domingo, 13 de julio de 2014

NOS CURÁBAMOS





            Don Tomás el médico casi siempre recetaba algo de farmacia, lo que suponía un fastidio. La farmacia más cercana era la de don Gabriel Pulgar, que estaba en los bajos de La Fonda, en un edificio  que hubo en Cabezón de la Sal, donde hoy está la parada de taxis, y que desapareció  porque empezó a resquebrajarse  en los  años  aquellos en que parecía que Cabezón se iba a hundir. Un poco más arriba, estaba la de Julio Baraja, en la carretera que lleva a Cabuérniga. Pero a Cabezón solían ir las mujeres sólo los domingos por la mañana que era mercado. Iban sobre todo a vender, y vendían cuanto vendible apañaran por el desván de la casa, como patatas y alubias; lo que cogieran en la güerta, como berzas  y repollos; del gallinero alguna gallina vieja que había dejado de poner, y de la conejera algún macho que estuviera gordo y de buen pelaje. También compraban alguna cosa: Alpargatas para los críos si es que les hacían mucha falta,  y en la Tienda de los Arcos o donde don Andrés  Bueno, algún retal barato para hacerles en casa unos calzones con  tirantes. A estas mujeres se les solía encargar la receta de don Tomás, si la cosa no era muy urgente.

            Había veces que en lugar de ir al médico, estas mujeres del mercado consultaban directamente con el boticario; La Mocha, que era habitual de los mercados en Cabezón, conocía tanto y tan  bien al farmacéutico, que cuando iniciaba el regreso a pie para Caviedes,  desde la puerta, y con la cesta de mimbre a la cabeza,  le dice:

            -Don “Grabiel”, baiga sacándome algo  pa dale al mi hombre, que tién un “jurietu” que no torna.

            Si la receta era urgente, y había cerca de la casa algún vecino que tuviera bicicleta, era quien solía hacer el viaje; y si no, a caballo o a pie, porque no existían más medios de transporte.

            Pienso que estas son las razones por las que siempre intentaron curarnos las madres, antes de soltar los reales y las perras gordas sobre el mostrador de una botica, con cualquiera de los remedios caseros que tuvieran más a la mano.

            Al Monte Corona, al regato que había en la Canal de la Biércola, iban a buscar las sanguijuelas, para que se encargaran de sacar la sangre que suponían sobrante, a quien se le inflamara algún músculo. Las sanguijuelas, que eran negras y como babosas,  hacían ventosa en la piel,  quedándose pegadas como lapas; mordían y chupaban sangre  sin parar. Eran tan flexibles y elásticas que chupaban y chupaban hasta aumentar cinco o seis veces su tamaño inicial.

            Si nos dolía un costado, ventosas al canto. Un vaso del vasar, y dentro de él un trozo de algodón mojado en  alcohol, y encendido, y a todo correr a ponérmele boca abajo sobre la espalda. Hacía vacío, y chupaba de  la piel, abultando dentro del vaso como un huevo. No recuerdo si quitaba o no quitaba el dolor, pero mi madre se quedaba tranquila, y yo también porque aquél día no iba a la escuela. Otras veces en lugar de ventosas me ponía Parches Sor Virginia, que eran como de paño engomado, y parecidos a los parches de arreglar los pinchazos de las ruedas de las bicicletas, (aunque de estos tampoco te acordarás, porque yo creo que ya ni siquiera las bicicletas se pinchan),  pero colorados y muchísimo más grandes.  Por el lado donde eran pegajosos tenían un papelín muy fino que se le quitaba, y se ponía sobre el sitio que tu madre suponía que se debía poner. Tampoco recuerdo si hacía o no hacía efecto, lo que recuerdo es que a los dos o tres día empezaba a picar, y daba así como una especie de gustirrinín cuando te le ibas arrancado poco a poco.

