Es
media tarde. Estoy a punto de aburrirme, y para que esto no ocurra, me siento a
escribir. Pero no encuentro tema, a pesar de estar rodeado por el mundo entero
donde flotan todos los temas que puedan
existir. Me agarro a la festividad del día, y narraré lo que viví hasta este momento, y lo que espero vivir
hasta que acabe la jornada de hoy.
Verás:
Me levanté a las siete y media, porque
me desperté a esa hora, y despierto no
aguanto ni tres minutos en la cama. Como de costumbre abrí la persiana para otear lo que en principio
ofrece la mañana, y se me mostró
nublada. Desayuné, y salí a la calle. Me pareció que las hojas de las plantas de judías estaban amustiadas por la
temperatura de una noche que debió ser
cálida, y refresqué el huerto con un ligero manguerazo. Me dijo mi mujer que quería ir a Cabezón
de la Sal a cortarse el pelo, y como las mujeres
siempre tienen la razón, se la dí. Así que me afeité, me arreglé, y me
peiné. Como siempre, me dio los últimos
toques en el cuello de la camisa porque yo le había dejado hecho un desastre, y
nos fuimos.
Llevé
para releer en el coche mientras la esperaba “El último justo” de Schwarz-Bart,
que había leído hace más de treinta
años, y sólo recordaba de ella que en aquel tiempo me impactó. Cuando reapareció mi mujer recién arreglado
el pelo, me pareció que la habían dejado como una dama antigua. (Antiguos somos los dos desde hace ya un
montón de años, pero al decir lo de la dama, me refiero a las de otra
época). Pero como ella se sentía así,
como satisfecha con lo que le hicieron
en la cabeza, todos tan felices.
Cuando
volvimos a casa me duché, nos arreglamos y nos fuimos a misa a La Barquera pensando que era a las
doce, pero fue a la una. Esta hora equivocada fue también una suerte, porque
encontré donde aparcar, y sobre todo, un lugar donde sentarme en el interior
del santuario, porque si en la cama no aguanto
despierto y tumbado más de tres minutos, de pié y parado, no aguanto ni dos.
Pues
casi una hora de espera a que empezara la misa. En ese tiempo mi mujer me
comentó lo bien arreglada que estaba la capilla, y lo bonitos que estaban los
jarrones de flores. Me comentó poco más, porque enseguida llegaron tres
turistas en pantalón corto, (dos
turistas y un turisto), que sentaron a mi otro lado; como traían ganas de
saber, y yo de informar, les dije que la imagen de la Virgen que lucía en lugar
preferente no era la del Carmen patrona de los marineros, sino la de la
Barquera patrona del pueblo. Que la del Carmen llegaría de un momento a otro en
procesión desde el puerto a hombros de marineros y acompañada por toda la
cofradía de pescadores.
Ocurrió
tal como dije. Además, como en años anteriores, un grupo de mariachis
mejicanos, (ya sabes que si son mariachis, son también mejicanos, por lo que
sobraba esta aclaración), amenizó la
misa. A mí, personalmente, el mariachi siempre me pareció un pegote
desentonando dentro del templo. Pues la Coral Barquera, una Salve Marinera, u
otra cosa cualquiera de nuestra tierra,
lo veo más acertado. Los mariachis cantando, mejor en la calle. Pero claro, no
se trataba de darme gusto a mí, sino a la Virgen del Carmen, que quizás en
sueños le dijo a alguno, que a ella le molaban las rancheras.
Después
fuimos hasta el muelle donde la Comisión de Festejos tiene instalado un bar, y
ofrecen pinchos gratuitos al público.
Allí sí me gustaron los mariachis esos que ya sabes son mejicanos, (pues si no
fueran mejicanos, tampoco serían auténticos mariachis). Pero oye, entre los de
México lindo cantando, los altavoces de los carruseles a todo volumen, los
pinchos que desaparecían de las bandejas como por arte de magia sin que los
torpes de movimiento pudiéramos catar ni uno, y mis ochenta y tantos años
hartos de estar de pié, decidimos que lo mejor era irnos tranquilamente para
casa, y así lo hicimos.
¡Qué
tranquilos, y qué bien comimos los dos juntos! Con arroz con leche de
postre, (pero arroz hecho con leche de
auténtica vaca, y no ordeñada de un
cartón), el repose de comida en
las butacas con el telediario al volumen justo a nuestra necesidad auditiva Y la cabezaduca de
cada día dulce y restauradora, que deja escapar un débil hilo de baba por los
labios entreabiertos…
A
las cinco bajamos al pueblo. A esa hora mi mujer tiene una cita con sus colegas
del Chinchón. Yo no tengo ninguna cita, ni colegas de las cinco de la tarde;
pero mantengo un idilio secreto con mi Computadora Personal, y en este momento estoy en un
rincón de la cafetería Carma, confiándole todo cuanto estás leyendo. Mientras
tanto tomo un descafeinado de máquina, y hago oídos sordos a un televisor
enorme de grande que hay colgado en la pared de mi derecha, donde discuten a
voces Kiko Matamoros y Belén Esteban, auténticas estrellas de este pueblo
español que jura y perjura que nunca ve semejante programa. ¡La gente peca con una facilidad pasmosa
contra el segundo de la Ley de Dios!
Están a punto de caer las siete y media de la
tarde. En cualquier momento llegará mi mujer, que suele informarme de si ganó o
perdió en su juego del chinchón. Llegarán también los amigos de todos los días,
y decidiremos que hacer. Habitualmente damos un paseo, luego nos sentamos en
una terraza y tomamos chocolate con palmeras o unas cañas acompañadas de
patatas fritas, pero puede que hoy vayamos al muelle a comer las habituales
sardinas del Carmen. Si no es hoy, será mañana, o pasado; pero comer, las comeremos. Son las sardinas más
deliciosas que uno pueda echarse a la boca. Los marineros le dan el punto
exacto de asado y de sal, que debe llevar una sardina que se precie de
serlo. Es la única vez que las como en
el año, y se lo recomiendo a todo el
sienta curiosidad por saber lo que es bueno.
Es
posible que en cualquier otro momento de esos que no sé que cosa escribir, te
cuente si finalmente las comimos hoy o mañana. Y si estuvieron tan buenas como
las del último año. Pero seguro que sí.
Jesús González ©
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