Aquella mañana de
navidad, mientras esperaba su turno en la frutería, las observaba con
deleite. Se imaginó a muchas jornaleras
subidas en escaleras vertiginosas, retocadas con pañoletas y ataviadas con
mandiles, recogiendo una por una las joyas como rubíes que se exhibían en las
ramas más altas. Luego, para evitar
macas por el peso, bajaban los inacabables peldaños y las depositaban en cajas
de medio kilo.
Seguro que
aquellas hábiles recogedoras
podían, cuando les placiera, morderlas,
saborearlas, pintarse los labios de rojo carmín. ¿Cuánto recibirían de jornal por tan delicado
esfuerzo de recogida de la valiosa
fruta, por tantas subidas al cielo y
bajadas al suelo vasto y florido de la Patagonia?
En el mostrador,
aparecían sin precio; el frutero se lo susurró al oído: ella se hizo con un
cuarto de kilo a precio de oro.
Caminó hacia su
casa, erguida, con su bolsita de papel
suspendida de sus dedos. Sentada a la
mesa del comedor abrió su paquetito: eran doce solamente, iguales en hermosura
y frescor. Las postales de Navidad
perdieron su prestancia a su lado. Tenía
que probarlas, saborearlas para la prueba de la noche. Cerró los ojos y cogió una: la mordió, la
olió como se huele un perfume. El aroma
le llenó los ojos de humedad. El sabor era
suave, seda para el paladar. Se relamió
los labios. Eligió otra y esta vez
experimentó con la piel aterciopelada y la comparó con su mejilla: piel contra piel…Después, la
mordió con sus incisivos y brotaron unas gotas con las que impregnó sus muñecas:
las olió: era una mezcla de jazmín y rosa.
La hirió de nuevo, el jugo fue a parar a un pañuelito, sorbió el aroma y
la pituitaria asintió también. Aquellas
dos muestras de fruta fue lo único que se llevó a su persona en todo el día.
Se duchó. Llegó su asistenta a peinarla y a
maquillarla. Le trenzó la larga melena
rubia y se la enrolló en la cabeza –como una escalera de caracol. Luego
la ayudó a ponerse los panties blancos.
Los zapatos rojos de tacón alto y, por fin, subida en una escalera manual,
se hermoseó aún más- con el vestido níveo, abombado.
Las luces blancas iluminaron el
escenario. La modelo dio un pequeño traspiés ¿no iría a
desmayarse? No, era el paso de la
oscuridad a la claridad. A ambos lados
del pasillo, lucían árboles pintados de purpurina blanca. Todos ellos, en las r amas más altas, lucían
frutas rojas, las que ella adoraba, pero
la modelo seguía pisando, con un bonito
contoneo, el suelo inmaculado. A
poca distancia, hacia la derecha, los haces enfocaron una escalera de alfombra
blanca.
Con los pies en el primer peldaño, desde una caja adornada con una lucecita roja, le llegó una fragancia
famosa, era el perfume de DOLCE AND GABBANA.
Siguió ascendiendo sin perder el equilibrio y
el buen hacer de modelo. Otro
regalito blanco y rojo. Esta vez era
un aroma sexual, masculino, inconfundible –la chica se Arranca y la
llave de la habitación abraza el frasco, mientras a él se le
abre la hebilla del pantalón - ANTONIO
BANDERAS-
El trabajo de avanzar peldaños, concentrada
en la perfección y en mantener los sentidos
alerta, es cada vez más
arduo. ¿Qué contenía la tentadora cajita? Cerró los ojos, aspiró con fiereza y, por
fin, distinguió la silueta femenina de JEAN PAUL GALTIERE, ¡UF!; estuvo a punto
ce caerse de miedo.
Ascendió los escalones con aromas de CAROLINA
HERRERA,… de LA COSTE
Llegó al último
escalón de unos veinte centímetros de longitud. A su derecha, una rama del árbol le ofrecía - como a Eva-
un frasquito rosado, ASPIRÓ SU
ELIXIR Alzó un poco más sus
tobillos, estiró los dos brazos, se ladeó un poco con la escalera… y en el
cuenco de sus manos recibió el frasquito rosa de NINA RICCI.
San Vicente de la Barquera, ll de
enero de 2013
Isabel bacaran ©
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