No
hice más que colgar el escrito anterior, cuando llegó a buscarme Manolo
Fuertes. Delante del Hotel Luzón esperaba el resto del equipo degustador de
sardinas, y en cuanto nos incorporamos, nos fuimos dando un paseo hasta el
muelle.
Pasado el Puente de la Barquera, atajamos
camino por el piso alto del parking. La tarde espléndida, el viento en calma,
la marea plena, los barcos deportivos brillando en el pantalán, los botes
salpicando de color las aguas dormidas, y cien gaviotas planeando sobre la
idílica estampa.
La felicidad no es otra cosa más, que momentos como este. (Sin embargo la ética
me exige aclarar que para que la felicidad sea auténtica, se ha de tener la
conciencia tranquila, el ánimo reposado, y las sardinas asadas esperándote bajo
la carpa). Lo más fácil es tener la conciencia tranquila, pues por mucho que
fastidiemos al prójimo, (aquí en vez del
verbo “fastidiar” me dieron ganas de escribir otro que empieza por la letra
jota, pero no lo puedo hacer porque luego me dice mi amigo Vicente Iglesias que
soy malhablado. Aunque en este caso sería “malescribido”), siempre encontramos una justificación más que convincente para convencernos de que
lo que hicimos, estuvo bien hecho. Lo
del ánimo reposado depende del momento, y lo de las sardinas bajo la carpa, hay
que esperar al Carmen del próximo año.
¡Madre
mía, como estaba el muelle! Lo primero
que topó mi mirada fue la espalda negra del escenario movible que debe
arrastrar un camión articulado de esos que va de fiesta en fiesta. Por
delante todo eran brillos, luces, y
rayos láser, que arrancaban más destellos luminosos de las guitarras eléctricas
y de los cuellos brillosos de los atuendos de los músicos. El estruendo era
espantoso. Pero allí es donde va la juventud a que les rompan los tímpanos con repiques de baterías atronadoras y trompetas que parecen querer
partir en dos la bóveda del firmamento.
Era
necesario buscar acomodo bajo la carpa en el lugar más alejado de aquella
debacle, y mandamos a nuestras mujeres
que le fueran localizando mientras nosotros nos poníamos a
la cola de cuantos esperaban llegar al asador de sardinas. Aquello no era una
cola: era un colón, que parecía llegar hasta la Pinta, La Niña, y la Santa
María. Jamás de los jamases vio nadie tanta gente esperando sardinas asadas. Siete euros la ración de a docena, más pan
y vino a discreción.
Casi
una hora de espera nos dio la oportunidad de hacer nuevos amigos en la fila. Manolo y yo nos relevamos a ratos con José
Luis y Javier. En los relevos nos
aprovisionamos de pan, servilletas y vino que cuando llegamos con ello a la
mesa descubrimos que ya lo habían aportado nuestras avispadas consortes.
Decidimos que con seis raciones teníamos suficiente, y acertamos. No sobró ni una,
pero tampoco necesitábamos más. Chicas, parrochucas, (pudiera ser por aquello de “la mujer y la sardina,
fina”). Sabrosas. Deliciosas. De chupar los dedos y comer la cola crujiente.
Después, churros. Buenos, buenísimos;
crujientes y bien azucarados Dicen que la gula es
pecado, y yo me pregunto porqué los pecados han de ser casi siempre tan
apetitosos.
Dos
horas tardé en dormirme. A mí, que nunca
me da tiempo a rezar el “Jesusito de mi vida” , porque cuando caigo en la cama
ya estoy roque, esta vez tuve tiempo
de calcular los minutos que tarda una digestión de sardinas asadas mezcladas con churros calientes… El próximo año si vivo, (que viviré),
repetiré sardinas y churros. Pero si no vivo, mira, me evito la lenta digestión
de la noche.
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