            Lo peor de todo eran las indigestiones y los dolores de barriga; lo teníamos con mucha frecuencia porque comíamos mucha porquería. A saber: En primavera, puntas de rajas nuevas, que estaban buenísimas. Las cortábamos  de los matorrales que había por las callejas; las pelábamos, porque les salía muy fácilmente la piel, y las comíamos así, al natural, lo mismo que si fuera un espárrago de lata. (Esta comparación es actual, porque en aquel tiempo no conocíamos los espárragos de lata, y sin enlatar, como espárragos sólo conocíamos una planta espinosa de ramificación muy fina y plumífera que las mujeres cultivaban como ornamental,  y aunque supongo es de la misma familia, no da púas comestibles). Comíamos manzanas verdes como jaracas. (En alguna otra ocasión ya comenté que tampoco se lo que son “jaracas”; pero cuando queríamos decir que algo estaba muy verde, se decía así). Comíamos prunos de los espinos, nueces que tirábamos de los nogales a “calamejazos”, y que por más que las pisáramos con las” alparragatas” de suela de esparto, no conseguíamos despegar el “conchu” de la cáscara dura. Pero terminábamos cogiendo una piedra para partirla, y la comíamos aún cuando el grano no estuviera totalmente formado. Hacíamos otro tanto con las avellanas, y de vez en cuando nos íbamos por las tierras a buscar cardos para dar a los conejos, y arrancábamos algún nabo que pelábamos con la navaja, y también le comíamos, aunque a mi nunca me gustaron.

            Y digo que lo peor eran estas indigestiones, porque en casa nos las curaban a base la lavarnos el  estómago y las tripas con purgantes. A la fuerza me hacían tragar un par de cucharadas de aceite de ricino.  ¡La madre que parió al ricino!  Pruébalo por gusto un día, y sabrás lo que es bueno.  Para hacérmelo tomar a mí, mi padre se sentaba en una silla, me metía entre sus piernas, me inmovilizaba los brazos, me embarbaba, y me abría la boca a la fuerza. Entonces mi madre rápida como una escopeta, me echaba gargüelu abajo, las dos cucharadas de  aceite de ricino. A mi me daban unas arcadas que parecía que iba a echa los hígados por la boca. Pues para quitar el mal sabor, detrás me hacían tomar café negro, con lo que consiguieron que también llegara a odiarlo.  Al cabo de un par de horas empezaban las tripas  a retorcerse, y yo sentía unos retortijones, y unas ganas tan grandes de evacuar todo lo que había en ellas, que echaba a correr camino del gallinero, y para aligerar la cosa, mientras corría  apretando el culo, me iba desdando los tirantes de los calzones.

             Eran  tan agudas aquellas madres nuestras, que cuando se propasaban en la cantidad de ricino, y la limpieza de tripas se convertía en diarrea, lo solucionaban al canto neutralizándolo con vasos y más vasos de agua con zumo limón.

            Para  curar la tos ferina, lo mejor era una hoja grande de chumbera. Con un cuchillo la limpiaban de espinas, después la partían al medio como se parte un pan para hacer un bocadillo, pero sin llegar debajo de todo. Se rellenaba de azúcar, y se dejaba macerar. Aquello destilaba babas transparentes que daba gusto. Pues cuando el enfermo tosía, inmediatamente después, una cucharada de aquella porquería dejaba lista la garganta para volver a toser las veces que hiciera falta.

            ¡Ay madre!,  que nadie dijera a la tuya que te encontraba algo “esmirriau”. Porque ella te miraba entonces como con cristales de aumento, y en lugar de “esmirriau”, te veía “escuchimizáu” que es como un grado más acentuado el adjetivo, y  rápidamente echaba mano al tarro del aceite de  hígado de bacalao. A mi se me caía el alma a los pies, porque esto suponía nuevo embarbamiento por parte de mi padre, y nuevo meterte la cuchara hasta la campanilla por parte de mi madre; y no sólo era una vez, como el aceite de ricino. Esto, como se consideraba un tratamiento para conseguir que fueras fuerte como un roble, ni con recomendación del señor obispo, se apeaban de los quince días. Por si lo del bacalao era poco, enseguida preparaba una jarra de calcio casero a base de llenarla de zumo de limón, y meterle dentro una docena de huevos con cáscara y todo, y unas cucharadas de azúcar. Cuando desaparecían los huevos disueltos por el ácido del limón, era el momento de empezar a tomar un par de cuchadas del brebaje antes de cada comida.  ¡Menos mal que una vez inventaron algo de tomar, que no fuera desagradable!

               Jesús González ©

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