Don
Tomás el médico casi siempre recetaba algo de farmacia, lo que suponía un
fastidio. La farmacia más cercana era la de don Gabriel Pulgar, que estaba en
los bajos de La Fonda, en un edificio
que hubo en Cabezón de la Sal, donde hoy está la parada de taxis, y que
desapareció porque empezó a
resquebrajarse en los años
aquellos en que parecía que Cabezón se iba a hundir. Un poco más arriba,
estaba la de Julio Baraja, en la carretera que lleva a Cabuérniga. Pero a
Cabezón solían ir las mujeres sólo los domingos por la mañana que era mercado.
Iban sobre todo a vender, y vendían cuanto vendible apañaran por el desván de
la casa, como patatas y alubias; lo que cogieran en la güerta, como berzas y repollos; del gallinero alguna gallina vieja
que había dejado de poner, y de la conejera algún macho que estuviera gordo y
de buen pelaje. También compraban alguna cosa: Alpargatas para los críos si es
que les hacían mucha falta, y en la
Tienda de los Arcos o donde don Andrés
Bueno, algún retal barato para hacerles en casa unos calzones con tirantes. A estas mujeres se les solía
encargar la receta de don Tomás, si la cosa no era muy urgente.
Había
veces que en lugar de ir al médico, estas mujeres del mercado consultaban
directamente con el boticario; La Mocha, que era habitual de los mercados en
Cabezón, conocía tanto y tan bien al
farmacéutico, que cuando iniciaba el regreso a pie para Caviedes, desde la puerta, y con la cesta de mimbre a
la cabeza, le dice:
-Don
“Grabiel”, baiga sacándome algo pa dale
al mi hombre, que tién un “jurietu” que no torna.
Si
la receta era urgente, y había cerca de la casa algún vecino que tuviera
bicicleta, era quien solía hacer el viaje; y si no, a caballo o a pie, porque
no existían más medios de transporte.
Pienso
que estas son las razones por las que siempre intentaron curarnos las madres,
antes de soltar los reales y las perras gordas sobre el mostrador de una
botica, con cualquiera de los remedios caseros que tuvieran más a la mano.
Al
Monte Corona, al regato que había en la Canal de la Biércola, iban a buscar las
sanguijuelas, para que se encargaran de sacar la sangre que suponían sobrante,
a quien se le inflamara algún músculo. Las sanguijuelas, que eran negras y como
babosas, hacían ventosa en la piel, quedándose pegadas como lapas; mordían y
chupaban sangre sin parar. Eran tan
flexibles y elásticas que chupaban y chupaban hasta aumentar cinco o seis veces
su tamaño inicial.
Si
nos dolía un costado, ventosas al canto. Un vaso del vasar, y dentro de él un
trozo de algodón mojado en alcohol, y
encendido, y a todo correr a ponérmele boca abajo sobre la espalda. Hacía
vacío, y chupaba de la piel, abultando
dentro del vaso como un huevo. No recuerdo si quitaba o no quitaba el dolor,
pero mi madre se quedaba tranquila, y yo también porque aquél día no iba a la
escuela. Otras veces en lugar de ventosas me ponía Parches Sor Virginia, que
eran como de paño engomado, y parecidos a los parches de arreglar los pinchazos
de las ruedas de las bicicletas, (aunque de estos tampoco te acordarás, porque
yo creo que ya ni siquiera las bicicletas se pinchan), pero colorados y muchísimo más grandes. Por el lado donde eran pegajosos tenían un
papelín muy fino que se le quitaba, y se ponía sobre el sitio que tu madre
suponía que se debía poner. Tampoco recuerdo si hacía o no hacía efecto, lo que
recuerdo es que a los dos o tres día empezaba a picar, y daba así como una
especie de gustirrinín cuando te le ibas arrancado poco a poco.
