jueves, 28 de agosto de 2014

HAY VECES QUE…



 

            A la cafetería donde suelo escribir, generalmente entro por  la puerta de atrás porque tiene dos rincones a derecha e izquierda de según se entra, que son un remanso de paz, y en cualquier de ellos me encuentro como pez n el agua.

            Lo normal es que llegue entre cinco y seis de la tarde, hora en que no suele haber nadie. Hay tres o cuatro clientes que no tardan en llegar; me saludan, sonríen, y se sientan mirando el televisor mientras aguardan a que les sirvan las copas de costumbre. Si hay partido de futbol, el local se llena pronto, pero ponen todos tal atención a lo que sucede en la pantalla, que no me entero de que hay gente hasta que el Real Madrid mete gol. Entonces es un clamor enfebrecido  y atronador que no dura más de cinco segundos. Le siguen unas discusiones hasta que alguno de ellos echa un “!callaros, coño!”, y todo  vuelve a la normalidad. Ellos a mirar con los ojos casi saltándoseles de las órbitas como si quisieran meterse por la pantalla adentro, y yo teclea que te teclea, mientras me miran como a un bicho raro.

            Pero a todo se acostumbra uno. Ellos a mi rareza, y yo a la de ellos, porque para cada uno es normal lo que  a él le gusta hacer, y lo que le gusta al otro es siempre lo raro.

            Pero hay veces que… Ocurre lo de hoy: Dos mujeres con su madre y cinco críos que caben todos juntos debajo de un cesto, acamparon en la mesa del medio del salón, y ¡se jodió Triana!

            Yo suelo ocupar la mesa un par de horas, por la consumición de un descafeinado con leche, pero tengo a mi favor que no se me oye ni respirar. Ellas con tres cafés se sienten con derecho a que los hijos de su madre rebizquen como auténticos becerros,  y griten  y molesten como gritan y molestan casi siempre los hijos chicos del vecino.

            Pero me molesta muchísimo más, que sea la cafetería el lugar elegido por las madres para educar a los críos.  Es aquí, y a voces, claro, para que los críos se enteren en medio de su algarabía, donde las mamás les dicen que no molesten a nadie, que se sienten, y que se callen.  Los críos, ni puto caso. Las mamás entonces suben los decibelios, y los gritos retumban sobre el techo. Después me miran a mí, sonríen con una sonrisa de esas que le sientan a uno como si le dieran una patada en semejante sitio, mientras su sonrisa se le agranda de oreja a oreja como diciéndome, “ya sabes, son críos…”  Y se quedan tan frescas.

            Como ya te pidieron disculpas, y se justificaron diciéndote que son críos, (como si tu no lo vieras), se olvidan de ti, de los críos, y del padre que los engendró, y se dedican entre ellas a arreglar el mundo, unas a favor de Kiko Matamoros, y otras a favor de Mila Jiménez; me supongo que lo pasan en grande, mientras yo, no teniendo humos para otra cosa, cuento lo que pasa cuando “hay veces que…”

                     Jesús González ©

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