sábado, 2 de agosto de 2014

CAVIEDES Y LOS BOLOS



 

            Es mentira; no le hagas caso al título, porque yo, los bolos, salvo las tiradas finales, no los vi. Como cántabro, me da un poco de vergüenza reconocer que nunca me llamó la atención  nuestro deporte;  pero qué quieres que te diga: ¡nadie es perfecto! Lo que ocurre es que era un gran acontecimiento  que este año se disputara en mi pueblo el Trofeo de Campeones del Banco Santander, y no podía faltar a semejante cita. Creo que nunca me lo hubiera perdonado.

            Pienso que todo el mundo siente de vez en cuando la necesidad de reponer energía en el lugar que le vio nacer,  y yo acudo con bastante frecuencia a recargar allí mis pilas. Lo malo es que no son alcalinas, y cada vez les dura menos la carga; o puede ser que va flaqueando  el lugar de donde la tomo,  al comprobar en cada viaje que encuentro menos enchufes en los que conectar. Prácticamente ya han desaparecido  hasta los más entrañables viejos de mi edad;  y hablar de tiempos pasados con las nuevas generaciones, es tiempo perdido para mí, porque reconozco que es un coñazo para ellas, escuchar monsergas de años que no conocieron, y que nada o muy poco les puede importar.

            Pero ponte en mi lugar, (algún día los años te obligarán a ponerte aunque no lo quieras), y estarás de acuerdo conmigo, y con el poeta que cantó aquello de “recordar es volver a vivir el tiempo que se fue, recuérdame”. Pues así, recordando junto a otro que añore como yo las cosas pasadas, es como recargo yo la batería esta que me ayuda a seguir adelante.

            Pues eso, que cuando llegué al Llano, nublé  al ver que los coches aparcados  llegaban  casi hasta el Robreo, y que un muchacho, desconocido para mí, pretendió que aparcara en un prado de la izquierda que habían habilitado como parking de emergencia. Le llamé chaval, y le aseguré que no le conocía. Resultó que tampoco él me conocía a mí. “Entonces, no eres hijo del pueblo”.  No, no lo era. Pero como yo sí lo era, me dio paso libre, y fíjate la suerte que tuve, que encontré justo al lado de la iglesia, una plaza donde aparcar. ¡Es que Dios, siempre protege la inocencia Esto ya lo decía mi abuela cuando yo era chiquitín

            Había coches aparcados en los lugares más extraños del pueblo. El graderío montado en torno a la bolera, estaba a reventar;  y menos mal que hace muchísimos años que cortaron los nogales que crecían allí cuando aquello era una braña,  que si no, seguro que en cada uno de ellos se hubiera “encaramau”  una docena de personas. (Esta es otra ventaja de ser lo viejo que soy, pues nadie más que yo puede imaginarse a la gente encima de los nogales, porque dudo mucho que quede alguno que recuerde como yo recuerdo los viejos árboles desaparecidos).

            La gente es buena, te lo digo yo.  Hombre, siempre anda por ahí suelto algún cabroncete que se empeña en demostrar lo contrario, pero en general, la gente es buena.  Lo digo porque como mí mujer se sentó con unas amigas a tomar un helado en la terraza del bar de Margari, y yo tenía verdadero interés en fisgar de cerca el ambiente, intenté subir al graderío, y enseguida dos o tres extraños me hicieron asiento apretándose ellos unos contra otros. Se ve que el llevar una cachava en las manos sensibiliza un poco a las personas. La vista desde allí arriba, era espectacular.

            ¡Qué guapa habían puesto la bolera de mi pueblo! Hasta la habían alargado hacia atrás para poder poner los tiros reglamentarios.  Y tras el último tiro, la tribuna de autoridades y personajes importantes, con cojines en los asientos,  los periodistas deportivos, la cámara de televisión…

            ¡Lo de los cojines, tiene coj…!  Quién lo iba a decir cuando yo era crío, que nos sentábamos en unos morrillos de piedra que nos dejaban el culo  machacado para el resto de la semana.

            Miré a derecha e izquierda del graderío, y no vi ni una cara conocida. Por edad, seguramente yo era el abuelo de todos ellos. Como no estaba dispuesto a contar los bolos que sumaban en cada tirada, me puse a considerar que también los grandes campeones hacían estas dos cosas que a mí siempre me intrigaron en el resto de jugadores: Escupir la palma de la mano que iba a lanzar la bola, y después de lanzada, retorcer el cuerpo a derecha o izquierda como si con una fuerza telepática quisieran  dirigir a su gusto la esfera que ya estaba en el aire. Oye, que también yo  tendré mis rarezas, pero que quiere que te diga, no comprendo la necesidad de ello. Como no tenía cojín, y los glúteos de mi cuerpo se fueron desinflando con los años, los huesos se me clavaban en el tablón que estaba sentado, y entre tirada y birle decidí bajar del seladero aquel para caminar un poco.

            Encontré media docena de conocidos con los que charlé un "ratucu", (esto es lo que yo llamo recargar las pilas), y después, casi sin quererlo, me enteré que Pedro Gutiérrez y Nacho Migoya habían quedado eliminados. Lo sentí por Nacho, que aunque no le conozco, a su padre se puede decir que le vi nacer en Caviedes, suficiente razón para desear que  fuera el ganador de los quince mil euros que soltó como primer premio el bueno de Botín.

            Cuando empezó la competición final entre Salmón y Oscar González, me acerqué de nuevo a la bolera, esta vez por la parte atrás donde había un grupo de pie.  Me vio el señor Alcalde, y me invitó a sentarme en primera fila. Gracias, Lorenzo.

            Hombre, lo de  los cojines,  visto de cerca, no era para tanto. Más que cojín, era un simulacro: Un “trapucu colorau”,  gentileza del Banco Santander, puesto allí seguramente para que, (como decía Carmitu la del Palaciu en tros tiempos), tuvieran los culos de los importantes, “un pocu de insigniuca” de quien patrocinaba el evento. A parte del Alcalde, estaba Octavio García, (presidente de la Junta Vecinal), cuatro o cinco caras conocidas alguna de ellas de verla en televisión, unos amigos míos de San Vicente de la Barquera capitaneados sin duda por  Pablo Cagigas, y unos cuantos más que no conocía. Muy cerca de mí,  el periodista y escritor Alfonso Ussia, gran aficionado al deporte de lo bolos.  Le saludé porque me apetecía saludarle, y le comenté que en su tiempo fui seguidor de sus relatos no recuerdo si del marqués de Sotogrande, o de Sotomayor, y me sacó del error aclarándome que de  Sotoancho. Fue amable y  cercano, dispuesto a seguir hablando cuanto quisiera, pero más no tenía objeto.  Cuando ya salía del “palco presidencial”, me saludó Santiago Díaz, al que conocí  hace un montón de años cuando él era casi un crío, y vino con su padre a revestir de asfalto todas las callejas de Caviedes. Le dije que pensaba que no me recordaría, y para un viejo como yo, fue muy grato  escuchar que, además,  me recordaba con mucho afecto.  Las cosas agradables siempre nos suenan bien, aún cuando se digan por pura gentileza.

              Jesús González ©

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