A
la cafetería donde suelo escribir, generalmente entro por la puerta de atrás porque tiene dos rincones
a derecha e izquierda de según se entra, que son un remanso de paz, y en
cualquier de ellos me encuentro como pez n el agua.
Lo
normal es que llegue entre cinco y seis de la tarde, hora en que no suele haber
nadie. Hay tres o cuatro clientes que no tardan en llegar; me saludan, sonríen,
y se sientan mirando el televisor mientras aguardan a que les sirvan las copas
de costumbre. Si hay partido de futbol, el local se llena pronto, pero ponen
todos tal atención a lo que sucede en la pantalla, que no me entero de que hay
gente hasta que el Real Madrid mete gol. Entonces es un clamor enfebrecido y atronador que no dura más de cinco segundos.
Le siguen unas discusiones hasta que alguno de ellos echa un “!callaros,
coño!”, y todo vuelve a la normalidad.
Ellos a mirar con los ojos casi saltándoseles de las órbitas como si quisieran
meterse por la pantalla adentro, y yo teclea que te teclea, mientras me miran
como a un bicho raro.
Pero
a todo se acostumbra uno. Ellos a mi rareza, y yo a la de ellos, porque para
cada uno es normal lo que a él le gusta
hacer, y lo que le gusta al otro es siempre lo raro.
Pero
hay veces que… Ocurre lo de hoy: Dos mujeres con su madre y cinco críos que
caben todos juntos debajo de un cesto, acamparon en la mesa del medio del
salón, y ¡se jodió Triana!
Yo
suelo ocupar la mesa un par de horas, por la consumición de un descafeinado con
leche, pero tengo a mi favor que no se me oye ni respirar. Ellas con tres cafés
se sienten con derecho a que los hijos de su madre rebizquen como auténticos
becerros, y griten y molesten como gritan y molestan casi
siempre los hijos chicos del vecino.
Pero
me molesta muchísimo más, que sea la cafetería el lugar elegido por las madres
para educar a los críos. Es aquí, y a
voces, claro, para que los críos se enteren en medio de su algarabía, donde las
mamás les dicen que no molesten a nadie, que se sienten, y que se callen. Los críos, ni puto caso. Las mamás entonces
suben los decibelios, y los gritos retumban sobre el techo. Después me miran a
mí, sonríen con una sonrisa de esas que le sientan a uno como si le dieran una
patada en semejante sitio, mientras su sonrisa se le agranda de oreja a oreja
como diciéndome, “ya sabes, son críos…”
Y se quedan tan frescas.
Como
ya te pidieron disculpas, y se justificaron diciéndote que son críos, (como si
tu no lo vieras), se olvidan de ti, de los críos, y del padre que los engendró,
y se dedican entre ellas a arreglar el mundo, unas a favor de Kiko Matamoros, y
otras a favor de Mila Jiménez; me supongo que lo pasan en grande, mientras yo,
no teniendo humos para otra cosa, cuento lo que pasa cuando “hay veces que…”
Jesús González ©
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