Lo
peor de todo eran las indigestiones y los dolores de barriga; lo teníamos con
mucha frecuencia porque comíamos mucha porquería. A saber: En primavera, puntas
de rajas nuevas, que estaban buenísimas. Las cortábamos de los matorrales que había por las callejas;
las pelábamos, porque les salía muy fácilmente la piel, y las comíamos así, al
natural, lo mismo que si fuera un espárrago de lata. (Esta comparación es
actual, porque en aquel tiempo no conocíamos los espárragos de lata, y sin
enlatar, como espárragos sólo conocíamos una planta espinosa de ramificación
muy fina y plumífera que las mujeres cultivaban como ornamental, y aunque supongo es de la misma familia, no
da púas comestibles). Comíamos manzanas verdes como jaracas. (En alguna otra
ocasión ya comenté que tampoco se lo que son “jaracas”; pero cuando queríamos
decir que algo estaba muy verde, se decía así). Comíamos prunos de los espinos,
nueces que tirábamos de los nogales a “calamejazos”, y que por más que las
pisáramos con las” alparragatas” de suela de esparto, no conseguíamos despegar
el “conchu” de la cáscara dura. Pero terminábamos cogiendo una piedra para
partirla, y la comíamos aún cuando el grano no estuviera totalmente formado.
Hacíamos otro tanto con las avellanas, y de vez en cuando nos íbamos por las
tierras a buscar cardos para dar a los conejos, y arrancábamos algún nabo que
pelábamos con la navaja, y también le comíamos, aunque a mi nunca me gustaron.
Y
digo que lo peor eran estas indigestiones, porque en casa nos las curaban a
base la lavarnos el estómago y las
tripas con purgantes. A la fuerza me hacían tragar un par de cucharadas de
aceite de ricino. ¡La madre que parió al
ricino! Pruébalo por gusto un día, y
sabrás lo que es bueno. Para hacérmelo
tomar a mí, mi padre se sentaba en una silla, me metía entre sus piernas, me
inmovilizaba los brazos, me embarbaba, y me abría la boca a la fuerza. Entonces
mi madre rápida como una escopeta, me echaba gargüelu abajo, las dos cucharadas
de aceite de ricino. A mi me daban unas
arcadas que parecía que iba a echa los hígados por la boca. Pues para quitar el
mal sabor, detrás me hacían tomar café negro, con lo que consiguieron que
también llegara a odiarlo. Al cabo de un
par de horas empezaban las tripas a
retorcerse, y yo sentía unos retortijones, y unas ganas tan grandes de evacuar
todo lo que había en ellas, que echaba a correr camino del gallinero, y para
aligerar la cosa, mientras corría
apretando el culo, me iba desdando los tirantes de los calzones.
Eran
tan agudas aquellas madres nuestras, que cuando se propasaban en la
cantidad de ricino, y la limpieza de tripas se convertía en diarrea, lo
solucionaban al canto neutralizándolo con vasos y más vasos de agua con zumo
limón.
Para curar la tos ferina, lo mejor era una hoja
grande de chumbera. Con un cuchillo la limpiaban de espinas, después la partían
al medio como se parte un pan para hacer un bocadillo, pero sin llegar debajo
de todo. Se rellenaba de azúcar, y se dejaba macerar. Aquello destilaba babas
transparentes que daba gusto. Pues cuando el enfermo tosía, inmediatamente
después, una cucharada de aquella porquería dejaba lista la garganta para
volver a toser las veces que hiciera falta.
¡Ay
madre!, que nadie dijera a la tuya que
te encontraba algo “esmirriau”. Porque ella te miraba entonces como con
cristales de aumento, y en lugar de “esmirriau”, te veía “escuchimizáu” que es
como un grado más acentuado el adjetivo, y
rápidamente echaba mano al tarro del aceite de hígado de bacalao. A mi se me caía el alma a
los pies, porque esto suponía nuevo embarbamiento por parte de mi padre, y
nuevo meterte la cuchara hasta la campanilla por parte de mi madre; y no sólo
era una vez, como el aceite de ricino. Esto, como se consideraba un tratamiento
para conseguir que fueras fuerte como un roble, ni con recomendación del señor
obispo, se apeaban de los quince días. Por si lo del bacalao era poco,
enseguida preparaba una jarra de calcio casero a base de llenarla de zumo de
limón, y meterle dentro una docena de huevos con cáscara y todo, y unas
cucharadas de azúcar. Cuando desaparecían los huevos disueltos por el ácido del
limón, era el momento de empezar a tomar un par de cuchadas del brebaje antes
de cada comida. ¡Menos mal que una vez
inventaron algo de tomar, que no fuera desagradable!
Jesús González ©
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