibles… Después, me senté en el suelo. Cerré el baúl con mucho cuidado, y empecé a querer mucho más a mí tía sin saber por qué. Quizás fue porque aquél día descubrir que se podía ser feliz con cualquier cosa, aunque entonces yo no lo comprendiera. Al menos ella era feliz en el mundo íntimo y diminuto de su baúl forrado de cuero.

              Jesús González ©

           

No hay comentarios: