Es
mentira; no le hagas caso al título, porque yo, los bolos, salvo las tiradas
finales, no los vi. Como cántabro, me da un poco de vergüenza reconocer que
nunca me llamó la atención nuestro
deporte; pero qué quieres que te diga: ¡nadie
es perfecto! Lo que ocurre es que era un gran acontecimiento que este año se disputara en mi pueblo el
Trofeo de Campeones del Banco Santander, y no podía faltar a semejante cita.
Creo que nunca me lo hubiera perdonado.
Pienso
que todo el mundo siente de vez en cuando la necesidad de reponer energía en el
lugar que le vio nacer, y yo acudo con
bastante frecuencia a recargar allí mis pilas. Lo malo es que no son alcalinas,
y cada vez les dura menos la carga; o puede ser que va flaqueando el lugar de donde la tomo, al comprobar en cada viaje que encuentro
menos enchufes en los que conectar. Prácticamente ya han desaparecido hasta los más entrañables viejos de mi edad; y hablar de tiempos pasados con las nuevas
generaciones, es tiempo perdido para mí, porque reconozco que es un coñazo para
ellas, escuchar monsergas de años que no conocieron, y que nada o muy poco les
puede importar.
Pero
ponte en mi lugar, (algún día los años te obligarán a ponerte aunque no lo
quieras), y estarás de acuerdo conmigo, y con el poeta que cantó aquello de
“recordar es volver a vivir el tiempo que se fue, recuérdame”. Pues así,
recordando junto a otro que añore como yo las cosas pasadas, es como recargo yo
la batería esta que me ayuda a seguir adelante.
Pues
eso, que cuando llegué al Llano, nublé
al ver que los coches aparcados
llegaban casi hasta el Robreo, y
que un muchacho, desconocido para mí, pretendió que aparcara en un prado de la
izquierda que habían habilitado como parking de emergencia. Le llamé chaval, y
le aseguré que no le conocía. Resultó que tampoco él me conocía a mí.
“Entonces, no eres hijo del pueblo”. No,
no lo era. Pero como yo sí lo era, me dio paso libre, y fíjate la suerte que
tuve, que encontré justo al lado de la iglesia, una plaza donde aparcar. ¡Es
que Dios, siempre protege la inocencia Esto ya lo decía mi abuela cuando yo era
chiquitín
Había
coches aparcados en los lugares más extraños del pueblo. El graderío montado en
torno a la bolera, estaba a reventar; y
menos mal que hace muchísimos años que cortaron
los nogales que crecían allí cuando aquello era una braña, que si no, seguro que en cada uno de ellos se
hubiera “encaramau” una docena de personas.
(Esta es otra ventaja de ser lo viejo que soy, pues nadie más que yo puede
imaginarse a la gente encima de los nogales, porque dudo mucho que quede alguno
que recuerde como yo recuerdo los viejos árboles desaparecidos).
La
gente es buena, te lo digo yo. Hombre,
siempre anda por ahí suelto algún cabroncete que se empeña en demostrar lo
contrario, pero en general, la gente es buena.
Lo digo porque como mí mujer se sentó con unas amigas a tomar un helado
en la terraza del bar de Margari, y yo tenía verdadero interés en fisgar de
cerca el ambiente, intenté subir al graderío, y enseguida dos o tres extraños
me hicieron asiento apretándose ellos unos contra otros. Se ve que el llevar
una cachava en las manos sensibiliza un poco a las personas. La vista desde
allí arriba, era espectacular.
¡Qué
guapa habían puesto la bolera de mi pueblo! Hasta la habían alargado hacia
atrás para poder poner los tiros reglamentarios. Y tras el último tiro, la tribuna de
autoridades y personajes importantes, con cojines en los asientos, los periodistas deportivos, la cámara de
televisión…
¡Lo
de los cojines, tiene coj…! Quién lo iba
a decir cuando yo era crío, que nos sentábamos en unos morrillos de piedra que
nos dejaban el culo machacado para el
resto de la semana.
Miré
a derecha e izquierda del graderío, y no vi ni una cara conocida. Por edad,
seguramente yo era el abuelo de todos ellos. Como no estaba dispuesto a contar
los bolos que sumaban en cada tirada, me puse a considerar que también los
grandes campeones hacían estas dos cosas que a mí siempre me intrigaron en el
resto de jugadores: Escupir la palma de la mano que iba a lanzar la bola, y
después de lanzada, retorcer el cuerpo a derecha o izquierda como si con una
fuerza telepática quisieran dirigir a su
gusto la esfera que ya estaba en el aire. Oye, que también yo tendré mis rarezas, pero que quiere que te
diga, no comprendo la necesidad de ello. Como no tenía cojín, y los glúteos de
mi cuerpo se fueron desinflando con los años, los huesos se me clavaban en el
tablón que estaba sentado, y entre tirada y birle decidí bajar del seladero
aquel para caminar un poco.
Encontré
media docena de conocidos con los que charlé un "ratucu", (esto es lo que yo
llamo recargar las pilas), y después, casi sin quererlo, me enteré que Pedro
Gutiérrez y Nacho Migoya habían quedado eliminados. Lo sentí por Nacho, que
aunque no le conozco, a su padre se puede decir que le vi nacer en Caviedes,
suficiente razón para desear que fuera
el ganador de los quince mil euros que soltó como primer premio el bueno de
Botín.
Cuando
empezó la competición final entre Salmón y Oscar González, me acerqué de nuevo
a la bolera, esta vez por la parte atrás donde había un grupo de pie. Me vio el señor Alcalde, y me invitó a
sentarme en primera fila. Gracias, Lorenzo.
Hombre,
lo de los cojines, visto de cerca, no era para tanto. Más que
cojín, era un simulacro: Un “trapucu colorau”,
gentileza del Banco Santander, puesto allí seguramente para que, (como
decía Carmitu la del Palaciu en tros tiempos), tuvieran los culos de los
importantes, “un pocu de insigniuca” de quien patrocinaba el evento. A parte
del Alcalde, estaba Octavio García, (presidente de la Junta Vecinal), cuatro o
cinco caras conocidas alguna de ellas de verla en
televisión, unos amigos míos de San Vicente de la Barquera capitaneados sin
duda por Pablo Cagigas, y unos cuantos
más que no conocía. Muy cerca de mí, el
periodista y escritor Alfonso Ussia, gran aficionado al deporte de lo bolos. Le saludé porque me apetecía saludarle, y le
comenté que en su tiempo fui seguidor de sus relatos no recuerdo si del marqués
de Sotogrande, o de Sotomayor, y me sacó del error aclarándome que de Sotoancho. Fue amable y cercano, dispuesto a seguir hablando cuanto
quisiera, pero más no tenía objeto.
Cuando ya salía del “palco presidencial”, me saludó Santiago Díaz, al
que conocí hace un montón de años cuando
él era casi un crío, y vino con su padre a revestir de asfalto todas las
callejas de Caviedes. Le dije que pensaba que no me recordaría, y para un viejo
como yo, fue muy grato escuchar que, además, me recordaba con mucho afecto. Las cosas agradables siempre nos suenan bien,
aún cuando se digan por pura gentileza.
Jesús González ©
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