Seguro
que sigue habiendo tantas como entonces, pero hoy nadie se fija en ellas. Con
el “entonces” me refiero a hace cincuenta o sesenta años, y hasta setenta si a ti te place.
Pudiera ocurrir incluso, que ni siquiera sepas lo es una topera. Pero
verás, yo te lo explico rápidamente:
Desde
que nací yo, hasta que naciste tú, el mundo ha cambiado por completo. Antes
para comer había que empezar por amasar la borona el día anterior, y hoy
todavía le ponemos faltas a la cocina de diseño que nos sirven en un
restaurante con pretensiones. Para ir de Roiz a Santander se tardaban tres
horas largas en un tren con bancos de
madera, y apretujados entre gente que no soltaba los cestos que llevaba consigo
por si se los birlaban, y hoy en menos tiempo nos plantamos en cualquier ciudad
de Europa sentados cómodamente en la butaca de un avión, y si nos pierden una
maleta, la compañía aérea nos indemniza.
¿Qué
de eso hace un siglo…? Te lo crees tú,
monin. La vida pasa echando chiribitas. Esto fue como quien dice, hace cuatro
días. ¿No te digo que lo conocí yo así, y todavía ando por aquí sin ninguna
prisa por irme para el “otro barrio”…?
Comíamos
de lo que cosechábamos. ¿O es que
nunca le oíste contar a “los tus güelos” los platos que comieron de berzas bien “untás” con el tocinu del marranu que mataban “tos” los años?
Y detrás, eso: el tanque de porcelana hasta arriba de leche recién
“ordeñá”, que dejaba pegado a los labios superiores como un bigote de espuma
blanca. Los más listos lo recogían con la
punta de la lengua, y los más tontos se lo limpiaban con el dorso de la mano,
para luego limpiarse la misma en la manga de la camisa debajo del sobaco.
Y escúchame “nín”, ¿te crees que la leche la
sacábamos de una caja de cartón como la sacas tu ahora? Bueno, es que la de ahora yo no creo que sea
leche ni sea “ná”. La leche para ser
auténtica necesita ese toque de ligero
olor a “cuchu” que le da auténtica
categoría. Y ese olor se lograba únicamente ordeñando a mano, cuando los dedos húmedos que tiraban
de la teta dejaban caer alguna gota de color gris sobre la espuma blanca del
calderu” de cinc.
Por
si no lo sabes, te diré que la leche la dan las hembras de todos los mamíferos,
aunque nosotros solo bebíamos la que nos daban las vacas. Pero no te creas, se usaban también otras
leches. Por ejemplo yo oi decir muchas veces que Cleopatra, allá en Egipto, se
bañaba todos los días en la leche que daban quinientas burras. Pero no lo creas
a pies juntillas por si acaso es mentira, que aunque viejo, yo todavía no había
nacido cuando aquello, y no te lo puedo asegurar.
Lo
que sí te aseguro es lo mucho que les costaba a nuestros padres conseguir unos
pocos de litros de esa leche tan buena que te cuento. Pues a las vacas, para
poder sacarles por la teta, primero había que meterles por la boca. Y no te
creas que era tan fácil llenar la panza de una vaca. Comen “despaciucu”, eso
sí; pero ¡coño, no paran! Además, parece que comen dos veces: porque primero
comen y luego lo rumian. Lo tragan medio entero para que no se lo quite nadie,
y cuando no tienen otra cosa que hacer, se tumban, lo regurgitan, (que es algo así como si lo
vomitaran, pero sin ascos y sin dejarlo caer al suelo), y lo van moliendo con esas muelas que parecen piedras
de molino rozando unas sobre las otras.
Por
si lo ignoras te diré que las vacas de mis tiempos comían yerba. Seca, o verde,
pero yerba. A las vacas de ahora les pasa lo que a nosotros, que nos lo dan
todo tan preparado y compuesto, que en realidad no hay dios que sepa lo que
comemos. Las vacas tampoco lo saben. Bien, la yerba que yo digo, la pacían en
los prados. (Prados son esos campos
verdes tan bonitos donde también suelen crecer flores silvestres, y a donde
venían entonces las gentes de las ciudades a respirar aire puro, y lo único que
hacían era pisar y aplastar, y joderlo todo, que después costaba un huevo segar). Como digo, otras veces en
lugar de pacer, la yerba, (o hierba, como prefieras; pero en mi pueblo se dijo
siempre yerba, que suena así como más auténtico), se segaba. Unas veces se les
daba a comer verde, y otras se secaba, se guardaba en los pajares, y se les
daba generalmente en invierno. (La yerba, cuando está seca, según el
Diccionario de la Real Academia, se llama “heno”. En mi pueblo se llamó siempre
“secu”. Entonces, en aquellos años que cuento, yo solo conocía como heno, un
jabón de tocador llamado “Heno de Pravia”, y ya quisiera el jabón aquel oler la mitad de bien que olía un carro
de yerba seca cuando te pasaba por delante de las narices).
Segar,
no te creas que era cualquier cosa: Había que picar el dalle, darle pizarra,
calzar las albarcas, remangar la camisa, doblar el “lomu”, y luego “cambá” va,
y “cambá” viene. Se sudaba lo “suyu”. Bueno, pues por si esto no era bastante,
ahí estaban las toperas, para acabar de “joér la marrana. Unos montonucos de tierra
parecidos a las pirámides de Egipto, pero como de una cuarta escasa de altura. Pero
no te creas que eran dos o tres; a veces hasta docenas de ellas. Y claro, entre
la yerba, el segador no las veía, las segaba, y en cuanto cogía un par de ellas
más, a picar de nuevo el dalle, porque le tierra le borraba.
Consecuencia:
en cuanto había una tarde con poco que hacer, en lugar de ir a la taberna a
echar unas partidas de “mus” o a “la
flor”, había que coger una azada, (entonces le llamábamos “azá), y plantarse en
el “prau” muy cautelosos, estudiar el terreno, buscar toperas frescas, acechar,
levantar la azada, y cuando se viera el menor movimiento en la tierra, ¡azadazu
que te crió! Si tenías suerte, matabas un topo. Y si tenías mucha suerte,
matabas dos. Pero la mayoría de las veces la suerte la tenía el topo, que a
pesar de ser ciegos, y según dicen, sordos también, escapaban como el “tíu la
lista” para a la mañana siguiente dejar hecha otra hilera de toperas, y hacer
jurar en castellano al segador, porque no sabía otro idioma.
Jesús González ©
1 comentario:
Muy agudo Jesús. Me he reido con ganas.
Unu de Boquerizu
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