sábado, 19 de julio de 2014

EL CARMEN –II




            No hice más que colgar el escrito anterior, cuando llegó a buscarme Manolo Fuertes. Delante del Hotel Luzón esperaba el resto del equipo degustador de sardinas, y en cuanto nos incorporamos, nos fuimos dando un paseo hasta el muelle.



             Pasado el Puente de la Barquera, atajamos camino por el piso alto del parking. La tarde espléndida, el viento en calma, la marea plena, los barcos deportivos brillando en el pantalán, los botes salpicando de color las aguas dormidas, y cien gaviotas planeando sobre la idílica estampa.



             La felicidad no es otra cosa más,  que momentos como este. (Sin embargo la ética me exige aclarar que para que la felicidad sea auténtica, se ha de tener la conciencia tranquila, el ánimo reposado, y las sardinas asadas esperándote bajo la carpa). Lo más fácil es tener la conciencia tranquila, pues por mucho que fastidiemos al prójimo,  (aquí en vez del verbo “fastidiar” me dieron ganas de escribir otro que empieza por la letra jota, pero no lo puedo hacer porque luego me dice mi amigo Vicente Iglesias que soy malhablado. Aunque en este caso sería “malescribido”),  siempre encontramos una justificación  más que convincente para convencernos de que lo que hicimos,  estuvo bien hecho. Lo del ánimo reposado depende del momento, y lo de las sardinas bajo la carpa, hay que esperar al  Carmen del próximo año.



            ¡Madre mía, como estaba el muelle!  Lo primero que topó mi mirada fue la espalda negra del escenario movible que debe arrastrar un camión articulado de esos que va de fiesta en fiesta. Por delante  todo eran brillos, luces, y rayos láser, que arrancaban más destellos luminosos de las guitarras eléctricas y de los cuellos brillosos de los atuendos de los músicos. El estruendo era espantoso. Pero allí es donde va la juventud a que   les rompan los tímpanos  con repiques de baterías  atronadoras y trompetas que parecen  querer  partir en dos la bóveda del firmamento. 



            Era necesario buscar acomodo bajo la carpa en el lugar más alejado de aquella debacle, y mandamos a nuestras mujeres   que le  fueran  localizando mientras nosotros nos poníamos a la cola de cuantos esperaban llegar al asador de sardinas. Aquello no era una cola: era un colón, que parecía llegar hasta la Pinta, La Niña, y la Santa María. Jamás de los jamases   vio nadie  tanta gente esperando sardinas asadas.   Siete euros la ración de a docena, más pan y  vino a discreción.    



            Casi una hora de espera nos dio la oportunidad de hacer nuevos  amigos en la fila.  Manolo y yo nos relevamos a ratos con José Luis y Javier.  En los relevos nos aprovisionamos de pan, servilletas y vino que cuando llegamos con ello a la mesa descubrimos que ya lo habían aportado nuestras avispadas consortes.



             Decidimos que con seis raciones teníamos  suficiente, y acertamos. No sobró ni una, pero tampoco necesitábamos más. Chicas, parrochucas, (pudiera ser  por aquello de “la mujer y la sardina, fina”).   Sabrosas.  Deliciosas.  De chupar los dedos y comer la cola crujiente.  Después, churros. Buenos, buenísimos; crujientes    y bien azucarados Dicen que la gula es pecado, y yo me pregunto porqué los pecados han de ser casi siempre tan apetitosos.  



            Dos horas tardé en dormirme. A mí,  que nunca me da tiempo a rezar el “Jesusito    de mi vida” , porque cuando caigo en la cama ya estoy roque,    esta vez tuve tiempo de calcular los minutos que tarda una digestión de sardinas  asadas mezcladas con churros calientes…  El próximo año si vivo, (que viviré), repetiré sardinas y churros. Pero si no vivo, mira, me evito la lenta digestión de la noche.

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